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«La verdad detrás del hielo». Robert Wilson frente a «Turandot». Un artículo de Paula Villanueva

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Autor: Paula Villanueva
31 de diciembre de 2018

La verdad detrás del hielo

Robert Wilson frente a «Turandot»

Por Paula Villanueva
No es la primera vez que Robert Wilson se enfrenta a una ópera de Puccini. Más concretamente, es la segunda. Y susversiones tanto de Madama Butterfly como de Turandot son perfectamente acordes a las premisas wilsonianas pero más problemáticas en cuanto a la aproximación a Puccini. El sello de Wilson se hace reconocible para todo aquel que haya visto cualquiera de sus trabajos, y vive en el límite de imponerse a la música en el caso de los montajes operísticos. Quizá por este motivo, generan menos controversia sus puestas en escena de obras de Philip Glass o propuestas como el Via Crucis de Liszt que las de obras de Wagner, Verdi o Puccini.

   Para esquivar el siempre resbaladizo y escasamente acertado término «minimalismo», es preferible listar algunas constantes de la escena wilsoniana. La primera característica es el hieratismo —término que también, por su excesivo uso al referirse a Wilson, termina por perder sentido— con movimientos impecablemente coreografiados y hermosamente antinaturales, mostrando ciertas reminiscencias del teatro Kabuki. En el caso de Turandot, hay una marcada diferencia entre distintos personajes, los cuales quedan divididos en tres categorías: los mecánicos (como la princesa Turandot, que apenas mueve los brazos y siempre que lo hace es con una actitud defensiva), los puros (Liú, más humanizada, que aletea con los brazos a modo de paloma, en una brillante interpretación de Miren Urbieta-Vega), y los bufos (encarnados por Ping, Pang, Pong, y que gozan de mayor movilidad).

   Este extremo control de los movimientos entra en relación con la segunda característica: en las producciones de Wilson, por lo general los personajes tienen muy limitada su posibilidad de interactuar en escena, de dialogar. Este recurso, que suele resultar fastidioso para los espectadores —y especialmente fatigante para los que han asistido a distintas propuestas del tejano— tiene sin embargo un enorme poder si se aprovecha de forma adecuada. Tal poder precisa la implicación del espectador, que se convierte en el espejo a través del cual se comunican los personajes; de esta forma, se ve obligado a tomar partido por cómo es cada uno de ellos, una vez sometidos a la naturaleza especular de la platea. No puede afirmarse si el efecto es buscado o no, ya que el propio Wilson ha alabado en ocasiones la posibilidad del público de desconectar en algunos momentos durante una representación, al tiempo que ha defendido que sus puestas en escena buscan que el espectador pueda atender a la música sin tener que cerrar los ojos; incluso abandonar temporalmente la butaca fue una acción permitida en las producciones más experimentales de Wilson de las décadas de 1960 y 1970, las cuales tienen en común su larga duración; no interferir en la apreciación de la música ha sido un elemento clave en sus escenografías operísticas, y puede verse en este intento un desafío al espectador para una escucha atenta que le obligue a guiarse por la interpretación vocal antes que por los estímulos visuales. Como ocurría con la libertad de movimientos, los personajes cómicos Ping, Pang y Pong están exentos de esta castración, ya que tienen la posibilidad de observar desde fuera a los personajes; la decisión no es casual ya que entronca con el bufón del rey Lear —a su vez enraizado en la Comedia del Arte—el cual, gracias a su condición de loco, no es castigado por lo que dice y conserva una clarividencia mayor a ladel resto de personajes shakesperianos.

   La dualidad entre los elementos visuales y auditivos puede señalarse como la tercera constante del teatro de Wilson. Aquí es necesario hacer extensiva la reflexión a todo su trabajo, desde los primeros espectáculos tipo performance —con especial mención a Deafman Glance— hasta montajes de óperas de Monteverdi o Debussy, pasando por las obras directamente estrenadas con puesta en escena de Wilson, tales como las distintas colaboraciones con, entre otros, Philip Glass y Heiner Müller. Wilson incorporó paulatinamente el texto a sus producciones, siempre desde la desconfianza hacia el poder comunicativo de las palabras, y ha pasado los últimos 50 años perfeccionando una estética en la que el movimiento, la escenografía y el vestuario –como elementos visuales—discurren en paralelo al discurso sonoro formado por la música y el texto, si lo hay. Se observaque en Wilson hay un refinamiento pero no un cambio en su concepción de la puesta en escena al incorporar el texto como una capa más de estímulo, o al «confrontar a los clásicos» [La expresión «confrontar a los clásicos» ha sido extraída de The theatre of Robert Wilson, de Arthur Holmberg]. Así, el director escénico trata con cautela los posibles significados del texto, lo que lleva a que la relación entre los elementos visuales y auditivos sea algo débil y esquiva, en ese afán de ofrecer múltiples sugerencias al espectador en lugar de ponerle en bandeja su propia interpretación analítica de la obra.


   En el aspecto visual, la escena wilsoniana cuenta con tres elementos esenciales: la geometría, la composición y la luz. Los recursos geométricos los constituye el contraste entre los contados elementos escenográficos —en el caso de Turandot, el más destacado es un bosque dendrítico compuesto por una sucesión de telones transparentes con formas recortadas— y las marcadas líneas del vestuario, para las cuales se ha contado con Jacques Reynaud, colaborador habitual de Wilson. La composición, si bien no puede funcionar con independencia de la geometría y la luz, adquiere un especial protagonismo con la presencia de los coros y la sensación permanente de tableau vivant, que ha llevado a las denominaciones de «teatro de las imágenes» y «teatro visual o pictórico» [Estas expresiones han sido utilizadas por Stefan Brecht y John Rockwell, entre otros.]. Por último, el uso de la luz que colorea la escena y configura su evolución temporal y espacial es, posiblemente, el sello más reconocible de Wilson; los recursos lumínicos permiten crear un cambio extremadamente lento pero constante, evitando caer en la monotonía. Se ha escrito mucho acerca de la luz en Wilson, del poder del libreto visual para configurar los espacios y las densidades atmosféricas, de cómo la luz sirve para llevar la atención de la escena general a un detalle concreto del actor [En esta línea, es especialmente revelador el estudio realizado por Miguel Morey y Carmen Pardo, así como las apreciaciones de Serge Von Arx, colaborador de Wilson en distintos proyectos]. La luz actúa como un intérprete más, revelando y matizando, pero lo hace desde la abstracción; escapa a un uso simbólico unívoco de colores e intensidades, y evita guiar al público.


   En las líneas anteriores se ha hecho un repaso a la técnica escenográfica de Wilson, a sus recursos. Llegados a este punto, cabe preguntarse qué espera el espectador de ópera al asistir a una nueva puesta en escena de Turandot. ¿Desea que la producción siga un estilo que acompañe a la música, que refuerce el texto y la conversión de la gélida princesa gracias al amor? ¿Acaso busca una ilustración narrativa, en la que los personajes transmitan sus sentimientos por medio de su actuación tanto como de su canto? ¿Quizá una visión personal del director de escena, que proponga un significado concreto a cada parte de la fábula? En función de las respuestas a estas preguntas, es esperable que la visión de Wilson —que se mantiene al margen de todas estas cuestiones, salvo quizá del empleo de simbología de la fábula para construir el carácter inhumano de Calaf y Turandot— defraude o incluso irrite a muchos. La crueldad de la princesa de hielo y sangre —se podría interpretar el rojo del vestuario de Turandot como una antesala de su pasión, si bien en Wilson parece más el recuerdo de sus sanguinarios inicios— se pone en relación con su venganza simbólica antes que con cualquier contenido mortal; no más humano es un Calaf que pone en riesgo a todo Pekín y no pestañea —casi literalmente— al ser el causante de la muerte de Liú por su aspiración de conquista. Si de algo es posible acusar a Wilson es de enfrentarse a Turandot, de no creerse una redención romántica que parece presente en el discurso musical y en el libreto. Sin embargo, si lo que se busca es presentar una visión que permita al público decidir por sí mismo si Turandot es finalmente humana o permanece de hielo solo con ayuda de la música, es indudable la maestría de Wilson para permanecer al margen y, al mismo tiempo, firmar un personalísimo discurso visual sobre el material sonoro de Puccini.    

Foto: Javier del Real

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