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Crítica: Alexandre Desplat dirige a la Sinfónica de Barcelona

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Autor: Iván Sánchez-Moreno
30 de diciembre de 2016

HOLOCAUSTO EN HOGARTHS: DESPLAT POR DESPLAT

   Por Iván Sánchez-Moreno
Barcelona. 22-XII-16. Orquesta Sinfónica de Barcelona (OBC). Director musical: Alexandre Desplat. L’Auditori (Barcelona).

   
El aclamado Alexandre Desplat dirigió el pasado 22 de diciembre su propia obra al frente de la Orquesta Sinfónica de Barcelona (OBC), centrando el repertorio exclusivamente en el cine anglosajón de las últimas décadas. 

   El genio, que ha avivado siempre intensos debates entre filósofos y psicólogos del arte, es tan inconstante en la biografía de los artistas como lo es el amor en la vida de los grandes amantes. No hay obra completa que adolezca de períodos más brillantes que otros, por más o menos prolífica que aquélla haya sido. En el terreno musical, durante el Clasicismo era el salto sinfónico lo que ponía a prueba el talento de un compositor, mientras que el Romanticismo convertía la ópera en el más duro examen crítico y popular respecto al genio de un músico. En el siglo XX, en cambio, la introducción del cine permitió a muchos autores mediocres despuntar en un medio que hasta entonces nadie había explotado en la historia de la música.

   Por desgracia, la cosa comenzó a decaer en el cambio de siglo. Un especialista en la materia como es Álex Gorina –descendiente del crítico y musicólogo Manuel Valls Gorina– así lo advertía en el programa de mano del concierto que ahora nos ocupa: las partituras escritas para la gran pantalla hace tiempo que dejaron de ser interesantes, sumiéndose en un rápido declive del que no son del todo culpables los compositores que se dedican a ello. A juicio de quien esto suscribe, dos son las principales causas de esta crisis compositiva: por un lado, muchos autores de bandas sonoras malacostumbran a ciertos directores con más fama que prestigio rellenando con excesos musicales un metraje cuyas imágenes dejan frío al espectador, cuando no transmiten algo más que un bostezo y mucha indiferencia; por otra parte, el mercado se hincha con grabaciones discográficas editadas sin un criterio selectivo y cuyo contenido guarda no sólo los temas principales de la película, sino también sus infinitas variaciones, estirando hasta el hartazgo un simple leitmotiv que, a base de insistencia, acabe calando con machaconería en la memoria del espectador. En ambos casos, el autor de bandas sonoras para el cine suele escribir con el piloto automático puesto, como le ocurre a la gran mayoría.

   Por supuesto, Alexandre Desplat no es el único al que le pasa: Dario Marianelli, Hans Zimmer, James Horner, Howard Shore, Carter Burwell y tantos otros son ejemplos actuales de lo que decimos. En la carrera profesional de muchos de ellos hay un claro antes y después de su salto transatlántico, despersonalizando –quizá a su pesar– su propio estilo para acabar componiendo según los gustos de un público homogéneo. Dicho proceso da por resultado una música impersonal y funcional, creada únicamente para indicarle al espectador dónde y cómo tiene que emocionarse a cada momento. Desgraciadamente, la música escrita para la gran pantalla en las últimas décadas ya no distingue entre géneros cinematográficos, principalmente porque los realizadores del film quieren acaparar toda la atención del público, aunque sea a costa de epatar sus sentidos a lo largo de dos o más horas de duración de un concatenado de escenas de acción sin descanso. En consecuencia, escuchar una BSO sin apoyo visual de ningún tipo termina confundiendo al oyente hasta el punto de no saber si aquello pertenece a una película infantil, una escena de terror, un drama pasional o un thriller de suspense.

   El concierto de Alexandre Desplat del que estamos hablando no se ahorró la sensación de asistir a un encadenado de piezas intercambiables que carecían de suficiente independencia de las películas que acompañaban para adquirir su merecido valor. Al respecto, el oyente distraído no alcanzaba a situarse en el dictado del programa de mano a menos que ya conociera de antemano la correspondencia entre los títulos. Al final daba igual si lo que Desplat dirigía era La joven de la perla (2003) o El discurso del rey (2010), distinguibles sólo porque les separaba entre sí un descanso de 20 minutos. Peor suerte corrieron piezas como las de El escritor (2010) y The Imitation Game (2014), que bien podrían intercalarse en un western crepuscular como en un film actual de piratas o de ciencia-ficción si no leyéramos sus títulos. Para The Queen (2006) y Philomena (2013), ambas dirigidas por Stephen Frears, al presentarse barajadas en una sola suite, la confusión fue todavía mayor.

   Sin duda alguna, lo más interesante de Desplat lo hizo tiempo atrás en Europa, antes de instalarse con éxito en EEUU y comenzar a acumular incansables premios y encargos por un tubo. En apenas tres lustros ya cuenta con ocho nominaciones y un Oscar –que obtuvo por el sobrevalorado Gran Hotel Budapest (2014)–. Hasta entonces, Desplat sobresalía notablemente por un estilo que combinaba con inteligencia aires de tango y jazz y sabía reírse de formas acarameladas como el vals y otros bailes de salón. Su vinculación con el Traffic Quintet liderado por la violinista Dominique Solrey Lemonnier fue crucial para forjarse una personalidad muy marcada en sus inicios por sus propias querencias francófilas, con Ravel y Debussy como máximos referentes. Muestras de su catálogo particular como Nouvelle Vagues (Naïve, 2007) y Divine Féminin (Decca, 2009), al frente del citado Traffic Quintet, prueban su maestría como arreglista de músicas ajenas, aprendiendo de otros popes mejor consagrados como Ennio Morricone, Gato Barbieri, Bernard Herrmann y, sobre todo, George Delerue y Maurice Jarre, como veremos más adelante. Este eclecticismo en su formación musical también se dejó seducir por la música brasileña, trabajando con Carlinhos Brown.

   Nada de ese fresco pasado iba a tener cabida en este concierto, salvo un breve caprichito en medio del programa que pretendía ser un homenaje tibiamente experimental a su admirado Debussy: Pélleas et Mélisande para flauta y orquesta, donde Desplat trató de sacarle punta al juego melódico entre disonancias. La OBC, poco apropiada para el repertorio escogido, ganaba enteros cuando se reducía drásticamente la instrumentación en ciertos pasajes –caso de Birth (2004)–, aunque tuvo que verse reforzada con un bajo eléctrico para puntuar los graves entre el maremágnum que parecía emerger del escenario en muchas ocasiones. Por descontado, a nadie se le escapó que abrir con Crepúsculo (2009) y cerrar el concierto con Harry Potter (2010) no ocultaba las verdaderas intenciones comerciales del evento, intentando atraer a un público amplio y, a ser posible, muy fan de las citadas películas, aún a costa de atiborrar el resto del programa con piezas de relleno concebidas con los moldes de la fábrica hollywoodiense.

   Si algo identifica de manera destacada el arte de Desplat es el recurso de marimbas y triángulos –la sombra minimalista de Steve Reich parecía asomar por doquier–, un elemento que a la media hora ya se había vuelto a todas luces cansino. Con sutiles detalles percusivos, Desplat conseguía combinar melodías sencillas y repetitivas con un ritmo muy marcado, como viene siendo habitual en los últimos trabajos de Philip Glass para el cine –a Diario de un escándalo (2006), El ilusionista (2006) y El sueño de Casandra (2007) me remito, por ejemplo–. La otra gran característica de Desplat es su poco disimulada deuda con el estilo de George Delerue y, en menor medida, otro gran compositor francés que se apalancó demasiado pronto en algún confortable sofá americano: Maurice Jarre.

   Delerue es una referencia obligada cuando Desplat se pone intimista –en las arpas y las flautas es donde más se nota–. Cuando no, Desplat se pierde por excesos épicos sin alcanzar las riendas de Jarre, sonando al final como un elefante colándose en una cacharrería. Si bien se aproxima a la belleza amable del primero, no logra pasar de lo cursi cuando se aventura por derroteros más serios y dramáticos. No en vano, una vecina de butaca había confundido con oído fino El paciente inglés (1996) de Gabriel Yared con el Benjamin Button (2008) del propio Desplat. He aquí una prueba más de la impresión de déjà vu que inspira la música del francés.

   La otra gran influencia confesada por Desplat es John Williams. Pero contra todo pronóstico no es en los vientos donde aquélla predomina, sino en las cadencias de las cuerdas, que bien podrían pasar incluso por guiños al John Barry más meloso. Por el contrario, en títulos como Godzilla (2014) o Harry Potter y las reliquias de la muerte (2010), Desplat parecía haber bebido de las mismas aguas que Danny Elfman a la hora de escribir Hulk (2003) o El planeta de los simios (2001) o Jerry Goldsmith cuando compuso Desafío Total (1990). En ambos casos, Desplat despachó una música tan escandalosa formalmente como escandalosamente vacía sin su acompañamiento visual, pudiéndose rebautizar sin ningún problema como Holocausto en Hogwarts, El empalador del quidditch o Harry y Godzilla se lo montan.

   Donde aún despuntaba el genio de antaño fue en la suite orquesta en la que Desplat embutió toda la música de Birth (2004), respetando toda la delicadeza de su tema principal: cuatro flautas cabalgando al unísono con un triángulo marcando obsesivamente el compás –una reminiscencia de la neurosis que sufre la protagonista de la película–, antes de que se introduzcan los vientos en una fanfarria al estilo de John Adams. El agotador abanico de percusiones reforzaba los elementos oníricos de la imposible historia de amor que se narra en el film, mientras que la repesca de El Gran Hotel Budapest (2014) rompía con la diferencia del resto del programa. Planteando un tono más desenfadado y juguetón, cercano al Nino Rota felliniano o al de Joseph Kosma cuando le llegaba algún contrato para la gran pantalla, Desplat hacía intervenir mandolinas y puntuales campanitas tubulares para caricaturizar luego su propio tema embadurnándolo de exagerado sinfonismo, algo muy del gusto de Wes Anderson, director de la película en cuestión, capaz éste de combinar lo esperpéntico con lo pomposo y la astracanada con la soberbia.

   Desplat regaló a la concurrencia dos bises más que se perdieron en seguida por meandros harrypotteros, atronándolo todo de nuevo. Mucho repertorio se quedó fuera de un programa demasiado centrado en el narcisismo norteamericano: no sonaron The Painted Veil (2006), El árbol de la vida (2011), Argo (2012), Monuments Men (2014), Rise of the guardians (2012), Fantastic Mr. Fox (2009), más un largo etcétera. Pero en realidad, lo que se echó más de menos fue una selección más variada, esto es, europea. ¡Cuán lejos quedaba este Desplat del que una vez encumbró su genio!

 

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