Por Raúl Chamorro Mena
Barcelona. 14-VII-2019. Gran Teatro del Liceo. Luisa Miller (Giuseppe Verdi). Sondra Radvanovsky (Luisa Miller), Piotr Beczala (Rodolfo), Michael Chioldi (Miller), Dmtry Belosseslkiy (Conde Walter), J’Nai Bridges (Duquesa Federica), Marko Mimica (Wurm), Gemma Coma-Alabert (Laura), Albert Casals (Un aldeano). Coro y Orquesta del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: Domingo Hindoyan. Dirección de escena: Damiano Michieletto.
Sobradamente conocida es la devoción de Verdi por la obra de William Shakespeare, sin embargo, y si dejamos de lado el fallido Rey Lear que nunca logró culminar, sólo tres de sus óperas se basan directamente en textos del Bardo de Avon, Macbeth, Otello y Falstaff. Una más, cuatro, son las creaciones teatrales verdianas que se basan en obras de Friedrich Schiller (1759-1805), a saber, Giovanna d’Arco, I Masnadieri, Don Carlo y esta Luisa Miller, cuya primera de la serie de 10 representaciones con la que concluye el periplo de Christina Sheppelmann como directora artística del Liceo de Barcelona, alcanzó un muy apreciable nivel, nada fácil de lograr hoy día en este repertorio y, sin ir más lejos, claramente superior al del Trovador que se está representando en el Teatro Real de Madrid.
En esta ocasión el libreto de Salvatore Cammarano bebe del drama Kabale un Liebe (Intriga y amor), texto de gran carga política, que expone las tremendas diferencias sociales y el abuso de poder que ejercen los privilegiados sobre los menos favorecidos que, sin embargo, demuestran la mayoría de las veces, una mayor nobleza y grandeza moral que aquéllos que la tienen, supuestamente, atribuida por simple nacimiento. De todos modos, el experto libretista que era Cammarano se aparta del sustrato político y se centra en la pasión amorosa, como era habitual en los compositores operísticos protorrománticos italianos (Bellini y Donizetti serían los buques insignia). Por su parte, tal y como expresa el ilustre verdiano Massimo Mila, Verdi encauza o reconduce ese conflicto de clases que expone Schiller en la Manzoniana lucha entre lo justo y lo injusto, más concretamente entre jóvenes –con sus sentimientos puros, inocentes, generosos, apasionados, desinteresados- y adultos -sometidos a las convenciones, a los prejuicios y a sus ambiciones personales. Luisa Miller se estrena a finales de 1849, por tanto, ya queda atrás el revolucionario 48, la vena patriótica risorgimentale, la exaltación reivindicativa de la libertad nacional, por lo que la creación Verdiana tomará otro rumbo más íntimo e introspectivo, más centrado en la psicología de los personajes y que pronto dará lugar a la inmortal «trilogía popular». Verdi y Cammarano nos dejan, de todos modos, en Luisa Miller un pasaje concentrado en la lucha por el poder, el tan espléndido como soprendente y original dúo de los dos bajos, el Conde Walter y Wurm, por el que nos enteramos de los siniestros procedimientos que utilizó el padre de Rodolfo para hacerse con el señorío y que su hijo Rodolfo conoce. Un Verdi más maduro, continuando una senda también apuntada en alguna otra ópera como I Due Foscari, entrará de lleno en harina política y las luchas por conquistar el poder y mantenerlo con óperas mayúsculas como Simon Boccanegra y Don Carlo.
Asimismo, encontramos una figura esencial en la creación verdiana, el padre, las relaciones paterno-filiales, y por partida doble, pues los dos enamorados, Luisa y Rodolfo, no podrán concretar sus sentimientos a causa de sus padres, recelosos de su amor y que pretenden evitarlo. En la circunstancia, según manifiesta el mismo en el programa editado por el teatro, de que el anciano ex soldado Miller y el Conde Walter sean las dos caras de la misma moneda basa su producción (procedente de la Opernhaus de Zurich donde se estrenó en 2010) el director de escena veneciano Damiano Michieletto, que apoyado en una escenografía de su habitual colaborador Paolo Fantin plasma esa doble realidad, mediante dos camas, dos mesas con sus sillas (más modestas, eso sí, las de Luisa y su padre para indicar la diferencia social de ambas familias), dos muchachos (que representan a Luisa y Rodolfo niños) que pululan por el escenario de manera inopinada… En fin, la idea se agota rápido, no da para más y queda reducida en una agotadora e invasiva plataforma circular que gira una y otra vez, además de unas sillas en un nivel superior del escenario y que nadie sabe que quieren decir, los referidos niños que aparecen y desaparecen, que van y vienen, así como una caracterización de personajes y movimiento escénico prácticamente, inexistente. Eso sí, hay que subrayar que el montaje no estorbó y permitió que los artistas cantaran casi siempre delante y pudiéramos disfrutar de una estupenda noche verdiana. Porque, efectivamente, si en todo el género lírico los cantantes son importantísimos, en repertorio italiano son fundamentales y, con los peros que quieran, la pareja protagonista de esta Luisa Liceística funcionó notablemente junto a una muy estimable dirección musical de Domingo Hindoyan.
A Piotr Beczala le falta arrebato, carisma, efusión juvenil y sus agudos no terminan de girar, un tanto abiertos además de faltarles punta y expansión tímbrica, pero es complicado hoy día, yo diría imposible, encontrar un tenor que cante la inspiradísima aria «Quando le sere al placido» con el legato, gusto y musicalidad que demostró el polaco, contrastando, además, la segunda estrofa a media voz y todo ello después de un recitativo acentuado con incisividad. La muy espinosa cabaletta subsiguiente «L’ara o l’avello apprestami» le puso en apuros y sólo abordó una estrofa, pero la defendió con entrega. Elegante, con un fraseo bien cuidado, delineó la melodía un tanto danzística con la que Verdi contrasta el dramatismo del momento en el dúo con Federica, con quien está prometida desde niño, pero que rechaza porque ama a Luisa. Junto al Maurizio de Sassonia de Adriana Lecouvreur es Rodolfo el papel que más me ha gustado de todos los que he visto a Beczala en vivo.
Tampoco se puede negar el placer de escuchar una voz tan grande como la de Sondra Radvanovsky plegarse y defender coloratura de impronta belcantista como la de la escena de salida de Luisa (un cuadro pastoril bucólico y aldeano que nos recuerda inmediatamente La Sonnambula) o la del maravilloso dúo con su padre en el acto tercero, además de filar y mostrar una gran gama dinámica, al mismo tiempo que emite notas que apabullan una sala tan grande como el Liceo y despeinan hasta los que se sientan en galería (como los sonidos que lanzó en el concertante final del acto primero sepultando a todos). Ese caudaloso y robusto material se encontró más en su salsa en el acto segundo con la intensa, agitata, además de central y grave de tesitura, aria «Tu puniscimi oh Signore» y la vibrante cabaletta «A brani, a brani oh perfido», donde Radvanovsky fue capaz de apianar hasta extremos sorprendentes teniendo en cuenta las dimensiones de su instrumento. Muy entregada también en la escena en que se enfrenta a su rival, la Duquesa. Quizás, en el aspecto interpretativo no se apreciara completamente la evolución entre la muchacha ingenua del comienzo y la mujer llena de dolor y sufrimiento posterior, pero la expresión de la soprano de Illinois es siempre franca, entregada, sin postizos ni reservas y hay que subrayar, además, la gran química teatral que tiene con Piotr Beczala que culminó en una espléndida escena final, que más adelante volveré a comentar, porque protagonistas y batuta hicieron justicia a semejante monumento verdiano.
El resto del elenco bajó el nivel, pero dentro de lo aceptable, como un digno y voluntarioso Michael Chioldi, de emisión retrasada y mejorable articulación del italiano, además de timbre árido, pero que cantó, a falta de clase o especial nobleza, con sentido de la línea, además de mostrarse sincero en la faceta expresiva. Decepcionante el bajo ruso Dmtry Belosselskiy, apretado en los ascensos, muy discreto en su aria. Sólo una voz que suena a bajo y poco más. Marco Mimika, que habitualmente afronta papeles que requieren un refinamiento y modos patricios, de los que carece, por fin se encontró en su salsa como el pérfido Wurm. La mezzo estaodunidense J’Nai Bridges apenas pudo oponer un timbre oscuro y de cierto atractivo a la descolocación y línea canora irregular que presidieron su actuación. Por cierto, su papel, la duquesa Federica, prometida a Rodolfo desde su niñez y, por tanto, rival de Luisa, debería haber sido mucho más largo, pero la voluntad de Verdi hubo de plegarse al hecho de que el Teatro San Carlo de Nápoles no disponía de otra cantante femenina de nivel, aparte de la prima donna Marietta Gazzaniga. Sólidos y de intachable profesionalidad los secundarios interpretados por Gemma Coma-Alabert y Albert Casals.
El venezolano Domingo Hindoyan completó una muy apreciable labor, de menos a más. Una obertura muy discreta con una prestación orquestal que no anunciaba nada bueno y una escena inicial más bien anodina, además de un concertante del acto primero falto de progresión, dieron paso a un acto segundo en el que subió muchos enteros el voltaje dramático. La orquesta se fue afianzando, el coro pareció algo recuperado respecto a las últimas veces que le había escuchado y la dirección de Hindoyan, creciendo en tensión, culminó en un espléndido acto tercero y una magnífica escena final, en la que se vivió con intensidad la emoción, progresión y fuerza dramáticas propias del enorme talento verdiano.
La escena final sublime de esta ópera, una de las cumbres del talento verdiano como hombre de teatro, nos demuestra que le sobran Michielettos, registas supuestamente sabios y demás zarandajas. Orquestación, escritura para la voz, recitativo convertido en un declamado melódico con enorme carga expresiva, el profundo sentido de la «parola scenica» -todo ello en perfecta imbricación- nos conducen por las sendas de la emoción e inexorable progresión dramática a un final de un clímax y fuerza teatral irresistible con los dos enamorados despojados de la vida terrenal, pues su amor sólo podrá plasmarse en otra dimensión, es decir, el sempiterno concepto del amor romántico. ¡!!Y Verdi aún no había llegado a componer la «trilogía popular»!!! Todo este perfecto engranaje músico-dramático-teatral fue impecablemente expuesto por batuta y protagonistas, especialmente Sondra Radvanovsky y Piotr Beczala con una gran química y entrega dramáticas que se combinaron con su notable actuación vocal, que les permite afianzarse como, probablemente, los dos cantantes (junto a Irene Theorin en repertorio alemán) más queridos por el público Liceísta en los últimos años.
Foto: A. Bofill
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