CODALARIO, la Revista de Música Clásica

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Crítica: La Real Orquesta Sinfónica de Sevilla cierra su temporada con la «Novena» de Beethoven

9 de julio de 2021

Prosaico cierre de una temporada atípica

Por Álvaro Cabezas | @AlvaroCabezasG
Sevilla, Teatro de la Maestranza. 8-7-2021. 9.ª sinfonía, en re menor, Op. 125, «Coral», de Ludwig van Beethoven. Raquel Lojendio, soprano; Cristina Faus, contralto; Juan Antonio Sanabria, tenor; José Antonio López, bajo; Coro de la Asociación de Amigos del Teatro de la Maestranza; Juan Luis Pérez, director del coro; Real Orquesta Sinfónica de Sevilla; Juanjo Mena, director de orquesta.

   La 9.ª sinfonía de Beethoven, por su carácter festivo, pero también por su duración, suele programarse para inaugurar o cerrar temporadas, como ha sido el caso en Sevilla, pero también para celebrar los finales y los inicios de cada año, para lanzar un grito de esperanza ante determinadas situaciones políticas –algunos recordamos la parsimoniosa versión que Leonard Bernstein dirigió de la obra unos días después de la caída del Muro de Berlín–, o, en última instancia, con la pretensión de celebrar la vida con alegría y sentido de la trascendencia. Por no tratarse de una obra cualquiera, sino por ser un referente indiscutible de la alta cultura europea –incluso para los no melómanos que ayer llenaron el Teatro de la Maestranza–, puede combinarse con otras según la oportunidad y pertinencia. Una de las últimas veces que se interpretó por parte de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla fue para cerrar la temporada 2014/2015 en un acto que sirvió para despedir a Pedro Halffter de la titularidad de la formación y celebrar el LXX aniversario del final de la II Guerra Mundial. En esa ocasión se combinó con Un superviviente de Varsovia de Arnold Schoenberg, probablemente deseando que la Oda a la alegría de Schiller procurara un efecto taumatúrgico sobre los tenebrosos recuerdos del gueto que sufrió la capital polaca. En otras ocasiones, dentro de los ciclos temáticos de Beethoven, se ha emparejado con la 8.ª sinfonía, de corta duración –así lo hacía Lorin Maazel–, incluso con el Concierto para piano n.º 2 –como lo dispuso Claudio Abbado alguna vez–. Quizá asistir a un programa donde se concierten la Fantasía Coral –con la que tanto espíritu comparte–, y la 9.ª sinfonía debe ser una de las grandes experiencias musicales para un amante de la música beethoveniana. Ayer, como en casi toda la temporada a causa del protocolo anticovid, se optó por conformar un espectáculo que no superara la hora y cuarto en total.

   Juanjo Mena debutó con la Sinfónica en la extraña gala con la que el Teatro sevillano celebró su XXX Aniversario los pasados días 1 y 2 de mayo. Las últimas temporadas han estado marcadas por la valorización de determinadas batutas españolas que no habían comparecido en Sevilla con anterioridad –Alfonso Casado, Lucas Macías Navarro, Pablo Heras-Casado al inicio de 2020, Juanjo Mena en la ocasión señalada–, y aunque se nota la falta de Guillermo García Calvo, otro director que triunfa fuera de nuestras fronteras, la presencia de Mena por segunda vez en el plazo de pocos meses es una buena noticia pues, no obstante, se trata de un músico de acreditada experiencia y solvente trayectoria artística. Sin embargo, en la tarde de ayer, eché en falta un poco más de imaginación en el tratamiento interpretativo de esta obra por su parte. Es cierto que la 9.ª de Beethoven entraña una enorme dificultad para todos los componentes implicados, pero se trata de una pieza tantas veces grabada y referenciada que puede resistir con éxito distintas lecturas, incluso opuestas entre sí. Tampoco creo sea posible –ni aconsejable–, recrear las esencias de la obra en tal grado que puedan cambiar los paradigmas que fijaron –cada cual a su manera–, Furtwängler, Karajan, Bernstein, Harnoncourt o Rattle, pero sí se me antoja deseable se pueda extraer más del tuétano de una obra de tan excelsa calidad. La orquesta no parecía muy inspirada. Salvo los metales, que dieron una lección soberana de buen hacer y perfecta ejecución, parecía un tanto aletargada por el calor de julio, como si anduviera siempre a la zaga del imperioso gesto del director, que pedía con frecuencia más intensidad y contrastes. Las intervenciones de los instrumentos solistas, nada distintivas, se perdieron en el totum revolutum en que se convirtió una interpretación de 65 minutos, de tiempos rápidos –pero no por ello participante de las prácticas «históricamente informadas»–, que resultó más bien convencional y prosaica por momentos. Esta condición, que puede admitirse en otro tipo de obras, quizá no deba darse con una música tan extraordinaria como esta, máxime cuando se quería cerrar con ella una temporada de resistencia a la pandemia, enarbolando una bandera simbólica de reivindicación cultural, garantía de esperanza y continuidad en el futuro. Hubo momentos destacados por su belleza: tras un rígido primer movimiento, el segundo y el tercero tuvieron pasajes emocionantes, sobre todo cuando la cuerda comenzó a sonar más empastada y sedosa.

   Finalmente, el nivel subió con la participación de los solistas y el coro. No siempre pudo Mena concertarlos a todos sin determinadas mezclas, quizá provocadas por la falta de familiaridad con la acústica del coliseo sevillano, quizá por la incongruencia que suponía la utilización de distintas versiones de la partitura: unos tenían la de Jonathan Del Mar y otros no. La intervención del bajo José Antonio López fue muy destacada, matizada y teatral, respondida por un coro de voces amortiguadas por la mascarilla y preparado para la ocasión por el maestro Juan Luis Pérez, un seguro de lujo para la orquesta desde sus años iniciales. Cristina Faus y Juan Antonio Sanabria pasaron más desapercibidos y su participación quedó en parte disuelta por el conglomerado que hizo Mena en el último movimiento, demasiado apabullante, histérico y efectista. Raquel Lojendio, habitual colaboradora de Mena, aportó con su interpretación curiosos detalles dramáticos que sirvieron para contextualizar la obra en su medio artístico: por supuesto no surgió de la nada como si estuviera aislada en el ambiente compositivo de su tiempo, sino que respondía con lógica, sobre todo en el finale, al mundo del singspiel vienés y con las pretensiones musicales de los círculos más progresistas que bullían en la capital austriaca en el momento de su estreno.

   En cualquier caso, el público respondió con una explosiva ovación que, al contrario que otras veces, terminó rápida y certeramente, sin palmas por sevillanas, como si con ese aplauso se quisiera cerrar definitivamente esta temporada que, aunque con detalles de interés, ha estado marcada por las situaciones de excepción por todos conocidas y que era, además, de transición entre una dirección musical pasada, la de Axelrod, y otra nueva y esperanzadora, la del tándem galo que conforman Soustrot y Plasson. «¡Oh amigos, dejemos esos tonos! ¡Entonemos cantos más agradables y llenos de alegría!», escribió Schiller en su Oda, y eso pareció indicarnos el concierto de ayer en Sevilla: que debemos mirar todos hacia el futuro e iniciar un viaje acompañados siempre por la música.

Fotografías: ROSS/Teatro de la Maestranza.

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