CODALARIO, la Revista de Música Clásica

Opinión

Obituario: «Gracias eternas, Doña Edita». Por Raúl Chamorro Mena

19 de octubre de 2021

«Desde la desaparición de Don Alfredo Kraus no sentía un vacío semejante, ese que dejan a un amante de la música los pocos artistas que logran llegar a nuestra alma, a todo nuestro ser».

Gracias eternas, Doña Edita

Por Raúl Chamorro Mena

   Algo más sereno, pero aún consternado e invadido por la más profunda tristeza, dado el repentino e inesperado fallecimiento de Edita Gruberova, escribo estas líneas como modesto tributo a una cantante histórica, que me ofreció, además, inovidables noches de ópera las 37 veces que pude verla en un teatro.

   Desde la desaparición de Don Alfredo Kraus no sentía un vacío semejante, ese que dejan a un amante de la música los pocos artistas que logran llegar a nuestra alma, a todo nuestro ser. Eso sí, inmediatamente llega el consuelo, porque Doña Edita ya es eterna y se acaba de instalar en el Olimpo del canto. Nos ha dejado su legado en forma de registros discográficos, oficiales y en vivo, videos, DVD… para que todo melómano y especialmente las nuevas generaciones puedan admirar una técnica inigualable y un concepto del canto, de la ópera, propia de una diva de verdad y que se pierden con ella. Insisto una vez más, diva en su acepción originaria y sublime, no el concepto peyorativo, de caprichosa o insolente, que pretenden dar a este término hoy día los que dominan el cotarro operístico, sencillamente porque no existen, practicamente, artistas que merezcan el mismo y hay que vender la pléyade de cantantes mediocres que se afanan por imponer, encumbrando con ello otro concepto, más triste, el de «camelodivos».

   No me extenderé en el capítulo biográfico porque pueden consultarlo en cualquier lugar de la red. Edita Gruberova nació el 23 de Diciembre de 1946 en Raca, una localidad próxima a Bratislava. Después de estudiar en el conservatorio de esta ciudad, debutó en la misma en 1968 como Rosina de El barbero de Sevilla de Rossini. Después de formar parte del grupo de teatro de la ópera de Banská Bystrica y debutar en dicha ciudad la Violetta de La Traviata el mismo año 1968 –existe video de la retransmisión televisiva– se produce un paso fundamental en su carrera, su llegada a Viena, lo que le permite, por un lado, perfeccionar su técnica con la mítica Maestra de canto Ruthilde Boesch y, por otro, ingresar en el ensemble de la Ópera estatal de Viena, donde combina, en los primeros años, papeles protagonistas como su mítica e insuperable Reina de la Noche de La flauta mágica, con secundarios con los que va cimentando su experiencia teatral, además de poder codearse junto a los grandes de la época. Asimismo, resulta fundamental su encuentro con Karl Böhm para abordar el papel de Zerbinetta de Ariadne auf Naxos, otra joya de la carrera Gruberoviana, que junto a la mencionada Reina de la Noche, mantuvo en repertorio un asombroso período de tiempo, inigualado por ninguna soprano. «¡Qué pena que Richard no pueda escuchar esto!» exclamó Böhm, refiriéndose a su gran amigo, el gran músico bávaro. Durante los años 70  y primeros 80 se producen los debuts de la Gruberova en el MET de Nueva York [1977, Reina de la Noche], Scala de Milán [1978, Konstanze, El rapto en el serrallo] y Covent Garden de Londres [Giulietta de Capuleti e i Montecchi, 1984].

   La voz de Edita Gruberova se encuadraría en origen en la categoría de soprano lírico-ligera de coloratura, si bien desde el primer momento, el timbre tuvo una personalidad y una consistencia que le alejaba de la liviandad de las sopranos más puramente ligeras. Una técnica descomunal le permitía un dominio absoluto de la coloratura, especialmente la aérea –escalas, notas picadas, arpegios, efectos eco, trinos…, esto último prácticamente ha desaparecido incluso en las sopranos de este rango vocal– y un registro agudo y sobreagudo rutilante, pletórico de squillo y penetración tímbrica. Quién haya escuchado los agudos de la Gruberova en teatro, no podrá olvidar jamás esas explosiones de sonido, cómo la nota crecía y llenaba el teatro para asentarse en la bóveda de la sala. Asimismo, esa técnica prodigiosa se traducía en un control absoluto de la emisión, siempre mórbida y flexible, y la columna de aire, que conllevaba una asombrosa capacidad para regular el sonido y una gama dinámica infinita, con ataques en un suspiro, filados que dejaban a uno pegado en su butaca, deslumbrante uso de la messa di voce –atacar una nota en piano, llevarla al forte para volver a smorzarla, a reducir la intensidad del sonido y regresar al piano– y legato de alta factura. En la última fase de su carrera se le acusaba de excesivo uso del portamento, bueno, todos los grandes artistas de todos los ámbitos tienen una fase manierista. Doña Edita también y era tan grande, que ese manierismo fue personal y siempre dentro de un discurso impecablemente musical que se combinaba con la excitación que provocaba en el público una cantante que siempre se lanzaba al más difícil todavía apelando a la condición de sublime, de excepcional, de inalcanzable, que siempre ha rodeado a la gran diva de ópera.

   Esa técnica e inteligencia musical fueron también el bastión de una carrera sensata e inteligente, en la que la voz fue ganando cuerpo, como es habitual, por el transcurso del tiempo, sin forzarla ni falsearla jamás y sin perder coloratura y agudo, lo que le permitió abordar papeles de más fuste como las protagonistas de las Donizettianas Roberto Devereux, Anna Bolena y Lucrezia Borgia, incluso Norma de Bellini. En cuanto al aspecto interpretativo, sin disponer de un afilado instinto dramático, siempre atesoró una gran personalidad en escena, un especial sentido del humor para los papeles cómicos y un sustrato dramático que fue ganando con los años y culminó con esa gran creación, que llegó a afrontar más de 150 veces, de un papel tan complicado tanto vocal como dramáticamente –ni la Sutherland se atrevió con él– como la Elisabetta de Roberto Devereux de Donizetti, papel que le ví un total de 7 ocasiones en teatro y se encuentra entre mis más memorables experiencias en vivo durante los casi 33 años que asisto a representaciones operísticas.

   Entre sus papeles más destacados hay que indicar, cómo no, la tantas veces mencionada Reina de la noche de La flauta mágica –preservada en incontables registros tanto oficiales, como en vivo y videográficos–, la también Mozartiana Konstanze de El rapto en el serrallo –imprescindible su DVD oficial de 1980 con Karl Böhm en el podio–, Donna Anna de Don Giovanni, además de ser intérprete insuperable de las exigentísimas arias de concierto del genio de Salzburgo. Cómo no, es obligatorio citar la Zerbinetta de Ariadne auf Naxos, Adele de El Murciélago, Lucia de Lammermoor de Donizetti y la Elvira de I Puritani. En este campo belliniano hay que añadir Amina de La Sonnambula, la protagonista de Beatrice di Tenda, Giulietta de Capuleti y en la última etapa de su carrera, la Norma, ejemplo de inteligencia y sabiduría técnica para abordar un papel paradigma de la soprano assoluto o dramática de agilidad. Fundamental la llamada trilogía Tudor de Donizetti (Maria Stuarda, Anna Bolena, Roberto Devereux) y las también Donizettianas Linda de Chamounix, La Fille du regiment y Lucrezia Borgia. En campo Verdiano destacan su referencial Gilda de Rigoletto, su deslumbrante Oscar de Ballo in maschera grabado con Abbado y su Violetta de Traviata, monumental en el primer acto y notable en segundo y tercero, con una prestación que haría sonrojar a tantas y tantas que afrontan este papel, «por que yo lo valgo», como si fuera cualquier cosa. Es obligado citar también su preciosa Manon vienesa con producción de Jean Pierre Ponnelle comercializada en DVD oficial. No olvidar sus incursiones Rossinianas como la Rosina del debut, papel al que volvió en determinados momentos a lo largo de su carrera o su aproximación a Semiramide.

   Por supuesto, no comparto las opiniones que valoran, no les queda más remedio, sus creaciones en alemán y fruncen el ceño ante sus papeles italianos. En primer lugar, su legato, perfecta colocación, fusión de registros, homogeneidad vocal, morbidez, ductilidad y capacidad para regular el sonido son cualidades del más genuino canto italiano. En segundo lugar, Doña Edita cumplió una labor admirable de difusión en centroeuropa de mucho repertorio italiano hasta entonces inédito por esos lares, que cualquier amante de la ópera italiana debe, debemos, agradecer infinitamente. El Gran Teatro del Liceo de Barcelona fue otro de sus feudos y en el mismo protagonizó muchas noches memorables, de delirio colectivo, que incluía pancartas y octavillas de colores que llovían de los pisos altos y llenaban el escenario. Viví algunas de esas noches y constituyen recuerdos imborrables. En el Teatro Real de Madrid ofreció su paradigmática Lucia, dos funciones en concierto de Roberto Devereux –otra inolvidable creación– y tres recitales. Los que tuvimos la suerte de presenciarlos no olvidaremos sus interpretaciones del aria de Zerbinetta, las de Adele de El Murciélago, de «Gliltter an be gay» de Candide o la escena final del Roberto Devereux, auténtica joya de la corona durante tantos años, por no hablar de la escena de la locura de Hamlet interpretada en el concierto de 2010 ya claramente superada la sesentena.

   Memorables fueron también los dos recitales que ofreció en Oviedo, Auditorio principe Felipe, en los años 2007 y 2009.

   «Reina del bel canto», «Reina de la coloratura», como se la llamaba, me parecen apalativos insuficientes. Mejor Emperatriz de la ópera, último eslabón de la época en que este género inmortal se escribía con mayúsculas. Actualmente, cuando la técnica vocal, el canto, son elementos cada vez más secundarios en el teatro lírico, el fulgor de la estrella Gruberoviana se muestra tan cegador como necesario.

   Gracias infinitas, Doña Edita, el que firma jamás olvidará su arte, que permanecerá siempre presente, inalterable, telúrico, como buque insignia de mi amor al canto y la ópera.

Fotografía: Wilfried Hösl.

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