Ibermúsica camino de la normalidad
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 26-X-2021, Auditorio Nacional. Ciclo Ibermúsica. Fantasía escocesa para violín, op. 46 (Max Bruch), Joshua Bell, violín. Sinfonía núm. 4, «Romántica» –versión Nowak 1878/1880- (Anton Bruckner). NDR Elbphilharmonie Orchester Hamburgo. Director: Alan Gilbert.
La propia presencia de Clara Sánchez al comienzo del concierto subrayando la vuelta al aforo completo y que el mismo iba a ser retransmitido en directo por la Radio de Hamburgo, constituyó una buena muestra, de que el magnífico ciclo Ibermúsica se sitúa en las vías de la normalidad en este su primer concierto de la edición 2021-2022. Asimismo, Sánchez anunció la dedicatoria del evento al magnífico director holandés Bernard Haitink recientemente fallecido y tantas veces presente en el ciclo.
La orquesta de la NDR, Radio del Noroeste de Alemania, fundada después de la segunda Guerra Mundial con sede en una ciudad tan musical –cuenta con un barrio dedicado a los compositores- como Hamburgo, es en la actualidad la orquesta residente del fascinante edificio Filarmónica del Elba inaugurado en 2017. Por ello, la orquesta que tuvo como titulares a colosos como Hans Schmidt-Isserstedt y Günter Wand, ahora recibe el nombre de «Orquesta NDR de la Filarmónica del Elba», pero su nivel de excelencia sigue siendo altísimo, el propio de una de las grandes orquestas alemanas y así quedó demostrado en el evento que aquí se reseña.
Dos obras estrenadas el mismo año, con una diferencia de apenas dos días, formaban el programa que abría la temporada. En primer lugar, la Fantasía escocesa, obra para violín concertante de Max Bruch basada en melodías folklóricas de aquella tierra y que sostiene al compositor alemán en el repertorio, aunque muy lejos en cuanto a presencia de su Concierto para violín nº 1, uno de los más tocados y emblemáticos de la escritura violínística. La obra tuvo como dedicatario a una leyenda de dicho instrumento como fue el español Pablo de Sarasate, si bien la estrenó –con escasa satisfacción del compositor- otro legendario violinista, el húngaro Joseph Joachim. Otro eximio virtuoso, Jasha Heifetz, fue uno de los principales defensores de esta partitura en el siglo XX.
La obra se estructura en cuatro movimientos, dos lentos y dos rápidos, que encuadran una impecable combinación de cantabilità y virtuosismo. El estadounidense Joshua Bell en plena madurez y con una larga carrera detrás desde su debut a los 14 años de edad -una trayectoria pletórica de celebridad y apoyada en una importante carga mediática- demostró mantenerse en la cumbre con un sonido no especialmente amplio, pero sí penetrante, de gran presencia y, sobretodo, bellísimo, aquilatado, pleno de brillo, equilibrado en toda la gama y de enorme ductilidad. Bell hizo plena justicia a los pensamientos de Bruch, que proclamaba que el violín era el instrumento ideal para cantar las melodías, pues su Stradivarius Huberman «cantó» espléndidamente con un fraseo cuidadísimo y de gran gama dinámica, ya desde el primer movimiento y en un primoroso tercero. El exigente virtuosismo del segundo y, sobretodo, el cuarto, un magnífico allegro guerriero, fue adecuadamente expuesto -especialmente las numerosas octavas- sin excesos y apoyado en su sólida técnica, por el violinista de Indiana, destacando en el capítulo final su diálogo con el arpa -espléndida la solista de la orquesta- y la capacidad de Bell para contrastar la danza marcial con la parte lírica de este cuarto movimiento. Muy compenetrado se mostró su compatriota Alan Gilbert, atento y delicado en los movimientos lentos y fogoso en los rápidos –espléndida la introducción al segundo-. Un magnífico regalo recibió el público a modo de propina, pues el hermoso arreglo de la inmortal aria «Oh mio babbino caro» de la ópera Gianni Schicchi –que en su parte inicial pareció una prolongación del idilio del violín con la arpista de la orquesta- fue ideal vehículo para la capacidad cantable de Joshua Bell, que expuso primorosamente y con vaporosas notas en pianissimo la maravillosa melodía pucciniana, si bien se asomó más allá de esa línea de lo excesivamente sacaroso, que rozó, pero logró evitar, en la obra de Bruch.
La segunda parte del concierto la ocupó la monumental Cuarta sinfonía de Anton Bruckner, primera que obtuvo el éxito en su día y la más popular e interpretada de las suyas, que el propio autor denominó como «Romántica» en el sentido de romance medieval basado, en principio, en un programa escrito por el propio autor que, posteriormente, fue olvidando. Si asumimos que las sinfonías del músico nacido en Ansfelden son grandes catedrales sonoras, hay que subrayar que la arquitectura puramente sonora de la interpretación escuchada fue sobresaliente, pues el sonido obtenido por Gilbert de la magnífica orquesta fue espléndido. No sabe uno que admirar más si la cuerda compacta, empastada y tersa, las maderas brillantes y de sonido pulidísimo, la percusión precisa y segura o esos metales de brillo resplandeciente, de una pasmosa infalibilidad -fascinantes las trompas, fundamentales en esta composición-.
Eso sí, y aunque no se puede discutir la pulcritud técnica de Alan Gilbert y su gesto claro y preciso, la dirección de obra de esta Catedral no logró ofrecer una labor totalmente satisfactoria y homogénea. Especialmente en primer y cuarto movimiento la construcción debió desarrollarse con mayor fluidez y clarividencia, con transiciones mejor perfiladas, que evitaran cierta falta de ligazón entre las partes del edificio sonoro. Asimismo, la construcción debe avanzar y desarrollarse adecuadamente, sin embargo, faltó progresión a esos monumentales crescendi del primer movimiento y al clímax del cuarto. Mejor los movimientos centrales, con un andante expuesto con claridad, convenientemente contemplativo y de refinado sonido -espléndidas las maderas, la sección de violonchelos y la de violas- culminando con un buen clímax, esta vez sí, al final del capítulo, previamente al retorno del tema principal, aunque sin llegar a transmitir la requerida espiritualidad de la parte. El scherzo «de caza» tuvo pulso y brío, con unas trompas asombrosas, pero no terminó de apreciarse el contraste con la parte lírica de los violines, además de ofrecer algún tutti borroso. El trío en forma de danza popular, que ocupa la parte central de este tercer movimiento, sí atesoró suficiente vigor. En definitiva, la esplendorosa arquitectura sonora en un Bruckner muy bien tocado se impuso sobre la constructiva; ciertas monotonía y superficialidad se impusieron al sentido de la progresión, hondura, espiritualidad y trascendencia, propias del genial organista de la abadía de San Florián.
Fotos: Ibermúsica