Crítica de los conciertos de Daniel Barenboim y la Staatskapelle de Berlín en el Auditorio Nacional de Música dentro del ciclo de Ibermúsica.
Barenboim, gran reserva
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, Auditorio Nacional, ciclo Ibermúsica. 8-XI-21. Sinfonía nº 8, D.759, “Inacabada” (Franz Schubert). Sinfonía nº 3, Op. 55, “Heroica” (Ludwig van Beethoven). 9-XI-2021. Sinfonía nº 1, Op. 38 “Primavera” (Robert Schumann). Sinfonía nº 4, Op. 98 (Johannes Brahms). Staaskapelle Berlín. Dirección: Daniel Barenboim.
La Staatskapelle de Berlín, orquesta de las más antiguas del orbe y que ocupa el foso de la Staatsoper Unter den linden, proponía en esta nueva visita al ciclo Ibermúsica una especie de repaso al sinfonismo romántico alemán, bajo la dirección de su titular hace casi treinta años, el ya mítico Daniel Barenboim.
Recibido con mucho cariño por el público madrileño, que llenaba la sala, un Daniel Barenboim a punto de entrar en el año en el que cumplirá los 80 de edad, en la cúspide de su carisma y sabiduría musical, marcó con gesto casi imperceptible ese maravilloso comienzo de la Incompleta de Schubert con la cuerda dando paso al clarinete que cinceló la inspiradísima melodía introductoria. Faltó misterio a ese principio, bien es verdad, y se apreció enseguida el tempo lento, el intento de desbrozar totalmente la partitura sin poder evitar cierta falta de espontaneidad y pasajes demasiado morosos. La orquesta respondió como un reloj a su maestro con un sonido de calidad, contrastes dinámicos de gran efecto y diáfana exposición, pero sin terminar de exponer apropiadamente los contrastes dramáticos de la genial composición a la que, desde luego, no le hace falta más que los dos maravillosos movimientos que contiene.
Mucho mejor fueron las cosas con Beethoven y su sinfonía Heroica, pieza clave en la evolución artística del genio de Bonn, mediante la cual se aparta de los postulados clasicistas que, con su propia personalidad, por supuesto, había observado hasta entonces -y aún permanecen como base- no sólo por la duración inusitada hasta entonces de esta monumental sinfonía estrenada en 1805, fundamentalmente por el tono épico, el carácter y el latido claramente prerromántico que contiene.
La gran intuición musical de un Barenboim, ahora más analítico, su afinidad y bagaje beethoveniano, que bebe de la gran tradición de un Furtwängler o un Klemperer, brillaron en una interpretación vibrante con carácter y bien tocada por la magnífica orquesta. En el primer movimiento, sin embargo, volvió a apreciarse cierta morosidad, ausencia de espontaneidad y de pulso, pero la marcha fúnebre del segundo resultó majestuosa, con una cuerda grave densa y corpórea como corresponde, para transmitir esa especie de dolor solemne, de una conmoción profunda, pero al mismo tiempo, contenida. Magnífico el contraste del scherzo, muy bien construido por Barenboim para subrayar que la alegría de vivir retorna y se impone. Brioso el pulso rítmico, los crescendi y gran actuación de las trompas y, sobre todo, de las maderas, especialmente oboe y clarinete. La capacidad proverbial de Beethoven para exponer un tema, en principio no especialmente inspirado –en este caso extraído del ballet Las criaturas de Prometeo- y sublimarlo mediante sucesivas variaciones se apreció apropiadamente en el grandioso movimiento final, en el que batuta y orquesta - con más contrastes dinámicos que de color, bien es verdad- condujeron con los apropiados carácter y energía -sin excesos- a ese presto que como brillantísima coda pone broche de oro a esta obra maestra.
Recuerdo de mi última visita a Leipzig, que un busto de Felix Mendelsshon preside el jardín contiguo a la sede administrativa de la orquesta de la Gewandhaus, de la que fue Kapellmeister desde 1835 hasta su fallecimiento en 1847. Durante ese período, concretamente el 31 de marzo de 1841, dirigió el estreno la primera sinfonía de su amigo Robert Schumann, que después de un importante número de composiciones para voz y piano, y con especial apoyo de su esposa Clara, se entregó a fondo a su primera creación del género considerado «grande». Luz radiante y cimiento romántico presidieron la interpretación por parte de Barenboim y «su» magnífica orquesta de esta Sinfonía primavera expuesta con transparencia y texturas orquestales de gran claridad y ligereza mediante una cuerda sedosa y unas maderas excelsas. La orquesta totalmente entregada al mando de su titular -de gesto parvo, pero preciso-, mostró una enorme gama dinámica y escanció con primor las transiciones entre los movimientos segundo, tercero y cuarto, que se interpretan sin solución de continuidad.
La inteligencia y madurez artística, la serena sabiduría de Barenboim, brillaron por encima de la técnica de cara a una sinfonía tan monumental como la cuarta y última de Johannes Brahms. Los múltiples motivos que se entrelazan, la complejidad armónica y ardua construcción de la composición fueron apropiadamente desentrañados por batuta y orquesta con fraseo amplio y fluidez expositiva. Más allá de algún pasaje borroso en el primer movimiento, destacaron segundo -una sutil y exquisita filigrana- y tercero para culminar en ese deslumbrante cuarto -construido sobre unas complejas variaciones de una chacona procedente de una cantata de Johann Sebastian Bach- en el que el músico argentino-israelí-español consiguió apreciables clímax orquestales y una combinación entre acendrada musicalidad y sobria expresividad.
Éxito apotéosico y ovaciones interminables a orquesta y director, que demuestran el cariño del público madrileño hacia Barenboim, forjado en una relación artística de tantos años en sus múltiples facetas de pianista, director de repertorio sinfónico y de foso operístico, como en aquellos añorados festivales que ofreció con la Staatskapelle de Berlín en el Teatro Real.
Al comienzo de ambos conciertos se anunció que, dada la grave situación de la pandemia en Rusia, el concierto de la Filarmónica de San Petersburgo programado para el día 23 de este mes, se aplaza a mayo de 2022.
Fotos: Rafa Martín / Ibermúsica