CODALARIO, la Revista de Música Clásica

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Crítica: David Afkham y Pierre-Laurent Aimard con la Wiener Symphoniker en el Musikverein de Viena

16 de noviembre de 2021

El pianista francés Pierre-Laurent Aimard y el director de la Orquesta Nacional de España, David Afhkam, se juntaron este fin de semana en el Musikverein de Viena con la Wiener Symphoniker en un par de conciertos con programa muy atractivo y exigente.

Afkham mantiene cartel en Viena

Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena, 13-XI-2021, Musikverein. Ciclo de abono de la Orquesta Sinfónica de Viena. Les offrandes oubilées de Olivier Messiaen; Concierto para piano y orquesta n.º 3 de Béla Bartók; Suite de «Romeo y Julieta» [extractos elegidos por David Afkham] de Sergei Prokofiev.

   El pianista francés Pierre-Laurent Aimard y el director de la Orquesta Nacional de España, David Afhkam, se juntaron este fin de semana en el Musikverein de Viena con la Wiener Symphoniker en un par de conciertos con programa muy atractivo y exigente. Tres obras clave en las carreras compositivas de Olivier Messiaen, Béla Bartók y Sergei Prokofiev, sin duda tres de los grandes compositores del S. XX.

   Ni Afhkam ni Aimard debutaban con la orquesta. El de Friburgo ya se subió a su podio en 2012, 2014 y 2018, y en el mes de julio de 2018, ambos tocaron el Concierto para la mano izquierda de Ravel en el Festival de Bregenz, sede veraniega de la orquesta.

   La complicidad entre ambos saltó a la vista en el Concierto de Béla Bartók. Desde la entrada del Allegretto, Pierre-Laurent Aimard se tiró a la piscina con su acostumbrada digitación de altos vuelos, mientras Afhkam conseguía de la orquesta el colchón tímbrico característico del húngaro. El carácter cristalino de este concierto está alejado del «aparato técnico» virtuoso de los dos primeros, compuestos casi veinte años antes y que Bartók utilizó en muchas ocasiones para su propio lucimiento personal. Este tercero, compuesto en 1945 poco antes de su muerte –de hecho, dejó una pequeña parte sin orquestar–, fue un regalo de despedida a su esposa Ditta, en cierto modo su herencia para que se pudiera ganar la vida interpretándolo, ya que poca herencia más le pudo dejar. Tanto en el Allegretto, lleno de ritmos punteados y amplios giros melódicos, como en el movimiento central, Adagio religioso, una suerte de nocturnos encadenados en que casi puedes oír la naturaleza al completo, el Sr. Aimard llenó de expresividad sus continuos diálogos con cuerdas y maderas –a destacar la excelente labor del flauta solista–, encontrando el aliado ideal en un Afhkam siempre buscando el contraste tímbrico adecuado. El Allegro vivace conclusivo, una danza impetuosa que se expone y se retoma de manera continuada, nos trajo al Aimard de amplia tecla, pleno de solvencia, y variado en el discurso –ejemplar su forma de variar los interludios contrapuntísticos con los que Bartok construye el movimiento– y a un Afhkam sacando el máximo jugo a una orquesta que respondió a las mil maravillas. El Sr. Aimard respondió a las grandes ovaciones que cosechó con una de sus propinas clásicas: el primer número de la Musica ricercata de György Ligeti.

   El concierto se había abierto con Les Offrandes oubliées, la primera pieza para gran orquesta de Olivier Messiaen. Estrenada en París en febrero de 1931, la obra es una especie de poema sinfónico con tres partes bien diferenciada. En ella ya vislumbramos el universo musical y espiritual del compositor nacido en Avignon. Música de fuerte carácter religioso, de gran colorido, con continuas escalas y discretos cambio rítmicos y modales. El Sr. Afhkam y la orquesta nos fueron metiendo poco a poco, entre los «lamentos» de las cuerdas en «La cruz». El contraste con la segunda parte, «El pecado», mucho más violenta, una auténtica batalla entre las cuerdas y los metales, fue plena y efectiva para posteriormente deslizarnos a «La Eucaristía», transparente a mas no poder, donde consiguió un rendimiento excepcional de las cuerdas –especialmente los violines– que captaron a la perfección ese colorido y esa tímbrica tan especial del francés.

   Tras el descanso, nos adentramos en el siempre atractivo mundo de Sergei Prokofiev a través de su ballet más popular, Romeo y Julieta. Fue un encargo de 1934 del Teatro Marinsky que debido a la turbulenta segunda mitad de los años 30 del pasado siglo en la Unión Soviética no se estrenó allí hasta enero de 1940 -la primera interpretación fue en la ciudad checa de Brno en las navidades de 1938-. En esos años, ya convencido de que la promesa que las autoridades soviéticas le habían hecho para que regresara a su país –poder seguir su carrera internacional– no se iba a cumplir entró en una especie de depresión. A las cuantiosas pérdidas económicas se le sumó el comprobar también que no iba a poder estrenar ni su ópera El ángel de fuego ni este ballet. Ya que el teatro tenía que esperar, en 1936 decidió arreglar dos suites –años después sumó una tercera– para las salas de conciertos que tuvieron buena acogida. La obra tiene tantos momentos atractivos que con los años cada director de orquesta ha diseñado la suya.

   David Afhkam ha hecho lo propio. Nueve números que aun alterando en parte el orden del ballet, consiguieron un equilibrio global, algo por otra parte muy habitual en él. Fue al grano desde el principio con unos Montescos y Capuletos imponentes, aunque algo pasados de decibelios con unas maderas casi etéreas, pero con metales y cuerdas violentos. El contraste con La joven Julieta, graciosa y pizpireta fue evidente. Unas Máscaras rítmicas y coloridas dieron paso a Romeo y Julieta en el que nos sumergimos en el encuentro de los amantes perfectamente delineado por las cuerdas graves. El Sr. Afhkam reguló con destreza los crescendos y diminuendos. Una vibrante Danza de la mañana y un misterioso Baile de las muchachas con los lirios desembocaron directamente en una vehemente y rapidísima muerte de Tebaldo donde el Sr. Ahkam puso primero a prueba el virtuosismo de las cuerdas, luego al resto de las secciones, para concluir una muerte imponente. De ahí al final fue el turno de Julieta con un «funeral» tímbricamente conmovedor y una «muerte» casi expresionista. Una interpretación admirable que obtuvo el beneplácito unánime del público que casi llenaba la mítica sala vienesa, así como la de los músicos de la orquesta que no se limitaron a golpear sus arcos sino que se sumaron a los cuantiosos aplausos.

Fotografía: Gisela Schenker.

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