CODALARIO, la Revista de Música Clásica

Críticas

Crítica: «Rigoletto» en el Teatro del Liceu

17 de diciembre de 2021

Markus Brück, Saimir Pirgu, Aigul Khismatullin, Liang Li y Nino Surguladze protagonizan la ópera Rigoletto de Verdi en el Teatro del Liceo de Barcelona, bajo la dirección musical de Daniele Callegari y escénica de Monique Wagemakers

«Rigoletto» en el Liceu de Barcelona

Verdi y la fría rutina

Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona, 13-XII-2021. Gran Teatro del Liceo. Giuseppe Verdi: Rigoletto. Markus Brück (Rigoletto), Saimir Pirgu (Duque de Mantua), Aigul Khismatullin (Gilda), Liang Li (Sparafucile), Nino Surguladze (Maddalena), Laura Vila (Giovanna), Mattia Denti (Conde de Monterone), Stefano Palatchi (Conde de Ceprano), Michal Partyka (Marullo), Moisés Marín (Matteo Borsa), Sara Bañeras (Condesa de Ceprano), Helena Zaborowska (Paje). Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatre del Liceu. Dirección musical: Daniele Callegari. Dirección coral: Pablo Assante. Dirección escénica: Monique Wagemakers.

   Rigoletto ha vuelto al Liceu y el Liceu ha vuelto a la producción de Monique Wagemakers, ya acogida en 2017. En aquella ocasión, el drama verdiano alzó el vuelo con unas funciones que ameritaron un lugar en la memoria liceísta gracias a un elenco encabezado por la arrolladora presencia –más dramática que vocal– de Carlos Álvarez y por la exuberancia de un Javier Camarena pletórico de facultades. Esta vez, sin embargo, la ópera de Verdi ha vuelto al redil de la rutina que tan raramente abandona.

   Antonio Gramsci afirmó con acierto que la ópera supuso en la Italia del siglo XIX lo mismo que la novela popular en toda Europa, a saber, una forma de alienación de las masas, más eficaz incluso que la propia novela en la medida en que, como señala el autor de los Cuadernos de la cárcel, la música afianza la memorización de las palabras. En nuestro tiempo, la ópera ha sido desplazada de aquella centralidad y ha quedado relegada a un lugar muy marginal en el imaginario popular, y esto ha tenido un efecto razonablemente devastador con respecto a la ópera italiana, puesto que esa creciente lateralidad del género operístico es muy probablemente uno de los varios motivos que han propiciado la escasez de intérpretes adecuados vocal y estilísticamente a ese repertorio en nuestro tiempo. 

   La ópera italiana, en esencia, fue concebida siempre –de manera más o menos disimulada– como un medio para el lucimiento de los cantantes, para el bel canto, esto es, el canto bello, y el arraigo popular que el género logró en el siglo XIX avivó inusitadamente el florecimiento de una pléyade interminable de intérpretes que han conformado un dilatado star system, una estirpe que termina con Plácido Domingo, como único miembro todavía en activo de los extintos Tres Tenores. Esto no supone que, después de Domingo, no haya habido cantantes equiparables o que no pueda haberlos mejores, pero lo que es indiscutible es que el encaje de esa nueva generación de intérpretes en el acervo popular es completamente distinto y, en consecuencia, que el hilo de una tradición se ha roto de una vez y para siempre. Sencillamente, porque estos nuevos cantantes ya no ocupan un lugar protagónico en el campo operístico o, en otras palabras, la ópera ya no orbita a su alrededor, lo cual tiene sus ventajas: el respeto por la obra original del compositor y, con ello, la sistematización de la formación musical de los propios cantantes, que ya no tienen la potestad de recrear o tergiversar lo escrito en la partitura y, en consecuencia, deben responder más rigurosamente a las exigencias de esta última. 

«Rigoletto» en el Liceu de Barcelona

   Sin embargo, en un repertorio como el italiano, creado en función primordialmente del lucimiento canoro, aquella bienintencionada sistematización, la escrupulosa rigurosidad en la reproducción de la obra del compositor y, en definitiva, la afortunada atenuación de la –tan lamentable– egolatría de los cantantes ha dado lugar una acumulación atropellada de interpretaciones frías, epidérmicas, asépticas. La moderna sistematización del rigor interpretativo ha ofrecido un reverso descorazonador a tenor del repertorio italiano y, especialmente, el verdiano: el de un mecanicismo mortecino que apaga las virtudes de la ópera. De ahí la triste costumbre de ver la obra verdiana reducida, en los últimos tiempos, a un mero andamiaje, un esqueleto sin carne.

   Así ha ocurrido con este Rigoletto barcelonés, con un reparto anodino, no exento de algún interés aislado, pero que, en términos generales, se ha granjeado un pronto olvido. Así el jorobado de Markus Brück, quien perseveró en una caracterización escénica meritoria, pero que no contó con una actuación vocal a la altura de la enorme exigencia del rol. Brück mostró una voz de timbre baritonal de cierto interés, pero pronto evidenció un deterioro de sus facultades y la partitura lo desbordó en varias ocasiones, como se pudo constatar en las vacilantes ascensiones al registro agudo –con escandalosa prudencia omitió el agudo al final de su monólogo del primer acto, antes de entrar en casa y encontrarse con Gilda–, en problemas de respiración y en una emisión que en más de un momento fue oscilante. El compromiso escénico fue, en definitiva, la única baza de la actuación de Brück, que, en definitiva, se vio sobrepasado por las dificultades de un personaje de tan enorme complejidad como es Rigoletto. 

   El Duque de Mantua es un rol paradójico, croce e delizia: como personaje, es deleznable y, sin embargo, vocalmente, cada una de sus intervenciones es de una inspiración melódica irresistible. Presuntamente sin proponérselo, Saimir Pirgu logró intensificar lo primero y, para explicar este curioso fenómeno, sería oportuno contrastar la actuación del tenor albanés con la de Markus Brück. Si el barítono alemán no pudo disimular lo que era una insuficiencia vocal clara, Pirgu, por el contrario, exhibió un instrumento sano, ampliamente generoso en la proyección, homogéneo en los distintos registros y, en términos generales, cómodo en el agudo, tan importante en este rol. Sin embargo, el empeño del tenor albanés no fue ni un centímetro más allá del mero exhibicionismo vocal squillante. En su actuación no compareció ni un atisbo de delicadeza, de buen gusto, de coherencia canora o estilística. Pirgu cantó al por mayor, incluso omitiendo impúdicamente consonantes en algunos pasajes agudos, como quien está vocalizando en su casa.  

   En definitiva, Pirgu no hizo sino evidenciar la concomitancia caracterológica entre el personaje del Duque de Mantua y la imagen más universalmente estereotipada de la figura del tenor. 

   Aigul Khismatullin completó, como Gilda, la mejor actuación de todo el elenco. La soprano rusa mostró una voz de timbre bello y con una emisión sólida en todo momento. Pese a algún que otro momento de vacilación en la primera de sus arias, «Caro nome», Khismatullin abordó con solvencia un rol agradecido, pero traicionero. La parte de Gilda ofrece numerosos momentos de lucimiento belcantista y, sin embargo, ese lucimiento debe permanecer en el cauce estrecho del candor del personaje, algo que la joven soprano supo resolver con prestancia vocal y con un buen desempeño escénico. Su actuación rompió la burbuja de vulgaridad por la que transitó la función.

   Liang Li encarnó meritoriamente a Sparafucile, un rol breve, pero con entidad y que un buen bajo sabe aprovechar, y así lo hizo el cantante chino. Con un timbre rotundo y cavernoso y proyección notable, Li supo mostrar vocal y escénicamente la lúgubre naturaleza de este asesino a sueldo, a cuya hermana y cómplice, Maddalena, dio vida la Nino Sugurladze. Con menor prestancia vocal que su compañero, pero adecuación escénica, la mezzosoprano georgiana selló una actuación correcta en un rol de menor entidad.

   Una corrección extrapolable al Monterone de encarnado por Mattia Denti, como, en líneas generales, al resto de comprimarios y también a las intervenciones del coro, en proceso de renovación y con un nuevo director, Pablo Assante, que ha tomado el relevo de Contxita Garcia.

   Al frente de la orquesta del Liceu, Daniele Callegari dio una verdadera lección de inconsistencia. El director italiano atropelló el flujo de la partitura verdiana de manera incesante, ora con inopinados estruendos orquestales, ora con tempos inexplicablemente lánguidos que ahogaron la intensidad dramática de no pocos momentos. La interpretación de Callegari se debatió, pues, entre el tedio y la estridencia. Valiente hazaña para con una obra como Rigoletto, todo nervio e intensidad dramática. ¿Ya no cabe esperar eso? 

Fotos: Antoni Bofill

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