El compositor español José Luis Turina, portada de CODALARIO en el mes de enero de 2022, en una entrevista realizada por Juan José Talavera
JOSÉ LUIS TURINA: «Siempre he dicho que tengo una doble vocación. Por un lado soy compositor y por otro docente»
Una entrevista de Juan José Talavera | Fotos: Fernando Frade / CODALARIO
José Luis Turina es uno de los nombres fundamentales de la composición española de los últimos treinta años. Respetado y querido por la profesión, ha desplegado sus polifacéticos talentos con igual y feliz fortuna por actividades tan variadas como la composición, la docencia o la gestión. Poseedor de un personal lenguaje en el que coexisten, con admirable equilibrio, la herencia de la tradición y los más avanzados recursos compositivos, su obra es un ejemplo de coherencia estética. Composiciones como el Concierto para violín y orquesta, Ocnos, el Cuarteto con piano, la Fantasía sobre una Fantasía de Alonso Mudarra o D.Q. nos revelan un mundo sonoro profundamente expresivo que transita entre el más absoluto de los rigores constructivos y la más cautivadora de las bellezas sonoras.
Antes de empezar, y aunque has hablado de ello en numerosas ocasiones, no puedo obviar el hecho de que eres nieto de Joaquín Turina, uno de nuestros más grandes compositores nacionalistas. Me gustaría que me hablaras de tu abuelo. Aunque no llegaste a conocerle, su figura tuvo que haber dejado en ti una huella que quisiera que valorases ahora.
Esta es una pregunta casi de psicoanalista porque, para responderla, hay que hurgar en muchas cosas ya que me he dedicado exactamente a lo mismo que él, la composición, la docencia y la gestión. Fue un gran gestor e hizo muchísimas cosas en ese terreno. Pero a mí, paradójicamente, el hecho de no haberle conocido me libera de muchas dudas y recelos.
Mi abuelo fallece en el 49 y yo nazco en el 52. Murió muy joven, con 67 años, y no llegó a conocer a ninguno de sus nietos. Al no haber tenido ese contacto directo con él no me pudo dar ningún consejo, cosa que habría sido maravillosa. La referencia de mi abuelo no la he tenido sino vicariamente a través de mi familia, de mi padre fundamentalmente, de mis tías y de la gente que le rodeó y, muy especialmente, ya desde un punto de vista profesional, de sus discípulos.
Yo tuve la suerte de tener algunos profesores que habían estudiado con mi abuelo. José Olmedo, por ejemplo, que fue mi principal profesor de orquestación. Era ya muy mayor cuando yo entré en contacto con él y me enseñó todo lo que sabía al margen del Conservatorio. Este hombre no era compositor de profesión, no se dedicaba a ello, y no me enseñó a componer. Me dio clase de Armonía, de Contrapunto... Era un gran orquestador y sus orquestaciones eran famosas. Orquestaba a una velocidad ¡increíble! porque tenía esa técnica que antes se desarrollaba de forma muy eficaz en los métodos de enseñanza. Todos ellos, Olmedo, mi abuelo, orquestaban directamente a tinta, no usaban el lápiz.
Obviamente estamos hablando de una orquestación de tipo clásico no tan elaborada como la que hacemos los compositores más actuales, pero eso requiere una destreza, una técnica y un oficio que hoy día, seguramente, se ha perdido. Él me lo trasmitió y eso es maravilloso. No solamente su oficio sino su afecto, su cariño y su pasión por haber trabajado con una figura como mi abuelo. Esto es algo que me ha ocurrido varias veces en mis estudios. Así que llegué a tener hacia él un apego indirecto pero muy vivo al mismo tiempo.
Todo lo que me han transmitido sobre él es muy bueno, muy positivo. Era una persona muy afable, muy cordial, muy cariñosa, muy simpática. El típico sevillano andaluz con mucho gracejo y todo el mundo le quería muchísimo. Mi abuelo, cuando estalló la guerra del 14, la Primera Guerra Mundial, vivía en París. Llevaba allí desde 1905 cuando se fue a estudiar, y cuando estalló la guerra se volvió a España.
En ese momento se instaló en una casa que estaba detrás de lo que ahora es el Ayuntamiento de Madrid, justo en la calle Alfonso XI esquina a Montalbán y allí vivió de alquiler. Imagínate lo que cuesta un alquiler en esa zona. Pues en ese momento, un compositor que prácticamente estaba empezando, que no había hecho grandes obras, se podía pagar un alquiler ahí.
Esa fue la casa familiar donde vivió mi padre hasta que encontró su primer trabajo. Siempre que mis padres y mis hermanos veníamos a Madrid, una parte de la familia se alojaba en esa casa, la de la abuela paterna, y otra parte se iba a la casa de la abuela materna.
Así que cuando yo, con algo más de edad y con la vocación musical ya más asentada, me interesé por documentarme, empecé a bucear entre los manuscritos, los escritos, los libros, las partituras, todo lo que había allí.
«Haber sido nieto de una figura como Joaquín Turina y apellidarme exactamente igual imprime carácter»
Supongo que aquello debió ser un paraíso para ti.
Claro. Ese ya fue un conocimiento más directo porque podía tocar esos materiales, tenerlos en mi mano. Esos papeles son verdaderas joyas. Ahora está todo depositado en la Fundación Juan March.
Al morir mi tía hubo que dejar la casa porque era de alquiler y tenía que volver a sus propietarios. Todo aquello se desmanteló y no sabíamos qué hacer con esa herencia. No tenía sentido que eso estuviera en una casa. Mientras estuvo en la casa familiar, ahí estaba, pero luego hubo que llevarlo a un centro que nos diera las garantías de que aquello se iba a preservar adecuadamente.
Era un legado muy importante.
Claro. En aquel momento las opciones fueron la Biblioteca Nacional o la Fundación. Y en las conversaciones que tuvimos decidimos que la Fundación era un buen sitio porque al tratarse de una institución privada todo quedaba más fácilmente al alcance de cualquier persona que lo quisiera consultar. Pero no sólo físicamente sino también dentro de la página web, donde hay alojada una sub página dedicada a mi abuelo. Cualquier estudioso puede acceder a lo que quiera porque todo está absolutamente digitalizado.
¡Qué maravilla!
Sí, eso es muy interesante. Aparte de todo eso, ¡qué más hubiera querido yo que haberlo conocido! Haber sido nieto de una figura como Joaquín Turina y apellidarme exactamente igual imprime carácter.
Es una sombra muy poderosa.
Sí. Yo siempre lo he dicho. Por un lado, es una llave porque te abre muchas puertas y, por otro, es una losa terrible, o lo fue. Ahora ya no.
Evidentemente.
En un primer momento, cuando empiezas a dedicarte a lo mismo, es duro. Me creó muchas dudas al principio. Es lo que le pasa a cualquier hijo o nieto de un gran nombre. Eso pasa mucho en el mundo de los actores, de los escritores, de los pintores…
En tu caso, has superado el reto de no caer sepultado bajo el peso de esa figura.
Sí. De hecho, yo nunca he renegado de mi apellido. Estoy muy orgulloso de llamarme Turina, muy satisfecho de venir de…
De esa estirpe.
Sí. Sobre todo, estoy muy orgulloso de haber trabajado mucho en favor de su música. Esa ha sido una parte muy importante de mi trabajo, de mi carrera como compositor.
He hecho orquestaciones, arreglos, reconstrucciones de partituras, estudios sobre la música de mi abuelo… Muchísimo. Y eso ha acabado formando un cuerpo de bastante peso en mi dedicación a la composición.
«He hecho orquestaciones, arreglos, reconstrucciones de partituras, estudios sobre la música de mi abuelo»
Es que eso forma parte de tu genética como compositor y hay que aprovecharlo y sumergirse ahí dentro.
Claro, claro… Dicho todo lo anterior, si alguien se pregunta si hay algo de su música en la mía la respuesta es no. Salvo cuando por alguna razón concreta mi música se ha tenido que circunscribir a la suya.
Por ejemplo, cuando mi padre cumplió noventa años toda la familia le dedicó un homenaje y a mis hermanos se les ocurrió la idea de que compusiera una obra para la ocasión. Así surgieron las Variaciones sobre temas de Turina para piano a cuatro manos.
Lógico.
Sí, lógico. Pero quitada esa referencia de tipo anecdótico no se puede rastrear nada.
Eso es evidente y se nota en tu música. La influencia es más bien de tipo emocional, espiritual, a un nivel personal profundo, más que estética.
Está claro. Eso es evidente.
Naces en Madrid en 1952 y estudias en Barcelona y en Madrid. Entre las materias que cursas está una que me ha llamado la atención: clavicémbalo. ¿Por qué? ¿Qué te atraía de este instrumento? ¿Pensabas componer alguna obra para él en el futuro?
No, no. Yo llegué a estudiar cuatro años de clave. Si lo hubiera hecho pensando en escribir para el instrumento habría sido demasiado. Con un curso habría tenido suficiente. No, eso ocurre porque en un determinado momento percibo que me gusta cierto tipo de música, digamos renacentista, barroca, y que me falta información, por un lado, y formación, por otro, sobre ella. Por otra parte, en ese momento tampoco tenía todavía totalmente claro que quisiera dedicarme a la composición exclusivamente. De hecho, yo continuaba estudiando mi carrera musical. El violín lo tenía más abandonado porque me había dado cuenta de que por ahí no iba a ninguna parte, pero seguía con el piano y me faltaba información sobre repertorio renacentista y barroco. Y en ese momento había una profesora de clavecín en el Conservatorio de Madrid, Genoveva Gálvez, que era una artista ¡impresionante! Además, el clave era un instrumento que no estaba tan masificado como el piano o el resto de instrumentos modernos.
Así que me dije: «¿por qué no me voy a asomar aquí a ver qué puedo aprender?» Fue más bien por curiosidad. Pero como me gustó tanto la experiencia y me enganchó tanto el magisterio de Genoveva y todo lo que aprendí en aquel momento, tardé cuatro años en salir. De hecho, mi título de instrumento de Grado Medio es el de clave, no el de piano o el de violín. El violín lo estudié durante cinco años, pero tenía tales dolores por tendinitis y contracturas en todo el cuerpo que lo tuve que dejar. Y el piano, ya en 7º me resultaba enormemente difícil por todo lo que había que trabajar. No tenía tiempo y vi que por ese camino tampoco iba a hacer una carrera, pero con el clave me encontré mucho más cómodo y llegué a estudiar obras muy importantes del Renacimiento y Barroco español y también del Barroco universal.
Terminé los tres años de Grado Medio con lo que, como te decía, mi título de Grado Medio y de Profesor es de clavecín. Luego llegué a hacer un curso más del Superior porque eran cinco años y ahí ya lo dejé porque tenía claro que lo que me interesaba era la composición. Así que primero fue curiosidad y luego pasión. De hecho, se la supe transmitir a uno de mis hijos, Guillermo, que es chelista y se ha dedicado a la interpretación histórica.
«Si alguien se pregunta si hay algo de la música de Joaquín Turina en la mía la respuesta es no»
Me llamó muchísimo la atención que un compositor contemporáneo se interesase por un instrumento muy ligado al pasado, aunque ya hemos visto lo que compositores como Ligeti, entre otros, han hecho con él, sacándole un rendimiento extraordinario.
Claro. Luego me he alegrado mucho de haberlo trabajado porque he escrito dos obras para clave solo, un concierto para clave y orquesta de cámara, las Variaciones y desavenencias sobre temas de Boccherini, y la última obra que acabo de componer, que la he terminado hace tres días. Es una suite para mi hijo Guillermo y su mujer, Eva del Campo, que es clavecinista. Se llama Suite da chiesa y es para violonchelo y clave.
Es un instrumento sobre el que he vuelto con cierta frecuencia. Para mí ha sido muy importante haberlo estudiado porque el planteamiento es muy distinto. No vale acercarse al clave con cabeza de pianista, es otra cosa totalmente distinta. Tienes que plantearte la tímbrica, la realización… No tienes el pedal de resonancia y eso ya te limita muchísimo. Ahí es todo transparente, requiere una técnica completamente distinta, tanto desde el punto de vista del intérprete como conceptualmente. Haber estudiado clave representó para mí una limpieza muy grande de prejuicios y de muchas otras cosas. Así que me alegro mucho de haberlo hecho.
A mí me ha pasado lo mismo con el acordeón. Al principio, inconscientemente, pensaba en un piano a la hora de escribir hasta que, al hablar con acordeonistas, me explicaban que ciertas cosas no funcionaban bien y que había que rehacerlas. Y tienes que cambiar de mentalidad.
No. Tienes que depurar. El piano es como la brocha gorda, entiéndaseme bien la metáfora un poco burda, y esto es como un pincel fino, como el trabajo de un miniaturista.
Claro. Tienes que ir a la línea exacta y desbrozar lo sobrante.
Y saber que lo que escribes se apaga en cuanto ha sonado. No hay posibilidad de mantenerlo. Aunque dejes las manos puestas, la resonancia es efímera. Eso te limpia de muchas cosas. La técnica de escritura es muy distinta.
Sin duda. Cambiemos de asunto. En 1979 recibes una beca del Ministerio Español de Asuntos Exteriores para residir en la Academia Española de Bellas Artes de Roma y ampliar tus estudios. En la Academia Santa Cecilia asistes a las clases de Perfeccionamiento de la Composición de Franco Donatoni. ¿Qué supuso para ti el contacto con el ambiente artístico e intelectual que encontraste en Italia? ¿Qué te aportaron las clases de Donatoni?
En la Academia nos reuníamos músicos, pintores, escultores, arquitectos, becarios de historia del arte… Cada uno, luego, se buscaba la vida. Se matriculaba en la escuela de Restauración, iba a la Academia Santa Cecilia, etc. La Academia era un lugar de residencia y de encuentro, nada más. Era la sede donde nos alojábamos y, luego, cada uno, según sus intereses, iba al centro que quería. Incluso podías no matricularte en nada. Sencillamente estar en Roma y dedicar un año completo a impregnarte del ambiente viviendo en una especie de monasterio, aislado, con una concentración increíble para trabajar en lo que tú querías al mismo tiempo que estabas rodeado de la cultura italiana que, para cualquier amante del arte, es extraordinaria. Y todo ello, con artistas de muy distintas disciplinas que hacían la convivencia muy enriquecedora. Eso para mí fue lo más interesante de mi experiencia en Roma.
En principio, mi ilusión era haber trabajado con Franco Donatoni en la Academia Santa Cecilia. Asistí a sus clases durante ese año, pero no me aportaron gran cosa. Eran muy interesantes desde un punto de vista intelectual, pero no hice con él un verdadero trabajo de técnica de composición. Él hablaba de todo. Era una fuente inagotable de información.
«El descubrimiento de Sciarrino y la profundización en su música fue fundamental»
«Si yo me considero alumno de alguien con el que nunca he llegado a trabajar directamente, y tengo muchos profesores así, Salvatore Schiarrino ocuparía uno de los primeros lugares»
Era un mundo de estética más que de técnica.
Absolutamente de estética. Todo muy conceptual. Pero en Roma precisamente conocí, aunque no personalmente porque nunca he coincidido con él, la música de un compositor que en ese momento estaba muy en boga, que se tocaba en todos los conciertos importantes de la Orquesta Santa Cecilia, en música de cámara y que también estaba presente en grabaciones, en emisiones de radio, etc., etc., que era Salvatore Sciarrino. Para mí, el descubrimiento de Sciarrino y la profundización en su música fue fundamental en ese momento. Me cambió totalmente mis planteamientos.
Si yo me considero alumno de alguien con el que nunca he llegado a trabajar directamente, y tengo muchos profesores así, Salvatore Schiarrino ocuparía uno de los primeros lugares. Fue un descubrimiento fundamental, no así Donatoni. Influencias de Donatoni en mi música no las vas a encontrar, pero de Sciarrino, sobre todo en las primeras obras y en otras de ese período, muchas, muchas.
Esa parte de tu vida es fundamental para ti.
Claro. Porque cuando yo llego a Roma acabo de empezar a componer, como aquel que dice. En el catálogo cronológico, la primera obra es de 1978 y se llama Movimiento. Y a partir de la primera o la segunda obra que compongo en 1980, que es Lama sabacthani, para cuarteto de cuerda, ya hay una diferencia radical porque la música de Sciarrino me ha impregnado e impresionado de tal forma que, en todo caso, lo que hago a partir de ese momento quiero que lleve un poco esa huella.
Utilizando esa metáfora un poco burda que mencionaba antes, lo que he hecho hasta entonces es de brocha gorda y a partir de ese momento es de miniaturista. Ahora bien, si analizas las obras con detenimiento, los rasgos son los mismos. Con Crucifixus yo quedo finalista en el concurso de las Cajas de Ahorros y eso, en ese momento, es como el espaldarazo. Esa obra fue la que luego me proporcionó la beca de Roma. Así que para mí es una obra muy importante, aunque está compuesta en tres días. Me apremió Bernaola, que me dijo: «tienes que hacer una obra para el concurso. Hazlo porque lo puedes hacer». Es una composición de rasgos muy amplios y de brocha muy gorda. Pero si tú la comparas con Lama Sabacthani, la diferencia no es tan grande. El trabajo de oficio, de detalle, de atomización del material…
Se nota.
Claro. El trazo amplio es el mismo, pero está realizado con un detalle…
Como si pusieras una lupa ahí.
Sí. Hay una lupa. Y lo otro, sencillamente, es un trazo. Esa es la diferencia.
Eso se nota muchísimo.
Claro. Por eso, para mí, la figura de Sciarrino es tan importante, porque me supone un descubrimiento al que le he sacado mucho partido y, de hecho, todavía le sigo sacando.
Para mí, ese trazo grueso del que hablas y el salto a una escritura más de miniaturista, si me permites la observación, representa el paso a otra escritura más nerviosa, más inquieta.
Sí, la podrías describir así.
«Hoy en día te tienes que plantear con mucho cuidado todo lo que hagas, sobre todo si es una obra orquestal, porque las orquestas ya sabemos cómo están funcionando»
Juan José Talavera y José Luis Turina
No lo digo como algo peyorativo, evidentemente, sino como la descripción de algo que bulle. Yo, desde hace muchos años, noto eso en tu música. Es como una energía que está en constante movimiento y que es diferente a la de otros compositores.
Sí, sí. Sin duda.
Y que en tu caso está como burbujeando.
Yo siempre lo he definido como un tratamiento atomizado del material, como si estuviera pulverizado y al mismo tiempo aglutinado, pero con una direccionalidad. Es polvo, son células microscópicas, muy pequeñas todas, pero con una idea de trazo.
Como puntillista.
Exacto. Como si tuvieras que alejarte para apreciarlo. En la partitura no lo ves, pero en cuanto lo oyes le encuentras su sentido.
Es que eso se percibe de una forma clarísima, ese puntillismo que yo he llamado escritura nerviosa, inquieta.
Claro. Una cosa te lleva a la otra. Porque si eso lo haces con la idea de una cierta tranquilidad, de paz interior, ese procedimiento ya no funciona tan bien y tienes que buscar otro. Pero ese, quieras que no, a mí me agita la mano involuntariamente y le da un cierto nerviosismo o inquietud a la escritura, de la que luego salen otras cosas también.
Yo lo veo en muchas obras y se nota muchísimo, por ejemplo, en Túmulo de la mariposa.
Imagínate. Esa obra es toda así.
Sí, es una vibración constante, como si la música estuviera en ebullición, por decirlo de una forma un poco metafórica.
Sí, sí, es una buena imagen. Porque tú tienes un caldero de agua fría y es plano, pero cuando lo pones a hervir…
En la superficie las burbujas no paran de salir.
Sí. Aunque sigue siendo un caldero de agua. Está muy bien apreciado. Lo define muy bien.
En 1986 recibes un reconocimiento importante, el IV Premio Internacional de Composición Musical Reina Sofía, por la obra Ocnos, para orquesta sobre poemas de Luis Cernuda.
Sí. Además, yo me he presentado a muy pocos concursos. Empecé con el de las Cajas de Ahorros, luego uno de quintetos de viento que hubo en el Ateneo de Sevilla, en el que me dieron un primer accésit, y después ya no volví a concursar hasta Ocnos, para el Reina Sofía. Ese fue el momento más importante de todo ese período por el valor intrínseco del premio. Además, Ocnos está compuesto para eso. No es una obra que ya tuviera y que pensara en enviar para ver qué pasaba.
Está hecha ad hoc.
Sí, sí. El primer ganador fue Joan Guinjoan, en 1983, y al año siguiente lo ganó Claudio Prieto. En la tercera edición no se concedió a nadie porque a juicio del jurado no hubo ninguna obra que lo mereciera y se le dio como reconocimiento a toda su obra nada menos que a Lutoslawski, que es otro de los compositores, junto con Sciarrino y algunos más, que más me han influido. En 1984 me animé a escribir para este premio. Luego tuve que interrumpir la composición, porque estuve casi dos años con ella, pero no porque me llevara dos años, aunque fue muy laboriosa, sino porque en medio tuve que atender a otros asuntos más urgentes. Una vez terminada me presenté a la cuarta edición, la de 1986, y fue cuando gané el Premio. La verdad es que puse mucho ímpetu en la obra.
Se nota porque es muy ambiciosa.
Reconozco que me pasé en la orquestación porque dije: «voy a hacer aquí la obra…». Bueno, cosas de juventud. En ese momento todavía me consideraba joven porque tenía treinta y dos cuando la empecé. (Con mucho énfasis) Ocho trompas, seis trompetas, percusión…
Te dio un subidón wagneriano.
Sí, en aquel momento yo era muy wagneriano. Y se estrenó con aquella plantilla, que es la de la grabación que está colgada en la web. Luego me lo tomé con otra filosofía y dije: «no, esto así no va a ninguna parte» y lo dejé en cuatro trompas, tres trompetas y una orquesta más normal.
Más manejable.
Sí. Y así es como se ha tocado las veces que se ha repetido.
Bueno, en la juventud uno muchas veces quiere demostrar.
Me lo tenía que demostrar a mí mismo. Era una especie de: «no voy a ser yo menos». Eso tiene sus ventajas porque aprendes un montón y te da una experiencia para bien y para mal de lo que no hay que volver a hacer.
Lo que hagas mal te sirve de enseñanza.
Exactamente. Y lo que está bien ahí queda. Eso me ha pasado varias veces y no te voy a discutir que no me siga pasando. Pero ya te tomas las cosas de otra forma.
Ya tienes la sabiduría necesaria para ello.
Los años. Bueno, algo parecido me pasó con mi primera ópera, Ligazón. Eso fue una aventura, pero, una vez que empecé a montarla, me di cuenta y dije: «no, no, esto no puede ser. Nunca más. Hasta que no controle esto mejor no me vuelvo a meter en una historia semejante». Bueno, la primera versión de Ocnos fue algo así.
Se nota que es una obra muy ambiciosa, como te comentaba antes.
Sí, sí. Lo es.
Y está muy bien que sea así porque uno tiene que asumir retos.
Claro. Y no estoy en contra de mi trabajo desde el punto de vista de la orquestación porque funcionó muy bien. Estoy en contra del planteamiento. La profesión de músico es muy complicada y tiene una parte social muy importante. Tú no puedes vivir aislado en tu torre de marfil, imagen romántica muy bonita pero que no va a ninguna parte y mucho menos en un momento en que todo tiene que ser muy práctico. Y cada vez va más en esa dirección. Hoy en día te tienes que plantear con mucho cuidado todo lo que hagas, sobre todo si es una obra orquestal, porque las orquestas ya sabemos cómo están funcionando. Lectura, un ensayo como mucho, si es que lo tienes, general y concierto. A veces es lectura, ensayo general y concierto. Así que como escribas una cosa un poco complicada, se vuelve contra ti.
Se cae.
Sí. Se cae. Tienes que saber muy bien dónde te metes. Eso lo aprendes con los años, pero la vida también te va enseñando. Y la práctica es la práctica. Eso no lo vas a cambiar.
No, no. Nunca me lo plantearía. Son estructuras mastodónticas y eso no hay quien lo mueva.
Otra cosa es la música de cámara, en la que cuentas un poco con la complicidad de los intérpretes porque incluso hay relaciones de amistad y el calendario de trabajo te lo puedes tomar de otra manera. Ahí puedes ser un poquito más exigente contigo mismo al hacer determinadas cosas, pero en una obra orquestal tienes que tener mucho cuidado. Y eso se nota mucho en los compositores más jóvenes, más bisoños, en los que su primera obra se vuelve contra ellos.
Hace dos semanas di una charla en el Conservatorio a petición de Alicia Díaz. Quería que hablase sobre la versión para orquesta reducida de la Segunda de Mahler, cosa que agradecí porque disfruté mucho. Pues bien, al final, les di ese consejo porque eran todos alumnos de Composición: «tened mucho cuidado cuando compongáis para orquesta porque el planteamiento es este: lectura, ensayo general y concierto. Lo primero que tenéis que tener clarísimo es que el material que pongáis en los atriles tiene que estar perfecto. No puede haber ni un error, ni un error».
A mí, el trabajo con la Segunda de Mahler me ha costado un año entero, pero de ese año sólo tres meses y medio han sido de orquestación. El resto lo he tenido que dedicar a revisión. He hecho cinco revisiones. Y en la quinta todavía salían erratas. Y en los ensayos todavía aparecieron un par de fallos que me cabrearon muchísimo, aunque se resolvieron en el momento.
Pero si tú vas con una edición con muchos errores no se puede trabajar porque la orquesta está más tiempo corrigiendo que ensayando.
«No hay peor cosa que tener una orquesta en contra»
Eso es un horror.
Un horror. Y las orquestas no funcionan así. La edición tiene que estar absolutamente perfecta. Si no, la orquesta se te pone en contra desde el primer momento. Y no hay peor cosa que tener una orquesta en contra.
Supongo que el Premio Reina Sofía te abrió muchas puertas. ¿Has vivido, por tanto, la vida ideal para un compositor al no dejar de componer y no parar de recibir encargos de las más variadas instituciones?
Encargos los tengo desde Crucifixus. De hecho, tuve que interrumpir la composición de Ocnos para atenderlos. Siempre he tenido algo entre manos desde entonces. Sólo recientemente estoy componiendo porque me apetece, no porque tenga encargos. Ahora mismo no tengo prácticamente ninguno. El último ha sido lo de la Segunda de Mahler, para que veas. Los programadores, ahora mismo, están a otra historia.
Y no me importa, que conste. No creo que no se me encargue porque no haya interés. Es más, prefiero que no se me encargue y se reponga música que tengo escrita. Eso me interesa mucho más porque el destino del encargo, tristemente, suele ser estreno y olvido. Y eso es patético, tristísimo.
Es el destino de infinidad de obras.
Del noventa y cinco por ciento. Así que me interesa mucho más que se repongan obras que se sabe que funcionaron muy bien, que incluso gustaron mucho pero que no se han vuelto a tocar. No sé qué sentido tiene algo así. Y he tenido grandes discusiones con programadores sobre esto.
Hace dos años me propusieron el encargo de una obra para esta temporada 2021-2022. Iría dentro de un ciclo de cinco conciertos con dúos de violín y piano. En cada uno tenía que haber una obra encargada. Yo dije que tenía una Sonata para violín y piano de veinte minutos que no se había tocado en España y que se podía incluir. Pero la respuesta fue no, no, no. Tenía que ser un estreno.
Vaya criterio más estrambótico.
Ya. Pero es el del programador porque en la memoria anual cuenta mucho el número de obras estrenadas.
Pero eso es manejar el mundo de la cultura como si hablásemos de mercancía al peso. Es estadística más que otra cosa.
Claro, claro. De hecho, la crítica que hizo Aurelio Martínez en Codalario de la Segunda de Mahler iba en esa línea. Y está muy bien, me parece muy acertada. Otra cosa es que yo pueda estar más o menos de acuerdo. Lo único que salvaba era mi trabajo, que le parecía impecable, aunque él se preguntaba por qué tocar una versión para orquesta reducida de una sinfonía de Mahler habiendo tantas obras.
Eso es indiscutible.
Por supuesto. Lo que pasa es que ahí estaba la cuestión de la efeméride, el 50º aniversario del Coro Nacional, que empujaba a tocar la misma obra que cuando se presentó en 1971. Bueno…
Hay muchos compositores que han experimentado con sus propias obras haciendo arreglos que reducían la plantilla. Eso es lícito.
Claro, claro. Es lo que hice yo con Ocnos. De ocho trompas y seis trompetas pasé a cuatro trompas y tres trompetas. Lo que ya no pude bajar fue la madera a cuatro porque tenía que ser madera a cuatro.
Lo que me pareció asombroso de tu trabajo con la Segunda de Mahler es que estaba muy próximo al original. No se notaba que hubiera una orquesta reducida.
Es que la idea era que no se notara. Era una especie de lema que tenía encima de la mesa de trabajo: «que no se note». Era la consigna que me habían dado y me lo pagaron como un encargo. El que lo oiga no lo tiene que notar. Ese era el trabajo. No se trata de que des tu versión, que se reconozca tu mano, como hizo Berio en su Sinfonía con el tercer movimiento de la Segunda de Mahler. No, no, no. Esto tiene que ser la Segunda de Mahler para el que lo oiga en vivo o por la radio. No tiene que tener la sensación de que no está oyendo el original.
«Sólo recientemente estoy componiendo porque me apetece, no porque tenga encargos. Ahora mismo no tengo prácticamente ninguno. El último ha sido lo de la Segunda de Mahler. Los programadores, ahora mismo, están a otra historia»
Me pareció un trabajo complicadísimo.
Fue muy complicado. La superficie es la misma. Donde yo trabajé fue en las tripas. Mi trabajo era como el de un taxidermista que tiene que disecar un pelícano. Tú tienes que ver el mismo pelícano, pero lo que hay dentro es una cosa totalmente distinta para que aquello siga siendo el mismo pelícano.
Hay un poco de magia ahí.
Sí. Porque tienes que estar moviendo con mucho cuidado los instrumentos para que unos hagan las voces de otros siempre que no destaquen demasiado. Y toda esa tripa que tiene una orquestación tan densa como la de Mahler tiene que seguir estando ahí, pero distribuida de otra forma. El trabajo es de reparto interno.
Recolocaste las cosas.
Sí, pero no en la superficie. Un solo de corno inglés tiene que seguir siendo un solo de corno inglés. Está claro, no lo puede tocar un arpa.
Después de ser tú quien recibe los premios y quien va, con gran velocidad, adquiriendo reconocimiento dentro de la profesión musical, empiezas a formar parte de jurados en concursos nacionales e internacionales (Reina Sofía en Madrid, Oviedo, Granada, Valencia, La Coruña, Méjico…). ¿Cómo fue la sensación de pasar de ser evaluado a evaluar, de ser aspirante al Premio Reina Sofía a otorgarlo?
Para mí, muy incómoda. Nunca me he sentido a gusto. Ha habido dos cosas con las que no me he encontrado a gusto nunca. Y una ha sido ser miembro de un jurado, en donde tampoco me he prodigado tanto. Sí que es verdad que, en un momento determinado, desde finales de los ochenta hasta mediados de los noventa, me invitaban continuamente a todos los jurados. Pero yo creo que me vieron con tanta desgana que al final prescindieron de mí.
Por otra parte, también es normal que los jurados no sean siempre los mismos. Pero siempre me he encontrado a disgusto y lo he comentado entre los propios jurados. A lo mejor, eso ha hecho que no contaran conmigo tanto como han podido contar con otros, cosa que tampoco me ha importado porque te tienes que estudiar un montón de partituras.
A mí me han llegado cajas con setenta obras sinfónicas que te tienes que mirar en una semana para luego tener una sesión de deliberación. Pero otras veces, era directamente a saco.
Cuando ganas el premio Reina Sofía te conviertes, automáticamente, en miembro del jurado para el año siguiente. Luego me han invitado un par de veces más y siempre ha sido igual. No han cambiado el planteamiento, aunque podrían haberlo hecho.
Consistía en reunir al jurado, lanzarles sobre la mesa a lo mejor cuarenta partituras y allí los cinco miembros, en una sola mañana o en un solo día, mañana y tarde con comida en medio, teníamos que decidir cuál era la ganadora. No había más tiempo, pero no te mandaban las obras antes, con lo cual tenías que hacerlo todo con un apremio, con una rapidez, que resultaba incomodísima porque no tenías el tiempo suficiente.
La otra cosa con la que nunca me he encontrado a gusto ha sido dando clases de composición. Solamente lo he hecho una vez cuando me invitó Tomás Marco, en septiembre de 1990, para el cursillo de composición, de cinco días de duración, que coincidía con el Festival Internacional de Música Contemporánea de Alicante de ese año.
Yo, con muchas reticencias, finalmente acepté, aunque no sé muy bien por qué. Me pasé todo un verano preparándolo y mucho de aquello lo he podido colgar en la web como análisis de obras mías: el Concierto para violín, Ocnos, Lama sabacthani… Y eso es a lo que dediqué el curso. Además, fui sincero desde el primer momento. Les dije: «yo no me considero profesor de composición. Lo que os puedo explicar es lo que yo hago y si eso a alguien le sirve, pues muy bien».
Claro, eso no quitaba para que luego ellos me enseñaran sus trabajos, pero no se trataba de un curso de enseñar a componer porque eso en tan poco tiempo no tenía ni pies ni cabeza. Lo centré en el análisis de mis obras intentando que eso diera que pensar.
Nunca me he encontrado a gusto enseñando composición y nunca he querido dar clases de composición.
He tenido muchas propuestas, nunca oficiales, sino a título particular de gente que me pedía que les diese clase. Pero yo les respondía: «no, lo siento. Yo te enseño armonía, contrapunto, lo que quieras, pero composición no».
Entre otras cosas porque ni siquiera tengo claro cómo compongo yo y qué es lo que quiero como para encima decirle a otro qué es lo que tiene que hacer. Sobre todo, cuando a lo mejor esa persona sí tiene claro lo que ha hecho y a mí me parece deplorable o genial pero no sé muy bien por qué. No, nunca he querido dar clase.
Así que esas dos son como mis…
«Ni siquiera tengo claro cómo compongo yo y qué es lo que quiero como para encima decirle a otro qué es lo que tiene que hacer»
Tus limitaciones.
Sí, mis limitaciones. Exactamente. Como dice José Antonio Marina, la vida es una componenda entre los deseos y las limitaciones de uno. Las mías son esas dos fundamentalmente, y por eso prefiero mantenerme al margen de ellas.
Es que es complicado porque al final estás hablando de un terreno creativo y ¿cómo manejas eso? Al alumno sí le puedes dar herramientas, descubrirle los fallos que tú le veas o enseñarle una técnica de orquestación.
Exacto, exacto. Es que, además, en un momento dado, tú te psicoanalizas y piensas: ¿a mí quién me ha enseñado a componer? Yo, ¿por qué compongo como compongo? ¿Dónde está la tutela que hay detrás para llegar a lo que uno hace?
¿Rodolfo Halffter en un curso en Santiago de Compostela? Pues no. ¿Bernaola? Me enseñó muchas cosas y muchas muy útiles. Y me abrió, en un momento determinado, la mente, que es muy importante.
¿García Abril y Román Alís? También me enseñaron muchas cosas, pero tampoco.
Así que mi guía fue Sciarrino, sin conocerle, o el análisis de Lulú o de Wozzeck. De ahí sacas una cantidad de enseñanzas… Y ya ni te cuento de El clave bien temperado. Con eso es con lo que aprendes a componer.
Es un universo infinito.
Ahí es donde aprendes a componer si tú te abres con la finalidad de aprender. ¿Cómo hace Beethoven para que en el momento de la reexposición del primer movimiento del Concierto para violín se te ponga la carne de gallina? Tú te vas a la partitura, la analizas y entiendes cómo lo hace.
Está ahí el misterio.
El misterio está ahí. Ahí es donde lo aprendes. (Entre risas) Pero yo no voy a poner en el currículum: «ha estudiado con Beethoven, Bernaola y Bach» porque sería ridículo.
Eso, en cierto modo, es una forma de decirte que yo no creo en la composición como enseñanza sistematizada porque para mí no existe. Entras en un mundo intelectual, mental, conceptual que se te va de las manos. No puedes organizarlo. Otra cosa es la enseñanza de la Armonía. A mí me ha encantado enseñar Armonía y cuando he dado clase de Contrapunto también he disfrutado mucho.
Es que ahí tienes el marco de la técnica.
Claro, ahí lo tienes.
«Yo no creo en la composición como enseñanza sistematizada porque para mí no existe. Entras en un mundo intelectual, mental, conceptual que se te va de las manos. No puedes organizarlo»
Sabes por dónde te andas.
Exacto. Porque eso sí se puede enseñar. A orquestar se puede enseñar. Claro que sí. Pero a componer, no.
Pienso lo mismo. Por eso te lo comentaba y porque creo que es delicadísimo y no sé si posible.
Para mí no lo es. Así que, con todo esto y retomando la pregunta que me hacías, lo que te quiero decir es que valorar lo que han hecho otros nunca me ha gustado porque siempre me ha creado un cierto cargo de conciencia.
Porque te conviertes en juez.
Te conviertes en juez de algo que no has hecho y que no conoces bien. ¿Cómo lo valoras? ¿Conforme a tus criterios? Eso no tiene sentido.
Es muy parcial.
Claro. Muy parcial. Ya se entiende que el juego es ése, pero no sé muy bien si tiene mucho sentido.
En estos años en los que has formado parte de jurados, ¿cómo has visto el lenguaje compositivo que hay en esas obras que has tenido que examinar? ¿Has observado algún tipo de «escuela», o todo lo contrario, una gran libertad y diferencia entre los compositores?
Sí que hay una especie de escritura «de concurso» que he visto mucho en los últimos años. Son obras que se parecen enormemente. Podrían ser todas del mismo autor y acabas diciendo: «¿otra vez esto? Si esto ya lo he visto en otro concurso hace dos años». Y a lo mejor es la misma obra. Pero como en ese concurso ves tres o cuatro que son muy similares, llegas a la conclusión de que eso es lo que se lleva o lo que se marca que hay que escribir desde algún entorno para ganar un premio.
Como si te prepararas unas oposiciones.
Pues sí. Exacto. Yo lo llamo escritura «de concurso», que es muy brillante y muy eficaz. Pero lo que me ha llamado la atención es que tiene muy poco contenido.
Son básicamente fuegos artificiales.
Son páginas y páginas en las que no hay prácticamente ninguna intención cantable, nada melódico. No, son notas repetidas, con ritmos muy trepidantes.
De lucimiento.
De lucimiento orquestal pero puramente rítmico. Como si todo el interés estuviera en la rítmica.
Supongo que es una escritura exhibicionista que declara: «esto es lo que sé hacer con una orquesta».
Sí, para impactarte rítmicamente, que es como lo más burdo del lenguaje musical. Lo que es la música ligera (chan-chan-chan-chan…).
«La escritura «de concurso» es muy brillante y muy eficaz pero tiene muy poco contenido. Son páginas y páginas en las que no hay prácticamente ninguna intención cantable, nada melódico. Son notas repetidas, con ritmos muy trepidantes»
Serían músicas sensacionalistas.
Sí, primarias. Y no me interesa. Eso, si lo usas en un momento determinado para causar un efecto de contraste entre dos cosas muy distintas está bien, pero como principio, como alfa y omega de una obra, me parece patético.
Al hilo de todo esto, tengo a menudo la sensación de que muchas obras que escucho están construidas únicamente sobre la elaboración de un solo parámetro.
Sí, sí.
Es como si el autor hubiese hecho un estudio de tímbricas, pero no me da nada más y me aburro al minuto y medio.
Sí. Pues esa es un poco la sensación que yo tengo cuando veo este tipo de partituras, que no son todas, pero sí abundan mucho.
Era algo que me causaba mucha curiosidad y quería comentarlo contigo porque has estado en muchos concursos.
El último fue el año pasado. La reunión con el jurado fue online porque fue un premio iberoamericano convocado por Panamá. Y antes había estado en el que organiza la AEOS, la Asociación Española de Orquestas Sinfónicas. Lo dejamos desierto, lo que causó mucho malestar.
Es una opción posible.
Claro, claro. Pero parece que te dicen: «cuando se convoca un premio es para darlo». Bueno, pues poned en las bases que no puede quedar desierto. Pero si tú le dejas al jurado la potestad de decidir, tienes que aceptar el veredicto. Allí estábamos todos de acuerdo (José Manuel López López, Ernest Martínez Izquierdo, Nacho de Paz y yo) y se dejó desierto por unanimidad. A todos los representantes de la Asociación de Orquestas, que eran los gerentes y los directores artísticos, les pareció fatal.
Se sintieron muy ofendidos.
Claro, porque ellos tienen a gala estrenar en la temporada siguiente la obra ganadora, que a lo mejor se toca treinta veces. Para el que lo gana es una maravilla. Y les dejabas sin una parte importante de la proyección en favor de la música contemporánea que hacen las orquestas, que por otra parte está muy bien.
El objetivo es muy loable, por supuesto.
Claro, pero si no se presenta ninguna obra con calidad, eso va en contra del propio concurso.
«Ha habido dos cosas con las que no me he encontrado a gusto nunca. Y una ha sido ser miembro de un jurado»
«El clave bien temperado es con lo que aprendes a componer»
No eres honesto si concedes un premio que tú crees que no es merecido.
Solucionar eso es tan fácil como poner en las bases que el premio no podrá declararse desierto. Y en ese caso se lo das a la menos mala.
Pero si no hay nivel, lo más sensato es que no haya premio.
Claro. Si no hay ninguna obra que merezca el premio, mejor no darlo. Sobre todo, un premio de ese calibre. Muy bien dotado económicamente, con mucho prestigio y con mucha proyección porque la obra tiene mucha difusión.
En este recorrido biográfico un poco disperso que te estoy proponiendo, quiero abordar tu faceta docente. De 1981 a 1985 eres profesor de Armonía, Contrapunto y Fuga, Composición, Historia de la Música y Formas musicales en el Conservatorio de Cuenca.
Además fui Secretario y Director académico del centro. Pero antes de Cuenca yo ya me había empezado a foguear con la docencia como profesor particular. Ya desde mis últimos años de Armonía daba clase a alumnos de primer curso. Y disfrutaba mucho con ello. Quizá eso me fue marcando un camino y una posible salida profesional porque en ese momento yo no pensaba en la composición como norte.
Te estoy hablando del 76-77. Ya quería componer, pero no lo tenía totalmente claro y estaba decididamente aparcada mi trayectoria como instrumentista. En ese momento, composición y docencia eran dos posibilidades.
Si no hubiera tenido esa experiencia de profesor particular, a lo mejor no habría pensado en enseñar. Así que cuando me llamaron del Conservatorio de Cuenca para proponerme ser profesor allí ya no lo dudé. Era algo que me gustaba mucho. Me interesaba.
Eso se te notaba.
(Entre risas). Claro, tú eres una víctima de mis malas artes.
Yo fui al Conservatorio de Arturo Soria porque quería estudiar contigo. Fui un estudiante muy tardío.
Como yo.
Empecé el solfeo con 18 o 19.
Yo con 17. A ti te debí dar clase a principios de los 90.
Sí.
Durante un par de años.
Sí. Yo fui a verte y te dije que estaba matriculado en 5º de Solfeo, fíjate qué panorama, y que quería estudiar contigo si no tenías ningún inconveniente y tú me dijiste que sí, pero que tenías tantos alumnos que no me podías corregir los ejercicios.
¿Tú venías de oyente?
Sí.
¡Ah! Yo creía que tú eras alumno oficial.
No, no.
¿En ninguno de los dos cursos?
En ninguno.
No me acordaba.
Sí. Lo que pasó es que, poco tiempo después, te debió dar pena y me empezaste a corregir cuando habías acabado con los ejercicios de los demás alumnos.
Ya. Como te decía, si yo no hubiera tenido esa etapa de profesor particular, que duró bastantes años, más o menos desde el 77 o 78 hasta que me llamaron de Cuenca, quizá no hubiera seguido por ese camino.
Después ya fui a Madrid y solo di clases de Armonía. Y así me he jubilado. Lo que pasa es que mi período de docente duró relativamente poco porque a partir del 92 lo interrumpí por otras ocupaciones en gestión como asesor ministerial.
El último curso de esa etapa que di debió ser el vuestro, en el 92 o 93.
Es muy posible porque yo después no me pude matricular contigo en ningún curso posterior y me fui al Conservatorio de Atocha a hacer el 3º de Armonía con Villa-Rojo. Luego volví a Arturo Soria a hacer el 4º con Miguel Grande, que ya fue otro mundo, con una búsqueda de sonoridades más abiertas y ricas que me interesó muchísimo más.
Yo volví a las clases en enero del 97 y estuve hasta marzo del 98. Luego me volvieron a llamar para asesorar al Ministerio y desde 2001 me ocupé de la dirección artística de la JONDE con lo que nunca más regresé a la enseñanza.
Saliste de la docencia y…
Y me metí en la gestión. Bueno, ha sido una parte más de mi trayectoria y fundamental. Todo me ha ido llegando como si fuera una carambola, pero muy seguido y muy lógico.
Como alumno sufrí el plan de estudios. Luego lo sufrí como profesor porque aquello era un horror. Y después me llamaron, como asesor, para cambiarlo, que era precisamente lo que yo quería.
Lógico.
Y cuando todavía no había terminado el proceso de asesoramiento para ese cambio, me llamaron para dirigir una unidad del INAEM a la que, tarde o temprano, cosa de la que no era consciente en ese momento, iban a ir a parar los que empezaban a estudiar en la reforma de la enseñanza que estuvimos preparando en un despacho durante ocho años.
A los que iniciaban sus estudios en aquel momento, en el 92 o 93, me los iba a encontrar en la JONDE a partir del año 2005, 2006. Así que en aquellos años me empezó a llegar el fruto de lo que hicimos con la reforma.
Porque un músico tarda doce o catorce años en formarse.
Tú viste los frutos de tu trabajo previo.
Yo estaba en un observatorio privilegiado. Para mí, la LOGSE ha sido un desastre en lo que a Secundaria se refiere.
Qué me vas a contar.
Lo sé porque mis hijos han pasado por ahí. Un desastre. Pero en cuestión de enseñanza musical ha sido lo mejor que le ha pasado a este país. Con diferencia. Pero con diferencia. Ahora mismo, la gente que llega a la JONDE está entre la mejor preparada de Europa. Y eso está a años luz de lo que podría haber sido. La JONDE es, o era hasta hace poco, equiparable a la Junge Deutsche Philarmonie en cuanto a calidad. Igual. Igual. Porque la gente tiene la formación adecuada.
Ahora, en los conservatorios superiores, tú haces una buena selección en una prueba de acceso, le das al alumno cada semana hora y media de clase y le preparas a conciencia durante cuatro años con un plan de estudios muy formativo en el que se tocan muchas disciplinas que antes ni se consideraban y el resultado es espectacular.
Y si a eso le sumas que hay un paro descomunal y toda esta gente no tiene trabajo y siguen estudiando porque qué van a hacer, te acababas encontrando con instrumentistas que ya estaban cursando un Master y, claro, tocaban de maravilla porque no hacían otra cosa.
Lógico.
Es que ahí están los frutos. Es una suma de circunstancias cuyo resultado ha sido genial.
Si pones los cimientos adecuados…
Y podría haber sido mucho mejor si los sucesivos ministros de educación que ha habido, desde Esperanza Aguirre en adelante, no hubieran ido recortando la presencia de la Música en la enseñanza general. Tal como estaba planteado era estupendo. Ahora supongo que todo eso se ha quedado en algo casi simbólico.
No del todo, pero se han ido perdiendo cada vez más horas con los años.
Pero el planteamiento era francamente bueno porque se venía de una Música en Primaria que tenía mucha presencia.
Sí. Hasta la LOGSE, la Música en la enseñanza general no es impartida por músicos.
Claro que no. Yo me acuerdo, en el año 76 creo que fue, del encierro que hubo que hacer en el Conservatorio para que el título de Profesor Superior de Música se equiparara al de Licenciado para poder dar clase de Música en el Bachillerato. Había que ser licenciado y los músicos no lo eran. Hasta la LOGSE, el título no es equivalente a todos los efectos, y hubo que aprobar un decreto para que solamente a efectos de impartir la docencia de Música en el Bachillerato, el título superior de Música fuese equivalente al de licenciado universitario. Solamente a esos efectos. Con la LOGSE eso se solucionó. La LOGSE tuvo cosas muy buenas pero otras terribles.
Sin duda. Para mí, la más nefasta fue obligar a los niños a estar en los centros desde los 14 años hasta los 16 cuando muchos, a esa edad, ya tienen claro que no quieren estudiar y eso se convierte en un polvorín.
Hombre, claro.
Eso ha destrozado los centros creando una cantidad de problemas muy difíciles de solucionar.
Sí, sí.
Y todo por una decisión publicitaria: «ampliamos la educación obligatoria hasta los 16, se extiende la formación y la cultura, etc.». Me parece que hay que ser más serios con estas cosas y ofrecer alternativas, dar Formación Profesional a quien la solicite y el que quiera estudiar que estudie en un entorno saludable. Pero siguiendo con la cuestión de la educación, me gustaría saber cómo ha sido la relación con tus alumnos a lo largo de los años, qué te ha aportado este contacto a nivel personal.
La relación con mis alumnos siempre ha sido muy buena y yo he disfrutado mucho dando clases porque me gustaba mucho lo que enseñaba y, sobre todo, porque percibía que había un interés muy alto por lo que yo estaba contando. Y cuando eso se produce, alcanzas un estado mágico como docente.
«Ahora mismo, la gente que llega a la JONDE está entre la mejor preparada de Europa»
Desgraciadamente, a mí no me pasa habitualmente.
Claro. Porque tus alumnos tienen que estar ahí, aunque no les guste. La diferencia entre un profesor de Conservatorio y uno de Secundaria es ésa.
Uno vive en el paraíso y otro, de vez en cuando, en el infierno, o casi.
A esa edad es muy complicado. Otra cosa es el niño de ocho años que está en el Conservatorio. Pero con el adolescente o joven de entre 14 y 20 años, o incluso 22, la cosa es muy distinta porque está ahí ya que quiere aprender y es una esponja que te devora con los ojos porque quiere sacarte todo lo que le puedas dar.
Yo iba entusiasmado.
Y yo también. Y para mí era agotador. Fíjate, en el año 2007, cuando Juan Carlos Marset fue nombrado director general del INAEM instauró un código de buenas prácticas por el cual el máximo tiempo que podía estar un director en una unidad era ocho años, cinco prorrogables a tres más.
Yo llevaba en aquel momento casi seis y me quedaban dos según ese código. Pero tuve la suerte de que en 2009 el ministro de Educación y Cultura en ese momento, César Antonio Molina, fue destituido. No duró nada más que un año y medio o poco más. E irse Molina y cesar a Marset fue todo uno.
A Zapatero le quedaba un año de presidente de gobierno y para ese periodo fue nombrado Félix Palomero como director general. Y la orden que yo tenía por la cual terminaba mi mandato en la JONDE en julio de 2010 fue anulada. Me dijo: «olvídate de esto y tú sigues aquí».
Si no, yo habría tenido que volver al Conservatorio porque tenía una comisión de servicios especiales. Tú mantienes, durante el tiempo que duran esos servicios especiales como alto cargo, tu destino en la localidad donde estás y tu centro. No te lo puede quitar nadie. Así que, si terminas con ese servicio especial, vuelves a tu centro y desplazas al interino que haya estado ocupando la plaza. Con todo el dolor del corazón, pero lo desplazas porque es tu destino y te pertenece.
Yo en ese momento no quería volver a la docencia porque me gustaba tanto el trabajo que estaba haciendo, era tan apasionante, que volver…
Te habría pesado.
Tendría que haber vuelto. Si no tienes más remedio vuelves, pero me habría pesado mucho. Para mí, las clases eran agotadoras. Aquellas tardes o mañanas de cuatro horas y media seguidas corrigiendo trabajos, uno detrás de otro, acababan provocándome una empanada mental impresionante. A mí me agotaban mucho porque ponía mucha leña en el asador.
Claro. Porque tú te implicabas.
Yo me implicaba mucho y eso te quema. Te consume la energía y debes ir muy motivado para aguantarlo. Mentalmente me fatigaba mucho. Y si una tarde había tenido clase y luego pensaba componer un par de horas, lo más que trabajaba era media hora porque no podía más.
No te daba la cabeza para más.
Y eso que la docencia a mí me apasiona. Siempre he dicho que tengo una doble vocación. Por un lado soy compositor y por otro docente. La actividad que me ha proporcionado los recursos para vivir ha sido la docencia, no la composición. Como le pasa al noventa por ciento de los compositores. No te queda otra. Gracias a eso tengo una buena pensión y puedo seguir componiendo lo que me dé la gana.
Además, afortunadamente, la creación artística no entra dentro de las incompatibilidades de los pensionistas y puedo seguir componiendo y cobrando encargos.
«La relación con mis alumnos siempre ha sido muy buena y yo he disfrutado mucho dando clases porque me gustaba mucho lo que enseñaba»
«A mí me agotaban mucho las clases porque ponía mucha leña en el asador»
Eso es una maravilla.
Ya lo creo. Porque si no, no podría hacer nada. Absolutamente nada. Un intérprete no puede tocar, pero un compositor puede componer. Pero volviendo a lo anterior, como había esa buena sintonía con los alumnos de aproximación y de interés por lo que yo decía, la relación siempre fue muy buena. Yo no recuerdo haber tenido nunca ningún problema con un alumno. Ninguno. Tampoco suspendía mucho porque sabía muy bien cuál era el papel de mi asignatura en el organigrama de los estudios.
No puedes ser un borde, un perfeccionista radical… No, no, no. El alumno está ahí para obtener una información que le sea lo más útil posible como intérprete, como director, como compositor, como musicólogo, como lo que sea. No puedes pretender que componga un ejercicio como si fuera el mismísimo Bach. Hay que saber dónde estás.
Yo creo que la información que les daba a mis alumnos les resultó muy útil. De hecho, esa es la sensación que me llega ahora de ti. Yo me estoy encontrando con ex alumnos continuamente. Por ejemplo, en la Orquesta Nacional hay tres o cuatro. Y me dicen: «cómo me acuerdo de tus clases, lo que aprendí entonces».
Con la docencia directa de ese tipo de Armonía, que tú conociste, estuve hasta el 92. Pero desde finales de los 90 hasta que me he jubilado el año pasado, he estado yendo todos los años a la Escuela de Altos Estudios Musicales de la Real Filharmonía de Galicia, en Santiago de Compostela, para impartir los cursos de Análisis y de Técnicas contemporáneas de composición.
Eran unas clases muy distintas porque yo solamente hablaba o hacía análisis, no corregía trabajos. Se trataba de dar información a un grupo muy selecto de instrumentistas que tenían que tener una formación analítica o de técnicas contemporáneas muy concreta. Y también he disfrutado mucho con esas clases. Como ya te he dicho, siempre me he encontrado a gusto enseñando.
Tu posición en la docencia era privilegiada porque contabas con los alumnos ideales.
Claro, claro. Estaban interesados y, además, era muy fácil metértelos en el bolsillo. Porque a poco interés que tengan, tú sabes cómo atrapar a un alumno. Le enseñas un poquito y según lo que te pregunte ya sabes por dónde va. La experiencia te lo va dando y los años te convierten un poco en psicólogo para saber qué alumno está interesado, qué alumno no lo está, pero a poco que le des puede mostrar un cierto interés… Bueno, eso lo notas, lo percibes.
Está claro.
En una clase de Armonía tú tienes que ver a los alumnos, uno a uno, dos veces a la semana durante treinta semanas. En estas otras, yo les veía tres, cuatro o cinco veces al año durante una mañana. Solamente explicaba y luego les pedía unos trabajos. Pero incluso en estas clases, como algunos habían estado en la JONDE o luego han formado parte de ella, o están ahora en orquestas importantes, también percibía que esa información era muy útil. Todo depende de cómo plantees la materia.
Así que, resumiendo, la experiencia docente ha sido muy gratificante, tanto por lo que he recibido como por lo que creo que he dado. Estoy contento de lo hecho. Además, a mí me ha resuelto la vida económicamente.
Yo sí te puedo asegurar que has dado mucho porque, en Armonía, mi experiencia era que yo entendía lo que se explicaba en clase pero luego, si me alejaba un poquito, después de una buena cantidad de información, no sabía por dónde me estaba andando e iba encajando las piezas tiempo después, como si la Armonía, para mí, necesitase un tiempo de filtrado y de sedimentación para ser absorbida.
Claro, claro.
Esa ha sido mi experiencia y sí que notaba esa cantidad de información que a lo mejor para ti era normal, pero para mí era muy densa y me nutría mucho.
Una revelación.
Totalmente. Necesitaba el paso del tiempo para asimilarla.
La perspectiva necesaria.
Sí. Eso me pasó con la Armonía y, curiosamente, con otras cosas no, pero con la Armonía sí.
Bueno. Me alegro de que me digas eso.
Y yo considero que tengo una buena base armónica porque el 1º y el 2º, que son los fundamentos, los estudié contigo. Luego, esa apertura que yo buscaba también llegó en el momento justo con el 4º, que hice con Miguel Grande y que me gustó mucho. Porque, para mí, el 3º fue una especie de paréntesis que no me aportó casi nada.
Supongo que ese paréntesis estaba dominado por la escritura a cuatro claves, pocas correcciones al piano…
«La actividad que me ha proporcionado los recursos para vivir ha sido la docencia, no la composición»
¡Y el Arín y Fontanilla!
La única defensa de las cuatro claves, mínimamente razonable, que he escuchado y que a mí me ha servido de reflexión, me la dio Bernaola, que me decía: “las cuatro claves tienen la ventaja de que como lo que estamos trabajando es escritura vocal, no instrumental, y las claves están pensadas para voces, tú tienes todo lo que es el ámbito, la tesitura de la voz, en el pentagrama de la clave correspondiente.”
Ves si te sales.
Claro. Y controlas muchísimo mejor donde están situadas las contraltos (Do en 3ª), las sopranos (Do en 1ª). No con líneas adicionales por arriba y por abajo que pueden despistar mucho. Es muy útil en ese sentido, pero basar solamente en eso un sistema de escritura que se aleja tanto de lo práctico no me convence.
Con tu curso trabajábamos a dos claves, pero en alguna ocasión propuse hacer ejercicios en Do en 1ª, Do en 2ª… para hacer una práctica de transcripción, simplemente. Eso yo recuerdo haberlo hecho, pero no sé si fue con tu grupo.
Yo no lo recuerdo. Lo que está claro es que las cuatro claves te dispersan un poco la mente.
Sí. Te dispersan. No me parece razonable. El alumno ya sabe que entre este fa y este otro está la buena tesitura del tenor y ya lo escribirá bien aunque tenga que poner líneas adicionales. Qué más da. Si al final llegas a lo mismo. Y las dos claves, primero, te permiten repentizar al piano con mucha mayor facilidad porque lo tienes todo ahí a la vista, concentrado. Me pareció razonable la objeción de Bernaola, pero no hasta el punto de llevarla a sus últimas consecuencias. Y mi formación es de cuatro claves.
Yo también llegué a estudiar así con Mercedes Zavala y con Villa-Rojo.
Sí. Hay muchos profesores que trabajan así.
Eso me recuerda un poco la Segunda de Mahler que he hecho ahora. Cuando había terminado la orquestación e iba a empezar con la maquetación de la partitura, la Orquesta Nacional programó una obra mía en febrero, dirigida por Afkham, que era también quien iba a dirigir la Segunda de Mahler, y yo le pregunté: «ahora estamos en un momento estupendo para que me contestes una pregunta que para mí es crucial: ¿quieres la partitura en Do o transportada?» Y me dijo: «en Do». Y la partitura está en Do. Yo siempre trabajo en Do. Las trompas en Fa para mí están en Do.
Escribes en sonido real.
Claro. Cuando hago el material ya lo transporto. Pero la partitura está en Do porque para mí es mucho más cómodo.
Yo también lo hago así. Transporto luego al editar.
Exacto. Pero hay directores que prefieren las trompas en fa porque se han acostumbrado a hacerlo así.
Y les descolocas.
Pues eso es lo mismo que si aprendes a cuatro claves y ya no sabes hacerlo a dos. Te cambian totalmente los esquemas.
El primer curso de Armonía lo hice en Barcelona, que era donde vivía antes de venir a Madrid. Todo el Solfeo y el 1º de Armonía lo realicé en el Conservatorio Municipal de Barcelona. Y en Barcelona se realizaba la armonía a dos claves. Cuando llegué a Madrid en 2º de Armonía me encontré con que había que trabajar a cuatro claves.
Y yo, que no era tonto, lo hacía a dos y luego lo transcribía. Y a base de transcribir, al final te las aprendes. Pero esto a mí no me aporta nada. Nada más que una complicación innecesaria para ver, de esta forma, algo mucho peor a como lo veía antes.
«Yo no recuerdo haber tenido nunca ningún problema con un alumno»
Una dificultad gratuita, si quieres.
Una dificultad gratuita derivada de una práctica antigua que en su momento pudo haber tenido sentido pero que ahora no tiene ninguna utilidad. Para el director, lógicamente, es mucho más cómodo leer lo que suena y no tener que estar transportando.
A mí me pasa igual. Yo escribo en sonido real. Obviamente tengo claros los límites de las tesituras, y luego, como te comentaba, cuando edito, transporto.
Claro. Y se lo das al músico como lo tiene que leer. A mí me alivió mucho que Afkham me lo dijera porque yo me temía que fuera un director de los tradicionales que lo quieren como se ha hecho siempre. Aquí hay mucho de: “siempre se ha hecho así”, pero mucho. Mucho más de lo que pueda parecer en la superficie. Eso es una máxima. Siempre se ha hecho así. Pues siempre se ha hecho mal.
Claro.
Así que vamos a arreglarlo. Anda que no hay cosas así en la práctica.