CODALARIO, la Revista de Música Clásica

Críticas

Crítica: «Pelléas et Mélisande» de Debussy en el Teatro del Liceu de Barcelona

27 de marzo de 2022

El Gran Teatro del Liceo de Barcelona programa la ópera Pelléas et Mélisande de Debussy bajo la dirección musical de Josep Pons y escénica de Àlex Ollé

«Pelléas et Mélisande» en el Teatro del Liceu de Barcelona

Volvió la ópera


Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. Gran Teatro del Liceo. 18-III-2022. Claude Debussy: Pelléas et Mélisande. Stanislas de Barbeyrac (Pelléas), Julie Fuchs (Mélisande), Simon Keenlyside (Golaud), Franz-Josef Selig (Arkel), Sarah Connolly (Geneviève), Ruth González (Pequeño Yniold), Stefano Palatchi (Un médico/un pastor). Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatre del Liceu. Dirección musical: Josep Pons. Dirección coral: Pablo Assante. Dirección escénica: Àlex Ollé.

   Antes de que se alzara el telón, con las luces ya atenuadas, algunos aguardábamos la salida al proscenio de Víctor Garcia de Gomar. El director artístico del teatro no tardó en aparecer para comunicar al público el deceso, a los 93 años, de Bernabé Martí, tenor aragonés que tantas veces pisó con fuerza y valentía las tablas de aquel Liceu que terminó en ceniza y escombros, aunque la memoria lo guardará –lo sabemos– como el Pinkerton que se casó con su Butterfly, después de que Bernabé le robara un beso a Montserrat en aquella remota función coruñesa de 1963. Ojalá el recuerdo reserve también un lugar para aquel tenor, pues no lo merece menos que el marido y compañero infatigable de Montserrat Caballé.

   Tras el aplauso en recuerdo a Bernabé Martí y con el maestro Josep Pons ya en el foso, el Liceu manifestó su condena de la guerra en Ucrania con una sentida interpretación de El cant dels ocells de Pau Casals, a cargo del chelista solista de la orquesta, Cristoforo Pestalozzi.

   Al fin, el telón se alzó y el que escribe cayó cautivo en un mundo de ensueño. Es tanta la complejidad de la ópera, son tantas personas aquellas que intervienen en ella, son tantas las circunstancias que pueden determinar el éxito o fracaso de una función, que, cuando todas las piezas encajan, es tan raro, tan extremadamente insólito que parece milagro, pero ese milagro es el único momento en que la ópera cobra sentido, ese milagro lo justifica todo, ese milagro es el que recupera al más escéptico, el que lo vuelve a enamorar. El pasado viernes 18, el Gran Teatre del Liceu volvió a ser el escenario de un milagro así.

   El acervo popular ha fatigado la consideración de Pelléas et Mélisande, el único empeño operístico de Claude Debussy, como una obra difícil y aburrida, y la vitalidad de ese lugar común quedó tristemente atestiguada, el pasado viernes, por la hiriente imagen de la sala del Liceu con filas enteras de localidades vacías. Sin embargo, aquellos que hemos asistido a las funciones de esta producción hemos quedado armados de razón para desbaratar ese tópico. ¡Qué extraño, salir del teatro con la impresión de no haber perdido dos o tres horas ante un espectáculo deshonesto! Porque, entendámonos, en nuestro tiempo, la ópera es, «las más noches», una impostura, un hartazgo de tópicos, un ejercicio de burocrática exhumación, una solemne oquedad o, peor aún, un espectáculo completamente ajeno a nosotros, a nuestro sentir, a nuestra realidad, pero que un director o directora de escena se empecina en querérnoslo vender –a precio de oro– como algo perfectamente consonante con nuestra circunstancia individual y social. Asistir a la ópera no suele diferir demasiado de caminar por un museo abarrotado de pinturas de la Anunciación o del rapto de Proserpina o de Europa, tantas que cada una de esas representaciones acaba perdiendo su valor singular ante el visitante. En ese lance, el museo se convierte en un cementerio de arte, el mismo en el que se convierte, “las más noches”, el teatro de ópera, con representaciones desdeñosas, si no negligentes, de las óperas de siempre, las que cierto público de ópera –sobre todo, ese que todavía va a ostentar sortijas, a cerrar negocios y a toser– quiere siempre lo mismo e igual, una y otra vez. Pero cuando todo parece perdido, cuando la ilusión ha sido arrinconada por la desidia y cuando –por qué no decirlo– Wagner se ha convertido en el Godot a quien el público liceísta sigue esperando, llega Debussy y Maeterlinck y una compañía de artistas en estado de gracia para recordarnos que en este mundo sigue habiendo no un museo ni un cementerio, sino un lugar en el que la ópera puede seguir viva y a nuestro lado, capaz de seguir interpelándonos.

   El Liceu ha traído la ópera de Debussy en la producción del artista residente del teatro, Àlex Ollé y, sin lugar a duda, este es el trabajo más redondo de cuantos ha presentado este director en el escenario barcelonés, por su habilidad narrativa, por la ingeniosidad de su puesta en escena, por la meticulosa dirección de actores/cantantes y por la plasticidad y belleza de una escenografía pensada desde, sin embargo, desde una sobriedad conceptual. Sabiamente, la propuesta de Ollé se aleja, en el plano visual, de la representación figurativa y apuesta por una escenografía reducida a esencias, en las que todo es identificable, pero de un modo simbólico, lo cual se corresponde absolutamente con el carácter onírico de la historia de Maeterlinck. Así, la escena está compuesta por un gran cubo giratorio en el que, según el lado que nos muestre, vemos ya las estancias del castillo del rey Arkel, ya la misteriosa gruta que Mélisande conoce de la mano de Pelléas o ya el sótano del castillo, al que descienden los dos hermanos, Golaud y Pelléas. A su vez, esa gran estructura cúbica está cercada por el agua que inunda todo el piso y acaso ese sea uno de los mejores hallazgos del montaje de Ollé.

   Elemento primordial en el libreto, Ollé otorga al agua un carácter omnipresente que refuerza el aislamiento de la historia contada y de sus protagonistas en un marco de intemporalidad que, como anticipaba más arriba, se congracia con el sueño, pues precisamente el sueño es la imagen inestable, la representación líquida, inasible e ingobernada por la razón. Pero también ese aislamiento onírico es la cifra de una opresión, de un mundo cerrado del que los personajes no pueden escapar y, a este tenor, la puesta en escena de Ollé sorprende al sugerir un carácter circular de la historia, cuando en el acto IV vemos a Mélisande vestida exactamente igual manera que al inicio y como no la habíamos vuelto a ver desde entonces. Tal es el impacto de esa imagen que uno desearía que ahí terminara la obra, que el libreto no traicionara la interpretación de Ollé, porque, en efecto, pareciera que aquí el exégeta lleva razón por encima del autor. 

Pelléas et Mélisande en el Liceu de Barcelona

   Sin embargo, el libreto se impone, como es lógico, y Mélisande muere en esa larga escena final del acto V, pero Ollé representa esa muerte desdoblada. Dos Mélisande vemos en escena sobre su lecho de muerte: la del cuerpo, en una estancia del castillo de Arkel, y la que representa su alma, en una cama circundada por el agua, el agua fuera del tiempo, donde se encuentra de nuevo con Pelléas, donde –quién sabe– todo volverá a ocurrir una y otra vez.

   Como he avanzado más arriba, esta bella producción contó con la complicidad absoluta e inspirada de todo el elenco de cantantes y de la orquesta. Entre los primeros, no hubo mácula. Julie Fuchs fue una Mélisande frágil y asustadiza al inicio, en su encuentro con Golaud, toda vez que hechizantemente seductora en su encuentro íntimo con Pelléas, al inicio del acto III, cuando ella peina su largo cabello desde la torre del castillo. Con una voz de bello timbre y pulcra emisión, la soprano francesa supo dar cuenta de las múltiples facetas de su personaje, y esto es algo que puede decirse también de Simon Keenslyside, quien se hizo cargo del complejo rol de Golaud. El barítono inglés, con un timbre elegante y canto noble, aunque con una proyección que puntualmente fue insuficiente, encarnó con gran veracidad la enorme evolución de su personaje, desde el carácter paternal del inicio hasta el desesperado arrepentimiento final, pasando el arrebato celoso ante el acercamiento entre su mujer, Mélisande, y Pelléas y cabe aquí destacar la escena con el hijo del matrimonio, Yniold, en la que Keenslyside se mostró verdaderamente amenazador, al final del acto III. 

   Stanislas de Barbeyrac fue un Pelléas de remarcable suntuosidad vocal, con un bello timbre de tenor lírico y un canto sin atisbo de vulgaridad, sofisticado y minucioso. De proyección considerable, el tenor francés creó un Pelléas apasionado y etéreo a un tiempo, lo cual define de manera precisa al personaje, que, de alguna manera, siempre se presenta como al margen del mundo. En eso se contrasta con Golaud, el hermano sufriente y arrastrado por los acontecimientos. Pelléas, al contrario, es un ser de luz que camina en otro plano y De Barbeyrac supo dar buena cuenta de ello.

   Sufriente como su hijo Golaud, Arkel es un rey apesadumbrado ante el devenir de su prole, un personaje que guarda reminiscencias con el rey Marke de Tristan und Isolde, si bien el rey de la ópera de Debussy es un anciano es ya un anciano enfermo obligado a la mera resignación, aunque tampoco es ajeno a la seductora juventud que irradia Mélisande. Además, la puesta en escena de Ollé nos muestra, en un determinado momento, extraño y desconcertante, cómo este rey es rechazado por su esposa, Geneviève, lo que da cuenta de una relación matrimonial fracasada. Si el rey Marke era, en el drama de Wagner, una figura doliente, pero venerable, Arkel es la imagen del completo abatimiento que se traduce en enfermedad, y en la interpretación de Franz-Josef Selig –quien fuera Marke en aquel memorable Tristan und Isolde que la compañía de Bayreuth ofreció en el Liceu hace algunos años– pudo advertirse esa distinción. El bajo alemán, pese a que su voz no esconde el paso del tiempo, mostró rotundidad en su presencia vocal y escénica. La tristeza de Arkel, por medio de la cavernosa vocalida de Selig, permeó la escena en todas las intervenciones del personaje, espaciadas, pero de enorme intensidad.

   Otro tanto puede decirse de la actuación de Sarah Connolly. La mezzosoprano inglesa, de larga y aquilatada trayectoria, fue un lujo como Geneviève, un rol corto, pero con momentos de intensidad que en la voz de Connolly, todavía atractiva y con vigorosa emisión, encontraron la mejor encarnación sonora, y lo mismo ocurrió con el Yniold impersonado por Ruth González. Con una voz enblanquecida y sonidos depurados de vibrato, la soprano tinerfeña fue un hallazgo de veracidad en su encarnación del pequeño niño, hijo de Golaud y Mélisande, y protagonizo uno de los momentos más desasosegantes de toda la representación, en la escena que del violento interrogatorio de Golaud a su hijo, a final del tercer acto.

Pelléas et Mélisande

   El experimentadísimo bajo Stefano Palatchi completó, con la acostumbrada profesionalidad, el reparto asumiendo los dos roles menores de un médico y un pastor, toda vez que el coro cumplió con corrección su testimonial aparición en la ópera.

   El programa de mano de estas funciones liceístas recoge unas palabras que Debussy dirigió a los cantantes del estreno de su ópera en el primer ensayo, y dicen así: “Señoras y señores, este es mi Pelléas et Mélisande; ustedes la van a cantar, pero para ello deben olvidar que son cantantes.” Certero consejo que el entero elenco vocal pareció haber incorporado en su actuación. Sin acordarse de serlo, todos se descubrieron como cantantes maravillosos, y ojalá fuera siempre así.

   La escritura de Debussy es siempre un derroche de colores y texturas sonoras que en el medio orquestal alcanza, acaso, su máxima exuberancia, y para esta ocasión no ha podido encontrar un intérprete mejor que la Orquesta Sinfónica del Gran Teatre del Liceu, liderada por su director titular, Josep Pons. El director catalán extrajo de su conjunto un sonido siempre diáfano, en el que se superpusieron –siempre reconocibles– las ricas texturas debussyanas, y esa claridad expositiva se sostuvo, en todo momento, en un cuerpo sonoro denso, sólido, ligero, pero sin menoscabo de elocuencia dramática. La orquesta mostró, sin excepción, una completa cohesión de conjunto y una precisión solista sin mácula. 

   Sin duda, Pons completó una de sus mejores interpretaciones al frente de su orquesta, un conjunto que –es de justica recalcarlo– demostró atesorar una calidad enormemente mayor a la que acostumbra a presentar. En suma, noches como la narrada por esta crónica son las que devuelven la esperanza, las que encuentran un lugar seguro en la memoria y las que engrandecen la historia de este teatro que cumple ahora nada menos que 175 años.

Fotos: David Ruano

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