CODALARIO, la Revista de Música Clásica

Críticas

Crítica: Katharina Konradi y Malcolm Martineau en el XVIII Ciclo de Lied del CNDM y el Teatro de la Zarzuela

6 de abril de 2022

No debemos tener rubor en llamar Lied a las canciones compuestas por los músicos de diversas nacionalidades, con el apellido «francés» (con su rítmica particular y sus colorismos/cromatismos inequívocos), «español» (multitud de micro-universos, que van desde lo popular a lo quintaesenciado) o «hispanoamericano» (tan pegado a lo popular en ciertos compositores, como Ginastera o Guastavino).

Konradi y su luminoso debut

Por Óscar del Saz | @oskargs

Madrid, 4-IV-2022, Teatro de la Zarzuela. Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM]. XXVIII Ciclo de  Lied, recital 6. Obras de Gabriel Fauré (1845-1924), Robert Schumann (1810-1856), Claude Debussy (1862-1918), Alberto Ginastera (1916-1983), Xavier Montsalvatge (1912-2002). Katharina Konradi (soprano), Malcolm Martineau (piano).

   Con gran afluencia de público, asistimos al debut de la soprano de Kirguistán Katharina Konradi (1988), formada en Alemania, acompañada al piano por el veterano y experto Malcolm Martineau (1960). En el programa, aparecen una serie de obras variopintas para demostrar el hecho de que el término «Lied» (canción) no debe referirse solamente a lo que conocemos como «Lied Alemán» –si bien, se considera como la cuna del Lied–, como puedan ser los Liederkreis, sino que debe extenderse a cualquier composición musical piano-voz sobre textos o poemas, cuya temática no tenga por qué ser obligatoriamente romántica, aunque sí deba llevar –ese es su objetivo primordial– a remover la sensibilidad del escuchante.

   Es por ello que, como sinónimo del término «Lied», y haciendo un somero resumen que ilustre lo que queremos comentar, destacan en Francia las mélodies de Gabriel Fauré, Claude Debussy, Maurice Ravel, Francis Poulenc, etc. En España podemos significar las canciones de Manuel de Falla, Amadeo Vives, Joaquín Turina, Enrique Granados, Xavier Montsalvatge, Eduardo Toldrà, Federico Mompou…, que constituyen –cada uno– una escuela propia, imbricado todo ello con las influencias del flamenco, otras músicas populares, la cultura colonial y muchos otros influjos. En Inglaterra, compositores señeros en este arte –sin poder citar a todos– fueron Edward Elgar, Benjamin Britten, Gerald Finzi, Roger Quilter, Peter Warlock, Ralph Vaughan Williams…

   Por ello, no debemos tener rubor en llamar Lied a las canciones compuestas por los músicos de todas las nacionalidades citadas, con el apellido «francés» (con su rítmica particular y sus colorismos/cromatismos inequívocos), «español» (como hemos visto, aquí sí que hay multitud de micro-universos, que van desde lo popular a lo quintaesenciado) o «hispanoamericano» (tan pegado a lo popular en ciertos compositores, como Ginastera o Guastavino).

   Obviamente, es imprescindible que los intérpretes –los cantantes y los pianistas– sepan realizar una adecuada diferenciación estilística de cada uno de esos universos, como creemos fue el caso del recital presentado por la debutante, que junto a Martineau consiguieron elevar la temperatura del recital según se iban desgranando las obras. A nuestro juicio, el binomio funcionó perfectamente, además de que nunca hayamos visto a Martineau tan feliz y satisfecho enunciando a flor de labio la palabra «Brava», dedicada al menos por tres veces a Konradi durante los aplausos.

   Fueron cinco canciones de Fauré para abrir el recital que nos ocupa –con textos de Victor Hugo, Paul Verlaine y Armand Silvestre– , las que nos sirvieron para comprobar las fenomenales hechuras –también las de la empatía y elegancia sobre las tablas– de esta cantante de una voz esplendorosa, de gran belleza, con esmalte en el timbre, muy particular e inagotable. No siendo una voz en exceso grande, su manejo obra de forma flexible, con muy buena afinación e igualación en todos los tramos de su extensión, con notable fraseo y canto legato, riqueza dinámica y alta capacidad de matización, siempre al servicio de la expresividad y de la comunicación del mensaje, que llega de forma certera. Destacamos de la quíntupla de Fauré la bella ligereza de Le papillon et la fleur, así como la interpretación serena y melancólica de Les berceaux, que rememora el vaivén de las barcas en el agua, como parábola sobre cómo las madres mecen a sus niños en la cuna. Por supuesto, destacamos Notre amour, paradigma de fineza, ejecutada con suma elegancia y variabilidad para poder repetir esas dos palabras siempre con matices distintos. Del conjunto de todas ellas, destacamos el correspondiente acompañamiento de altos vuelos, muy imaginativo, por parte de Martineau.

   En los Liederkreis, el Opus 39, sobre textos de Joseph von Eichendorff (1788-1857) (no confundir con el Opus 24, sobre textos de Heinrich Heine (1791-1856)), la temática es plenamente emocional optimista/pesimista, muy a tono de la época de enamoramiento de Robert Schumann con Clara Wieck, antes de su matrimonio y que se corresponde con el ejemplo perfecto del Lied romántico alemán. De hecho, él la escribe diciendo: «El ciclo de Eichendorff es mi música más romántica y contiene mucho de ti, querida Clara».

   La versión de Konradi/Martineau es fiel a una psicología positivista –porque además en la voz de una soprano estos Lieder suenan muy distintos–, sin olvidar recalcar los tintes oscuros, todo ello en un entorno onírico, tanto por parte de la voz como por parte del piano –en ese sentido, ésta es la especialidad de Martineau, con esa atmósfera fantasiosa que recrea desde el teclado–. Aunque el ciclo quedó perfectamente retratado, destacamos, de las doce, la mágica tercera (Waldgespräch [Conversación en el bosque]), donde la cantante ha de desdoblarse también en el personaje de la bruja; la quinta (la más conocida, Mondnacht [Noche de luna]), muy apropiada para ese brillo tan especial de la voz de Konradi; y la muy rítmica penúltima (Im Walde [En el bosque]).

   La segunda parte abrió con las Ariettes oubliées, de Debussy, seis canciones que constituyen un ciclo en sí mismo, con bellos versos de Verlaine y una escritura musical que gusta de las alteraciones en el pentagrama, que desdibuja la atmósfera y nos lleva a un estado de ensoñación, tanto de la psique interior de los personajes como la de los paisajes. La más efectista fue, desde luego, Chevaux de bois [Caballitos de madera], tanto en el piano como en el canto, con esa puesta en escena imaginaria de los caballos del carrusel que giran de forma infinita. En el resto, se subrayaron de forma efectiva el colorismo, las dinámicas y la elaborada matización.

   Para finalizar el recital, se sirvieron en perfecto idioma español las famosas Cinco canciones populares argentinas, op. 10, compuestas en 1943 por el bonaerense Alberto Ginastera, que también constituyen en sí mismas una unidad, pero en alternancia de ritmos rápidos y/o lentos. A destacar en esta sección la capacidad de apianar de la voz de nuestra protagonista –y el delicadísimo acompañamiento de Martineau–, como hizo en Triste –que fue lentísima–, o en Arrorró.

   Para continuar admirando el dominio del idioma de Cervantes de Katharina Konradi se escucharon tres de las cinco Canciones negras de Montsalvatge, un atinado encuadre antillano-cubano desde la Costa Brava. Punto de habanera confesamos que es nuestra debilidad, muy bien dibujada por nuestra intérprete, lo mismo que Canción de cuna para dormir a un negrito y Canto negro, que aunque resultaron un tanto graves para nuestra soprano, fueron expuestas con todo lo necesario para considerarlas representativas interpretaciones.

   El recital fue muy del gusto del público, que premió con largas salvas de aplausos a los dos intérpretes, que acabaron felices y sonrientes en el escenario del Teatro de la Zarzuela, obligándose a conceder dos propinas: la florida y de bellas notas encadenadas, Fischerweise [La sabiduría del pescador], de Schubert, y la siempre complicada de afinación Nana, de Falla. Es verdad que para un debut, Katharina Konradi pudo arriesgar más con un repertorio técnicamente –o vocalmente– más exigente en la tesitura, pero entendemos que la cantante apostó por un recital basado en la emoción, el detallismo y en la complejidad del cambio en los estilos de músicos tan diferentes, y no en la pirotecnia vocal. Y sí, la emoción estuvo presente en buena parte del recital, al que calificamos arriba como «luminoso» porque la voz y la presencia de Katharina Konradi fue capaz de iluminar de forma muy personal cada una de las canciones que interpretó, así como de ilusionarnos con una próxima visita al Ciclo de Lied.

Fotografías: Rafa Martín/CNDM.

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