CODALARIO, la Revista de Música Clásica

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CRÍTICA: VALERY GERGIEV INTERPRETA OBRAS DE TCHAIKOVSKY EN BARCELONA, AL FRENTE DE LA ORQUESTA DEL MARIINSKY. Por Alejandro Martínez

14 de enero de 2013
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INEXORABLE GERGIEV

       Tan sólo un día después de haber triunfado en el Liceo acompañando a Netrebko en la ópera Iolanta, la Orquesta del Teatro Mariinsky de San Petersburgo ofreció un concierto dedicado íntegramente a Tchaikovsky, como inicio de una gira que le llevará estos días por otras capitales españolas. A las órdenes de Valery Gergiev, alma y sostén de esta formación, y con la colaboración de Jorge Luis Prats al piano, ofrecieron un programa compuesto por el Concierto no.1 para piano y orquesta y la Sinfonía no.5.

      Hasta hace algunos años, Jorge Luis Prats era prácticamente un desconocido para la mayoría del público. No en vano, su carrera es justo el caso opuesto al fulgurante destello de algunas jóvenes promesas. Prats ha llegado a ganarse un lugar en el mundo del piano como resultado de una carrera de fondo. A sus 56 años, este pianista cubano ha conseguido afianzar un estilo reconocible en un mundo, el del piano, donde cada vez escasean más los intérpretes con personalidad. El suyo es un piano lleno de contrastes, quizá en exceso enfático y no todo lo íntimo y lírico que la partitura de Tchaikovsky que interpretó en Barcelona demanda en ocasiones. Logró, no obstante, momentos de una comunicación sutil y auténtica durante el segundo movimiento, aunque la lectura general del concierto pudiera antojarse, en una valoración global, demasiado expuesta, más elocuente que introspectiva.

      Sea como fuere, Prats disfruta al piano y entiende su tarea como una recreación obligada a llevar las obras más allá incluso de lo que hubiera previsto. Por eso a veces pudiera antojarse algo marcada su elección de intensidades y contrastes, generalmente acusados. Pero lo cierto es que eso convierte su piano en una manifestación de gran riqueza, a veces heterodoxa, pero siempre auténtica. Así sonó su Tchaikovsky, brioso, siempre musical, a veces desbordante, pero también lírico. Después del Concierto no. 1 para piano y orquesta del compositor ruso, Prats ofreció dos bises. Primero las Danzas cubanas de Ignacio Cervantes y después, ante el caluroso recibimiento del público, la Mazurka glissando de Lecuona, en la que derrochó virtuosismo y espectacularidad al piano.

      Resultó curioso observar al maestro Gergiev escuchando atento, de pie, a un lado del escenario, las dos propinas de Prats. Con semejante admiración a la que podía leerse en los rostros de los instrumentistas, realmente fascinados por el buen hacer del pianista.

       Gergiev dibuja la música en el aire con sus manos, la modela como un demiurgo. Y la música parece entreverse así como esculpida en mitad de la sala de conciertos, como volviéndose inexorable. La comunicación visual entre Gergiev y los músicos habla por sí misma. Hay entre ellos una complicidad estudiada que permite al director ruso comprender el directo como algo vivo, no ya como la mera recreación mecánica de lo ensayado. De ahí que se permita semejante riqueza y variedad de intensidades, dinámicas y tiempos. Y de ahí también que la orquesta responda atentísima, ejecutando sus demandas con pasmosa sencillez.

      Si por algo destaca la dirección de Gergiev, en la que se advierte una evidente maduración durante la última década, es por la claridad y nitidez expositivas, por un lado, y por la variedad de intensidades y la riqueza de acentos, por otro. Realmente, en sus manos, trasluce una arquitectura sinfónica inteligible, siempre domeñada, con esos crescendi tan bien planteados, de tensión contenida. Una claridad arquitectónica, aunque flexible, que se agradece sobre todo en movimientos como el Andante maestoso - Allegro vivace que cierra esta sinfonía, a menudo expuesto con un ímpetu que se vuelve alboroto.

      Gergiev acertó de pleno con esta sinfonía: acertó jugando con las texturas e intensidades de las cuerdas hasta el infinito durante los dos primeros movimientos; acertó con el tono y los acentos en el Valse del tercero; y sacó lo máximo de sus músicos en un cuarto movimiento arrollador, idiomático e intenso. A menudo nos deshacemos en elogios sobre Abbado, Muti, Barenboim, Thielemann... pero quizá no reconocemos a Gergiev su genialidad, su maestría consumada. Seguramente, a estas alturas de su carrera, estamos ante el mejor Gergiev, un maestro inspirado, que sabe lo que quiere, lo que busca, y que además ha conseguido afianzar una formación, la Orquesta del Teatro Mariinsky, hasta el punto de poder codear su buen hacer con el de las principales formaciones germanas. La destreza de una orquesta se mide, entre otras cosas, por su capacidad para sonar piano y para recrear con naturalidad la transición entre intensidades. En este sentido, maravilló el derroche de virtuosismo que ofreció la orquesta del Mariinsky, especialmente sus cuerdas, durante los primeros movimientos de esta Quinta sinfonía. Gracias a esa conjunción entre Gergiev y los músicos del Mariinsky la Sinfonía no. 5 sonó inexorable, como inexorable es el destino que alimenta, como motivo temático, las tres últimas sinfonías de Tchaikovsky. Así las cosas, nos quedamos con ganas de escuchar la Patética que ofrecían al día siguiente en Girona. Si se nos permite un consejo: que nadie pierda la ocasión de disfrutar de su buen hacer en la gira por varias ciudades que emprenden estos días.

 

 

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