CODALARIO, la Revista de Música Clásica

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SOBRE LA ÓPERA ESPAÑOLA Y LOS 'DESECHOS' DE JORGE FERNÁNDEZ GUERRA. Por Arturo Reverter

24 de enero de 2013
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© Elena Cuesta

UNA PIEDRA EN EL CAMINO

       Ha habido siempre, desde las fiestas musicales del Palacio de Aranjuez del siglo XVI, teatro cantado en España; y numerosas formas líricas nacidas del acervo popular: jácaras, entremeses, tonadillas. También, al socaire de estos géneros menores, llegándonos ya a mediados del siglo XIX y recuperando antiguos moldes, obras en las que se alternaban música y texto y que dieron en llamarse zarzuelas, que adquirieron con el tiempo notable importancia, tanto en su forma más breve y castiza como en su dimensión más amplia. Todo ello corrió en paralelo, a partir de los inicios del siglo XVIII, con la ópera italiana, introducida en nuestro país por el Marqués de Scotti, ampliamente difundida, como en toda Europa, e influyendo poderosamente en los rasgos autóctonos, en un proceso de trasvase de ida y vuelta. Muchos de nuestros músicos se adaptaron a esas influencias y hasta escribieron en la lengua de Dante.
       Claro que tal estado de cosas, que amparaba asimismo, lógicamente, el desembarco de cantantes y músicos foráneos, no era posible que se mantuviera eternamente. Y comenzaron las reacciones, comandadas, ya bien entrado el XIX, por algunos representantes tan conspicuos como Bretón o Chapí, que seguían la estela marcada por relevantes predecesores llamados Gaztambide o Barbieri. Y la zarzuela fue el bastión que pretendía la defensa de nuestros valores; una labor meritoria que tuvo éxito. No sucedió lo mismo con la ópera propiamente dicha, que no terminó nunca de fructificar aquí. Podemos decir que no existió en esta tierra un fenómeno unívoco, unitario, firme y definido de ópera nacional, como sí lo hubo en otras latitudes.

      Pero ello no significa que no hubiera compositores que lucharan por ello y que no escribieran decenas y decenas de títulos, hoy en su mayoría olvidados. Es decir, no hubo una ópera española, pero sí óperas españolas. Y las continuó habiendo, y en no pequeña y relevante medida durante todo el XIX y buena parte de los inicios del XX. La figura de Pedrell es muy significativa al respecto, tanto como adaptador de la estética wagneriana cuanto como defensor de las estructuras musicales netamente hispanas. Obras como Quasimodo, El rey Lear, Mazeppa, Cleopatra o Tasso, entre las de la primera etapa, y Los Pirineos, La Celestina y El Conde Arnau como representativas de la segunda.
       Tras el cierre del Teatro Real en 1925 y no estando el Liceo de Barcelona, como norma, especialmente interesado en las nuevas producciones, la creación lírica española, que se iba bandeando con los últimos frutos de la zarzuela llamada grande, languideció. Hubo luego un largo paréntesis de sequía, un corte drástico en una tradición operística nunca del todo conformada. Luis de Pablo empezó a animar el cotarro en los años ochenta con su Kiu y su Viajero indiscreto. Pero faltaba una normativa, un código reconocible que pudiera otorgar talla dramática a partituras realmente bien pergeñadas y que dieron cauce a creaciones muy estimables de Marco y, más adelante, siguiendo una importante labor de apoyo llevada a cabo desde el INAEM, de compositores más jóvenes que, aun sin formación lírica y desconociendo en muchos casos el tratamiento de la escritura vocal, se lanzaron ilusionadamente al ruedo obteniendo en algún  caso resultados apreciables. Sonaron entonces los nombres de Fernández Guerra, Durán Loriga, Aracil, Pérez Maseda, Encinar, García Román, Manchado, Balboa...
       Hoy contamos con otros autores más tiernos que han intentado poner en pie óperas de bolsillo, en algunos casos impulsados por Musicadhoy a través de Operadhoy. Unos pocos, Sánchez Verdú, Pilar Jurado, pronto Elena Mendoza, han conseguido entrar en la programación del Real, que suele dirigir su mirada más bien hacia productos de importación, como ha sucedido recientemente con The Perfect American de Glass. Algo lógico en un teatro cuya dirección actual no siente el más mínimo interés por lo que se hace o puede hacerse aquí, ni antes ni ahora. Nuestro patrimonio está totalmente abandonado desde hace unos años.
       Hay quien todavía se arriesga, lo que es aún más loable y sorprendente en estos tiempos de aguda crisis, en los que la cultura ha dejado de ser un bien protegido casi siempre. Son músicos solventes como Jesús Torres, Jesús Rueda, César Camarero o David del Puerto. Éste último escribió, por encargo del Festival de Tenerife, sellado en una carta de compromiso, una ópera, Vacaguaré, en torno al caudillo guanche Tanausú que no sólo no se ha estrenado en la fecha convenida sino que ni siquiera se le ha pagado. Dos años de trabajo para construir una partitura de más de hora y media para, por los dichosos recortes, llegar a esto. Lamentable. Y por desgracia no tan inusual.
      Nombrábamos antes a Jorge Fernández Guerra, autor de la primera ópera encargada en aquellos ochenta por el Ministerio de Cultura: Sin demonio no hay fortuna, obra jugosa, irónica, de muy buena factura, que ponía en evidencia un talento lírico indudable y que ilustraba un libreto del joven Leopoldo Alas, desgraciadamente desaparecido en 2008. El tiempo ha pasado y el compositor, que ha desempeñado en los últimos años el puesto de director del CDMC, ha escrito recientemente un libro de mucho interés titulado Cuestiones de ópera contemporánea. Metáforas de supervivencia. Y ha trasladado su pensamiento, dando un ejemplo, a su más moderno producto lírico, titulado Tres desechos en forma de ópera, en cierto modo también una metáfora.
       El compositor ha constituido la compañía LaperaÓpera, responsable del estreno, llevado a cabo en el Teatro Guindalera de Madrid gracias al apoyo recibido de Verkami, plataforma de crowdfunding para proyectos creativos, y de algunos particulares. La obra, una brevísima operita, en efecto, es una reducida expresión del género, una manera de abrir camino en estos años especialmente difíciles. Esta frase lo dice todo: "Quiero demostrar que a la ópera española la precariedad le sienta bien". Y a fe que, con los mínimos mimbres, lo ha conseguido a base de echarle imaginación.
       Se parte de una "orquesta" de tres miembros, un violín, un clarinete y un contrabajo, a la que se añaden dos voces solistas, una soprano ligera y un barítono lírico. Suficiente para sostener una sencilla y relativamente graciosa historia de una pareja que se conoce por azar y que va marcando, en una escena precaria, callejera y ambulante, distintos momentos de la relación hombre-mujer, al tiempo que no para de hacerse preguntas -la mayoría sin respuesta- y de lanzar al aire sugerencias. "Una ópera de la indigencia, del bricolage de desechos", un testimonio fulgurante de la muerte de la ópera a la vez que una ventana que apunta un camino.
       Se parte para este espectáculo de la música de Satie, que es, nos dice el creador, "estirada, tratada, variada y ampliada, nos trae aromas de melancolía y lucidez, que nos llega directamente de aquellos cabarets de Montmarte de finales del siglo XIX". Los instrumentistas callejeros, ataviados despreocupadamente, desmenuzan, sin duda, piezas pianísticas del bienhumorado compositor francés que son trabajadas muy hábilmente. La buena docena de fragmentos instrumentales o instrumentales y vocales parten de la fantasía del compositor, que se las avía para dar variedad al conjunto y para que cada uno de ellos nos parezca distinto. Para ello se dispone de una rítmica cambiante que nos trae a la memoria en ocasiones el mundo del jazz y en otras las experiencias neoclásicas de Stravinski. Nos parece estar escuchando de vez en cuando secciones de La historia del soldado del músico ruso. Se emplea con abundancia el pizzicato y se trasladan y tornasolan los temas en un constante intercambio, en ciertos instantes desvergonzado.
      Puede que, en correspondencia, el canto, que encuentra momentos de sano lirismo y que entona con gracia acertijos como aquel que dice "Por un camino estrecho va caminando un bicho...", no posea un valor caleidoscópico y que el recitativo melódico nos llegue a parecer episódicamente un tanto monótono. Pero las figuras vocales y los acentos son acertados y están bien pensados para los cantantes, que pueden decir y respirar con naturalidad.
       Sólo plácemes ha de recibir la interpretación de los esforzados cinco músicos. El curioso trío instrumental, del que Fernández Guerra logra extraer interesantes efectos tímbricos, constituido por Mónica Campillo (clarinete) -en el preestreno actuó Miguel Ángel Dopazo Recamán-, Gala Pérez Iñesta (violín) y Miguel Rodrigáñez (contrabajo), actuó impecablemente, con justeza rítmica y mucha fina ironía; como la que a la postre despliegan la partitura y la acción. Muy bien los dos cantantes. Ruth González posee una voz fresca y aérea, de timbre penetrante. No tuvo problemas para la coloratura. Enrique Sánchez es expresivo, posee grato color, emite bien y sabe colocar las notas en su sitio sin aparente esfuerzo. Un dúo bien avenido.
       Todos ellos se movieron en un escenario callejero graciosamente diseñado por Florentino Díaz con muy escasos elementos, y siguieron las pautas directoriales de Vanessa Montfort. La cálida iluminación fue cosa de Santiago Noreña. Un equipo bien conjuntado que con los demás y tras servir los planteamientos del autor deja la puerta abierta para otras escaramuzas; al menos mientras los estamentos oficiales no sean más sensibles y generosos hacia las gozosas aventuras de este carácter. El público llenó la pequeña sala los ocho días previstos.
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