La Sinfónica de Montreal y Rafael Payare triunfan por todo lo alto en el Konzerthaus de Viena
Inolvidable
Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena. Konzerthaus. 24-X-2022. Orchestre symphonique de Montréal. Wiener Singakademie. Director musical: Rafael Payare. Nänie op. 82, y Schicksalslied -La canción del destino- op. 54 de Johannes Brahms. Sinfonía n°5 de Gustav Mahler
Cuando hace poco más de un mes comentábamos que Christian Thielemann y la mítica Staastskapelle de Dresde ponían el listón altísimo para el resto de la temporada internacional del Konzerthaus, nos preguntábamos si se podría superar.
Es arriesgado decir si se ha superado o no, pero lo que sí podemos decir es que al menos se ha igualado. Además de manera un tanto sorpresiva. Porque si el binomio Thielemann-Dresde es una apuesta segura con Bruckner, a priori no esperábamos lo mismo del Payare-Montreal ni con Brahms ni con Mahler.
He dejado pasar conscientemente unos días entre el concierto y la reseña, para darle tiempo a mi cabeza para asimilar si lo que sentimos al acabar el concierto era fruto de la exaltación del momento, o si realmente había sido algo fuera de lo común. Cuando uno ha visto la quinta sinfonía mahleriana en quince ocasiones, con maestros de la talla de Eliahu Inbal, Gary Bertini, Yuri Temirkanov, Semyon Bychkov o Vladimir Jurowski entre otros, es muy fuerte decir «esta es la mejor Quinta de Mahler que he visto en mi vida». Sin embargo, pasan los días y la sensación no cambia.
Hasta la fecha nunca había visto en vivo en el podio a Rafael Payare. Le recordaba como uno de los trompas solistas de la «Joven Orquesta Simón Bolivar de Venezuela» con la que Gustavo Dudamel asombró al mundo musical entre 2005 y 2010, y también sabía que sus inicios en la dirección habían sido apadrinados por figuras tan importantes como Claudio Abbado y Daniel Barenboim. Aunque por lo visto en este concierto, la persona que pienso que más le ha podido influir ha sido el añorado Lorin Maazel durante la temporada que fue asistente suyo en la Filarmónica de Munich. Desde entonces, sendas titularidades en Belfast y en San Diego, han ido elevando su figura hasta su llegada este año al podio que durante tantos años lideraron Charles Dutoit y Ken Nagano.
Dicho con todo el respeto del mundo, cuando entró en el escenario pareció poquita cosa. De estatura no muy alta y caminar sosegado, en la distancia se le ve un cierto parecido a Giuseppe Sinopoli. Sin embargo, cuando sube al podio batuta en mano, sus formas se asemejan más a las de Lorin Maazel. Su estilo en el podio seduce al oyente. Dibuja las frases en el aire de manera elegante y precisa. Trabajar con él en la orquesta debe ser una maravilla porque no hay detalle que no marque con la batuta, mientras con la mano izquierda pide mas o menos intensidad, y abre o cierra círculos. Cambios de ritmo, ritardandos o acelerandos, más intensidad aquí, silencio mas prolongado allá, Rafael Payare consigue un trazo finísimo y una calidad de sonido apabullante. Es una forma de dirigir que supone un importante desgaste físico, lo que se le notaba en las breves pausas entre movimientos. Pero no se queda ahí, construye la obra con las ideas muy claras y te mete en su versión de modo inevitable, de manera que ya no puedes salir de ella.
Si además tienes contigo una centuria como la canadiense, con unas cuerdas que pueden rivalizar con cualquiera de las big five – big seven si sumamos a las californianas–, unas maderas con una enorme paleta de colores, una percusión rítmica y precisa como pocas, y una sección de metales de sonido y eficacia apabullantes, que además se benefician del cuidado continuo que les profesa su antiguo «compañero de filas», tenemos el coctel perfecto. No había visto a la orquesta desde 2016 en el Carnegie Hall neoyorquino con su entonces director Ken Nagano, pero la orquesta no ha perdido un ápice del nivel al que la llevó el californiano. Payare sigue jugando la carta del sonido fresco y directo, y del virtuosismo natural, sin excesos innecesarios.
La primera parte fue una gozada. Nänie y La canción del destino- Schicksalslied son dos obras conocidas por el disco, que en general son difíciles de ver en vivo. Como dice un amigo que se dedica a la organización de conciertos, son obras «muy caras» y sin impacto inmediato. En ellas Johannes Brahms vuelca todo su oficio y su capacidad para crear música a partir de unos pocos versos. Nänie es una canción fúnebre basada en el poema de Friedrich Schiller sobre lo inevitable que es la muerte. Brahms la compuso en 1881 en memoria de su amigo el pintor Anselm Feuerbach, y cuando la escuchas, sientes ese halo espiritual que rara vez te motiva, un poco a la manera del Réquiem de Fauré. La obra fue aún más bella en las voces del coro local, el Wiener Singakademie, perfectos conocedores de la acústica de la casa, que se mostraron adecuadamente empastados, con una sonoridad que te elevaba a la gloria. El Sr. Payare lo llevó de manera calmada, ensoñadora, recreándose en el texto y en las voces, y transmitiendo esa sensación de paz y sosiego que la obra desprende.
El mismo clima de ensoñación y paz se mantuvo en el comienzo y final de La canción del destino, solo roto por el Allegro intermedio que parece sacado de una misa de difuntos. Los versos de Friedrich Hölderlin hablan de brisas luminosas en el cielo y de lo inevitable de la muerte, y Brahms nos lleva por el camino de la vida, lentamente al principio y al final, y con prisa en la edad madura. De nuevo el Sr. Payare consiguió una simbiosis casi perfecta entre coro y orquesta que nos llevó al descanso con una amplia sonrisa en la cara.
Pero tras la «paz brahmsiana» venía la «tormenta mahleriana». La Quinta sinfonía, compuesta entre los veranos de 1901 y 1902, justo el año en que conoce y se casa con Alma, marca una ruptura con su pasado y la entrada en una nueva fase creativa. Atrás quedan los textos del Wunderhorn y su respeto mas o menos profundo por las formas clásicas, para llegar a lo de «Todo estilo nuevo exige una técnica nueva».
El Sr. Payare arrancó la marcha fúnebre inicial como si fuera una continuación de las canciones brahmsianas, como eludiendo el conflicto. En el tema posterior, la cuerda siguió sonando bellísima e incluso los posteriores estallidos orquestales y las consecuentes reexposiciones sonaron demasiado controlados. Pero poco a poco, de manera casi imperceptible, casi como un motor diésel, Payare iba incrementado la tensión, que ya se vio de manera efectiva al final de movimiento, si bien, aun evitando grandes contrastes como el pizzicato final de las cuerdas, casi siempre ácido, y que en las manos de Payare fue casi un suspiro.
La entrada del segundo movimiento ya fue tempestuosa, con las cuerdas entrando en calor, y las maderas vivas y chispeantes. Por contraste, el segundo tema -que interrumpe literalmente al primero- fue una balsa de aceite en el que el calor subía por momentos. En los distintos desarrollos posteriores, el Sr. Payare fraseó con esmero, esgrimiendo un trazo finísimo, de esos que solo puedes conseguir con orquestas excepcionales. Los metales siguieron creciendo compas a compas, y las cuerdas ya eran puro fuego. En la coda todas las familias mostraron su inmensa calidad. Pura alquimia para conseguir que el sonido se difuminara.
Con el complejo y atractivo Scherzo central, Rafael Payare terminó de conquistar a los que aún no lo estuvieran. Tanto en el vals como en el trío o en las distintas transiciones, lo que escuchábamos era oro puro. Los dos solos de Catherine Turner, la trompa principal, fueron de no creer. Los pizzicatos cálidos y precisos, y todo el fraseo posterior fue alquimia sonora. Precioso el Adagietto, sin caer en ningún tipo de manierismo, y donde las cuerdas exhibieron su lado más fascinante.
En el arranque del Rondo Final exhibieron su clase los distintos solistas de viento, aunque fue en la fuga posterior que arrancan los violonchelos, donde se dio el pistoletazo de salida. De ahí hasta el final fue un no parar. El director se vino más arriba si cabe aún más. Los músicos pegados a él exhibiendo virtuosismo a raudales. El equilibrio conseguido por las cuerdas fue inmejorable, combinando incandescencia con una agilidad difícil de conseguir. Los metales dieron una clase maestra sin mostrar el menor signo de fatiga. Cada entrada de cellos y contrabajos, ácidas a mas no poder, nos ponían los pelos como escarpias. Cada clímax parecía mejor que el anterior. Los músicos montrealenses, en un final frenético, se pasearon por la coda final, siempre complicada y donde los músicos suelen andar al límite, con una destreza asombrosa.
El triunfo fue clamoroso y con algo muy raro en esta ciudad donde se pueden ver varias quintas de Mahler casi todos los años. Con el último acorde, más de la mitad del patio se puso en pie. El Sr. Payare levantó a toda la orquesta por secciones, y en la tercera salida, en una actitud de antidivo encomiable, se negó a saludar solo, levantando al concertino y consecuentemente a toda la orquesta. Mientras el público seguía inmóvil aplaudiendo sin parar, a pesar de lo tarde que era, en la cuarta salida los músicos le aplaudieron de manera unánime -incluso muchas de las cuerdas que no se limitaron a golpear el atril con el arco-. Aun hubo otra salida más, con el público completamente rendido a orquesta y director. Lo que son las cosas, una orquesta canadiense con un director venezolano, triunfan por todo lo alto con Mahler en Viena.
Y no. No puedo decir lo de «esta es la mejor Quinta de Mahler que he visto en mi vida», aunque quizás sí lo haya sido. ¿Para qué? Es innecesario. Mahler revive día a día en nuestra mente y en nuestra alma, y noches como ésta no hacen sino ser testigo de ello. Por su parte, el listón sigue altísimo en el Konzerthaus. En tres semanas, otra de las sensaciones del momento. Veremos si Klaus Makela también está a la altura.