En la capital sajona hemos sido testigos del mejor Anillo del berlinés, el director que mejor hace esta obra en la actualidad. La sensación de cierre de una etapa gloriosa se percibía en el ambiente por mas que a Christian Thielemann aún le quede otra temporada
Ricarda Merbeth se sumó a la fiesta
Por Pedro J. Lapeña Rey
Dresde, 10-II-23, Dresden Semperoper. El ocaso de los dioses, de Richard Wagner). Andreas Schager (Sigfrido), Ricarda Merbeth (Brunilda), Adrian Eröd (Gunther), Anna Gabler (Gutrune), Markus Marquardt (Alberich), Stephen Milling (Hagen), Waltraud Meier (Waltraute), Michal Doron (1ª Norna), Kristina Stanek (2ª Norna), Daniela Köhler (3ª Norna), Lea-ann Dunbar (Woglinde), Štěpánka Pučálková (Wellgunde), Ann-Beth Solvang (Floßhilde). Sächsische Staatskapelle Dresden. Dirección Musical: Christian Thielemann. Dirección de escena: Willy Decker.
Dejamos la Semperoper el miércoles en clima de euforia y ya no lo abandonamos durante la representación del viernes. A los valores seguros de Christian Thielemann y Andreas Schager se sumó con todas las de la ley una Ricarda Merbeth que esta tarde subió ese peldaño que separa una gran actuación de otra soberbia. Además, por si fuera poco nos encontramos con uno de esos momentos que permanecerán inolvidables en la memoria. El adiós a un papel y a un teatro de una cantante legendaria en el año de su retirada definitiva de los escenarios.
Quiero empezar la crítica por el único elemento infalible en las cuatro jornadas y que ha sido el sostén fundamental de este anillo. Las voces van y vienen y casi cualquier institución con un mínimo de presupuesto puede contratarlas. Sin embargo, los cuerpos estables de cualquier teatro, la orquesta y el coro, son la base sobre lo que todo gira. Y si ya he señalado su comportamiento magnífico en las jornadas precedentes de este Anillo, en esta jornada final alcanzaron un nivel incluso superior. Ese sonido pastoso, denso, más oscuro que brillante que te envuelve en la butaca y que es ideal para casi cualquier ópera, pero sobre todo para las de los Ricardos, Wagner y Strauss. Decenas de funciones año tras año han creado ese sonido irrepetible que sigue asombrando día a día en su conjunto, pero del que no debemos olvidar sus individualidades. Podríamos señalar bastantes, pero lo que el trompa principal de la orquesta, el húngaro Zoltán Mácsai hizo en los solos de este Götterdämmerung, sobre todo en las repeticiones en pianísimo del tema de Sigfrido, fueron de un virtuosismo increíble. En jornadas como esta, no se me ocurre otra orquesta de foso que pueda alcanzar este nivel salvo días concretos de la Filarmónica de Viena o la Bayerisches Staatsorchester de Munich.
Afortunadamente nos encontramos con el Christian Thielemann del Sigfrido y no el de los días anteriores. De nuevo fue el narrador, el creador de atmósferas inolvidables, el pintor que despliega aquí y allá su inmensa paleta de colores, el mago del sonido que te descubre pasajes del drama que no has detectado en el pasado con otros directores, pero por encima de todo, ese gestor de intensidades, de tensiones que sabe como resaltar o acentuar cada frase, cada pasaje. No detectamos un solo debe en toda la tarde. Ese preludio que hemos visto caerse irremisiblemente en otras manos –o incluso en las suyas en Bayreuth 2010– fue aquí imponente tanto en la escena de las nornas como en el despertar de los amantes. En el primer acto nos dio un viaje de Sigfrido por el Rin descriptivo pero sin perder el pulso. También para el recuerdo el acompañamiento a la escena de Waltraute o ese final de acto donde Brunilda asiste aterrorizada a su «secuestro». Un segundo acto primoroso nos llevó a un tercero mágico con una chispeante escena con las hijas del Rin, una marcha fúnebre que aun retumba en nuestros oídos, y una colosal escena final donde reguló tensiones, fraseó un tema tras otro, graduó los clímax orquestales y describió como pocas veces el derrumbe del Walhalla –con silencios brucknerianos incluidos– para concluir con un leitmotiv de la redención por el amor muy sentido y perfectamente descrito. Inolvidable.
Había lógica preocupación por como estaría la voz de Andreas Schager tras el maratón de Sigmunds y Sigfridos que lleva, pero el tenor austríaco se encargó rápidamente de disipar cualquier duda. Su prestación no alcanzó la apoteosis de la jornada anterior en parte porque allí destaca más que aquí. En cualquier caso bordó el personaje inocente y noble, menos «fantasma» que en Sigfrido, y vocalmente volvió a cantar de manera excelente, con un fraseo wagneriano que no tiene secretos para él, y con ese timbre metálico espectacular que corre por la sala inundando todo.
La que dio un paso al frente esta tarde fue Ricarda Merbeth. La soprano nacida en la vecina localidad de Chemnitz ya había cantado muy bien en las dos jornadas precedentes y había sido de las mas aplaudidas por el público. Aquí salió desmelada desde el prólogo –debió calentar profusamente en el camerino– y empezó a sorprendernos en su primera escena con Sigfrido donde Thielemann los llevó en volandas. Siguió creciendo a lo largo de la tarde, fraseando con toda la intención del mundo y mostrándose indignada ante unos gibichungos «indignos» que no son nadie ante Sigfrido y ante ella. La escena final fue inolvidable, plena de emoción, y donde nos tuvo en vilo porque aquí sí se notó que es una soprano lírica a la que le falta el peso necesario para imponerse a la orquesta wagneriana. Difícilmente la olvidaremos.
Destacado también, aunque a un nivel más terrenal el Hagen de Stephen Milling, con los problemas que hemos mencionado días atrás pero que supo llevar el papel a su terreno. Los años le pesan al danés –como a todos–, la voz está cada vez más dura con lo que la emisión se vuelve problemática. El registro superior es prácticamente inexistente y se va desguarneciendo el registro más grave. Sin embargo, el danés acumula muchas tablas a sus espaldas y optimizó lo que le queda de voz –un centro y un tercio superior del registro grave aun suficientemente sonoros– y su imponente figura escénica para mostrarnos un Hagen mezquino y astuto, genuinamente violento –Willy Decker hace que viole a su hermanastra Gutrune cuando Sigfrido y Gunther han ido a «secuestrar» a Brunilda–, y perfectamente capaz de maquinar en la sombra para conseguir el anillo.
Poco vuelo y poca garra escénica mostraron los dos hermanos gibichungos, a los que Willy Decker nos presenta como una pareja de nuevos ricos bastante pusilánimes. Anna Gabler fue una Gutrune correcta sin mas, mientras que la voz liviana del Gunther de Adrian Eröd, barítono habitual en la Ópera de Viena, puede ser adecuada para otros papeles pero se queda muy corta cuando tienes a tu lado voces del calibre de las mencionadas anteriormente. Más flojo el Alberich de Markus Marquardt que en la jornada anterior. Quizás estuvo menos motivado al no tener enfrente al Wotan de Thomas Mayer. Solventes las tres normas que mantuvieron el discurso y la tensión en su complicada escena y de nuevo a un excelente nivel las tres hijas del Rin.
En marzo de 1991 asistí por primera vez a la Opera de Viena. En el cartel Parsifal con Waltraud Meier como Kundry. Muchas funciones y casi 32 años después, ahí volvía a estar esta leyenda de la lírica para hacer su última Waltraute, en una temporada con punto final en Berlín, donde el próximo otoño abandonará definitivamente los escenarios. Obviamente la voz está como está, pero su magnetismo en escena sigue ahí, y sus tablas también y no desaprovechó el agudo final al despedirse de Brunilda «Weh' dir, Schwester! – Hermana estás maldita». Al terminar la función y en medio de la vorágine de aplausos, Christian Thielemann mandó callar a todo el mundo y micrófono en mano le regaló un parlamento laudatorio de más de un minuto que fue acogido con aclamaciones por la mayor parte del público y que hizo aflorar las lágrimas de la veterana cantante.
Y así, entre vítores y aplausos que duraron cerca de media hora, íbamos asumiendo que éste no ha sido un Anillo más, no. Tratando de huir de la euforia, podemos concluir que hemos disfrutado de un flojo Oro, una muy buena Valquiria, y dos jornadas finales excepcionales. Algo parecido a su Tetralogía de Bayreuth en 2010, pero con una labor orquestal un punto superior. En la crítica del Oro de Rin decíamos que Dresde no es Bayreuth, evidentemente, pero en la capital sajona hemos sido testigos del mejor Anillo del berlinés, el director que mejor hace esta obra en la actualidad. La sensación de cierre de una etapa gloriosa se percibía en el ambiente por mas que a Christian Thielemann aún le quede otra temporada. Él estaba contento, muy contento del resultado final. En un restaurante muy cercano a la Semperoper, donde suele acudir al terminar las funciones, conocen de sobra lo irascible que se puede volver cuando alguien se le acerca para pedirle algo o felicitarle. El viernes sin embargo fue recibido con muchos aplausos y los agradeció. A sus 64 años, el berlinés no necesita otro puesto fijo mas en su carrera y lo lógico es que siga como director invitado –tiene la agenda casi completa hasta 2029– en Berlín, Viena o Chicago, aunque parece que tampoco le haría ascos a suceder a Daniel Barenboim en la Staatsoper berlinesa. El futuro nos aclarará todas las dudas. Lo único que esperamos es que su marcha no suponga una caída en el nivel de la orquesta. Es un tesoro con cerca de 500 años de historia, que ha pasado por momentos buenos y malos, y que se debe conservar.
Fotografías: Ludwig Olah/Semperoper Dresden.