«Tal y como anunciara Lionel Tertis hace setenta años, la viola hace tiempo que ha dejado de ser la 'Cenicienta' de las cuerdas. Reivindicando desde hace mucho un papel protagonista y un repertorio propio, cada vez se aleja más de las archiconocidas versiones de obras para violín o violonchelo»
Sencillez elegante: cuando lo difícil aparenta ser fácil
Por Ana M. del Valle Collado | @ana.budulinek
Madrid, 29-III-2023, Auditorio Nacional de Música. Liceo de Cámara XXI, Centro Nacional de Difusión Musical. Sonata para viola y piano en la menor «Arpeggione», D 821 de Franz Schubert; Mondnacht, Op. 39, n.º 5 (arr. Para viola y piano) de Robert Schumann; Nacht und Träume, D 827 de Franz Schubert; Sonata para viola y piano en fa mayor, Op. 11, n.º 4 de Paul Hindemith; «Flow, my tears» (trans. para viola y piano) de John Dowland; Lacrymae, reflexiones sobre una canción de John Dowland para viola y piano, Op. 48 de Benjamin Britten; Sonata para viola y piano de Rebecca Clarke. Antoine Tamestit [viola], Cédric Tiberghien [piano].
Tal y como anunciara Lionel Tertis hace setenta años, la viola hace tiempo que ha dejado de ser la «Cenicienta» de las cuerdas. Reivindicando desde hace mucho un papel protagonista y un repertorio propio, cada vez se aleja más de las archiconocidas versiones de obras para violín o violonchelo. Propias y ajenas, en forma de transcripciones o arreglos, las piezas elegidas por Antoine Tamestit y Cédric Tiberghien para su concierto en el Auditorio Nacional de Madrid, siguen cierta lógica de conjunto: de las nocturnidades más románticas del XIX a otras compuestas en el siglo XX ex profeso para el instrumento por compositores ellos mismos violistas: Hindemith, Clarke y Britten.
Es gracias a Franz Schubert y su Sonata para viola y piano en la menor «Arpeggione», D 821 que la memoria del instrumento inventado por el vienés Johann Georg Staufer ha llegado a nuestros días. Schubert compone su sonata para arpeggione al calor del entusiasmo por la aparición de este nuevo instrumento, híbrido entre viola da gamba y guitarra, creado por su compatriota tan solo un año antes pero cuya vida no sería muy larga arrollado por las virtudes del violonchelo. Inédita hasta su primera publicación en 1871, la Sonata ha sido repetidamente interpretada por violines y, más coherentemente, por chelos y violas. Tamestit y Tiberghien son conscientes del lirismo de esta pieza, desarrollándola con sonido limpio y justeza en las dinámicas en un bonito ejemplo de colaboración equilibrada, pura fluidez, muestra de lo cómodos que se encuentran ambos tocando juntos… tanto que la noche del miércoles su primer movimiento es el elegido para el encore final obligado ante los aplausos del público.
Aparece de nuevo el lirismo romántico, pero esta vez a la luz de una luna envuelta en la bruma de la noche. ¿Cómo traducir las ensoñaciones de los lieder de Schumann y Schubert al lenguaje de la viola? Tamestit hace cantar magistralmente a la suya. Cuerdas y voces, lo parezca o no, están muy cercanas. No en vano para un teórico de la técnica del violín como Pierre Baillot el modelo a seguir es el canto, haciendo suya la máxima de Giuseppe Tartini «per ben suonare bisogna ben cantare» y, por supuesto, quien dice «violín», dice «viola». Tamestit muestra un cantabile expresivo en su arco, donde traduce la respiración del canto, con una sonoridad llena y dulce, todo ello bien acompañado al piano, este sí, sin arreglos ni transcripciones, en su lugar original.
La Sonata en fa mayor de Paul Hindemith, interpretada por primera vez por el propio autor a la viola, es una pieza compleja que se suele tocar sin interrupciones. A la obra del alemán le corresponden sonoridades llenas, en donde se alternan los arcos suaves con un estilo vigoroso, poderoso y penetrante, quizás demasiado para el cordaje del Stradivarius de Tamestit, que rompió una de sus cuerdas durante la actuación. Paradójica parada obligada que no va más allá de curiosidad y que no desmereció ni emborronó una interpretación llena de variedad y matices.
Las «reflexiones» de Britten son en realidad «variaciones», palabra que, sin embargo, evita en el título de su obra. ¿La razón? Quizás la particularidad de que el tema en el que se basa no se presenta hasta el final de la pieza, con lo que la originalidad se mantiene; imposible hacerse una idea inicial a no ser que se conozca previamente la canción de Dowland. Así que, como introducción al universo de éste, el programa incluye una transcripción de la canción «Flow my tears» que el dúo francés interpreta con maestría justo antes de este «plato fuerte» de Britten. Ambos saben traducir y desvelar con sutileza las ideas del inglés recurriendo a delicados pianissimos, rubatos, pizzicatos, y solventes pasajes cadenciales ad libitum en la viola de Tamestit. A lo largo de la partitura, atendemos a la melancolía, el semper dolens del renacimiento inglés, en una interpretación que convierte la escucha en íntima, casi privada. Mención aparte merece la octava variación, la marcha Allegro, tremenda, virtuosa en la viola y de vigoroso ímpetu en el piano de Tiberghien.
Rebecca Clarke cierra la tríada de violistas-compositores del programa de la noche. Autora de un importante corpus de obras para la viola, muchas de estas composiciones se publicaron bajo el pseudónimo de Anthony Trent, entre ellas la Sonata para viola y piano de 1919. Ganadora en solitario del primer premio en el Festival Internacional de Música de Cámara de Berkshire, el mérito sería finalmente compartido con Ernest Bloch al saber el jurado que el creador de la Sonata era en realidad «creadora». La pieza es ya casi un clásico en el repertorio para el instrumento. Sus cromatismos iniciales le dan un aire a Debussy, sensación que desaparece en el segundo movimiento cuya melodía inicial es desgranada con solvencia primero por Tiberghien y después por Tamestit que, además, se enfrenta a los pizzicati y armónicos con soltura. Y ambos muestran una vez más su compenetración en las articulaciones, en las equilibradas dinámicas y coherencia de estilo, como se ve en las líneas melódicas del tercer movimiento, reflexivo y elegante hasta el climax final, donde Clarke pone a prueba a los intérpretes en un despliege de exigencias vituosísticas.
Hay intérpretes que afrontan los retos musicales con elegancia y valentía, convirtiendo lo difícil en fácil y anteponiendo la musicalidad ante cualquier exhibicionismo con humildad y estilo. Lejos de cualquier pretensión de protagonismo particular, el dúo Tamestit-Tiberghien nos da una lección de compenetración y entendimiento excepcionales.
Fotografías: Rafa Martín/CNDM.