Artículo de F. Jaime Pantín sobre la gran pianista austriaca Ingrid Haebler
Recordando a Ingrid Haebler
Por F. Jaime Pantín
El fallecimiento de Ingrid Haebler llenó de tristeza a muchos de quienes la conocimos y -más aún- crecimos en la música al amparo de sus interpretaciones mozartianas, tan impecablemente estilizadas como hondamente transcendentes, en las que se percibía una vocación inquebrantable en la búsqueda de la belleza infinita a través de unos medios técnicos que ella llevó a su más alto grado de perfección minuciosa en aras de la captación y transmisión del hondo mensaje transhumano contenido en la música del genio salzburgués.
Recuerdo muy bien las largas veladas hasta casi el amanecer, escuchando y analizando con mi maestro Francisco Vizoso las sonatas de Mozart de Ingrid Haebler en aquellos vinilos de finales de los 70 cuando, siendo yo un estudiante ávido de experiencias culturales profundas, Vizoso me explicaba que la transparencia y aparente simplicidad de aquella música- que la pianista austriaca tocaba como nadie- era totalmente necesaria porque escondía un mensaje profundo y sutil que debía perdurar en el tiempo. Haebler siempre encontraba la manera de comunicar este mensaje y, por ello, sus interpretaciones mozartianas contenían una pátina de melancolía serena tras la pulcritud sonora, articulación meticulosa y transparencia máxima tan características de su interpretación.
Inesperadamente, vino a tocar a la Sociedad Filarmónica de Gijón en una fría noche invernal, en una sala con la calefacción estropeada y con casi total ausencia de público, por lo que se le ofreció la posibilidad de cancelar el concierto. Ella insistió en tocar y lo hizo con un largo y pesado abrigo, ofreciendo una versión demoledora de la última sonata de Schubert que nunca podré olvidar. En la cena posterior pude conocer a una mujer exquisita cuya mirada escondía una profunda tristeza.
Años más tarde vino a tocar a Oviedo y estuvo estudiando un día entero en mi casa, con paciencia infinita y meticulosidad incansable, trabajando durante horas con lentitud sorprendente unos bajos de Alberti que moldeaba una y otra vez con manos de orfebre. Por supuesto que tocó Mozart, una Fantasía y Sonata en do menor que recuerdo como lapidaria, pero me impresionó también un Debussy maravilloso y no he vuelto a escuchar un canto de sirena tan misterioso, subyugante y evocador como el del Ondine de aquella tarde.
Todavía tuve ocasión de escucharla de nuevo en Oviedo con el Concierto en re menor de Mozart. Ya era mayor y economizaba con sabiduría sus recursos pianísticos, pero el milagro se volvió a producir y fuimos muchos los que salimos del teatro con un nudo en la garganta.
Vivió una larga vida y ya no tocaba hacía tiempo. Ahora su piano ha callado para siempre inundándonos de nostalgia… pero es mucho lo que nos deja, sobre todo la inmensidad de un Mozart irrepetible.