Crítica de la ópera Orfeo y Eurídice de Gluck en el Teatro Real de Madrid dirigida por René Jacobs
Distanciada compostura
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 13-VI-2023, Teatro Real. Orfeo ed Euridice (Christoph Willibald Gluck). Helena Rasker (Orfeo), Polina Pastirchak (Euridice), Giulia Semenzato (Amore). RIAS Kammerchor Berlin. Freiburger Barockorchester. Dirección: René Jacobs. Versión concierto.
El compositor Christoph Willibald Gluck (1714-1787) dio nombre a una reforma que pretendía insuflar vida a una ópera seria esclerotizada, convertida, prácticamente y como subrayé en la reciente recensión de Il turco in Italia, en una sucesión de recitativos y arias, que se distribuían entre los cantantes según su categoría. Gluck pretende dotar a sus creaciones para el teatro lírico de una mayor concisión y atención al drama, al desarrollo teatral, remitiéndose a la tragedia griega. Para ello, prevé una escritura vocal más austera, dejando de lado las arias da capo y apartándose del excesivo virtuosismo y exhibición vocal de los divos -fundamentalmente primedonne y castrati-. Asimismo, tendió a suprimir el recitativo secco -acompañado sólo por el clave- dotando de mayor protagonismo al coro, el ballet y las intervenciones puramente orquestales. Su ópera más popular y representada es Orfeo ed Euridice, estrenada en Viena en 1762, pero como las cosas no cambian de la noche a la mañana, Gluck tuvo que realizar cambios, retoques, añadidos en su ópera según se presentaba en las diversas ciudades europeas.
Las transformaciones afectaron de forma especial a la vocalidad del protagonista. La estrenó un castrato contralto, Gaetano Guadagni, pero Gluck adaptó el papel protagonista, además de añadir nueva música incluido el preceptivo ballet, de cara a su presentación en Parìs, para haute-contre -especie de versión francesa del tenor contraltino italiano. Esta versión, que tantas veces cantó el mítico tenor Adolphe Nourrit, fue ofrecida en 2008 por el Teatro Real con Juan Diego Flórez como protagonista. A mediados del siglo XIX, Hector Berlioz adaptó el papel para contralto, en concreto la mítica Pauline Viardot-García. También lo han cantado barítonos como Dietrich Fischer Dieskau o Hermann Prey y hoy día es abordado por contratenores. De todos modos, existen cuatro versiones fundamentales, la original de Viena 1762, la de París 1774, la llamada «de Berlioz» de 1859 y la más interpretada y grabada, que es la de Ricordi 1889, una especie de mezcolanza, traducida al italiano, de las versiones de París y Berlioz.
Ciertamente pobre la hoja-tríptico que dispuso el Teatro Real para el evento que aquí se reseña, en la que, a falta de un mínimo artículo o comentario, ni siquiera se consignaba la versión a interpretar de una ópera que tiene tantas. La ofrecida por René Jacobs, de unos noventa minutos de duración, parece remontarse a la versión original del estreno en Viena 1762 con una contralto como protagonista y algunos retoques o añadidos, como el acompañamiento al aria de Amor «Gli sguardi trattieni» con castañuelas y pandereta que pareció constituir un guiño español. La versión concierto huyó del estatismo y, conforme ocurre cada vez más frecuentemente, atesoró movimiento escénico e interactuación entre los artistas.
Indudablemente, el trabajo de René Jacobs al frente de la excelente Orquesta Barroca de Friburgo, una agrupación historicista de asentado prestigio, acreditó equilibrio y proporciones, dominio del estilo y distinguida factura musical. El sonido orquestal, con el vibrato controlado por parte de la cuerda en virtud de la tan contumaz como espúria obsesión del historicismo, resultó transparente, refinadísimo y radiante. A destacar, asimismo, la gran actuación de todos los solistas, entre los que cabe citar al oboe y la flauta en la introducción a «Che puro ciel!». Buena prestación del coro de cámara RIAS de Berlín. Eso sí, faltó un punto de fantasía ejecutiva y, sobretodo, brillaron por su ausencia el pulso teatral, la tensión y la fuerza dramática. De todo ello fue buen ejemplo la escena de Orfeo con las Furias en el segundo acto, con esas exclamaciones rotundas del coro «No!», que carecieron del apropiado tono amenazante, escasas de energía y vigor.
Las cuitas, la tragedia de Orfeo, no nos emocionaron lo más mínimo ni por la vertiente orquestal, ni por la actuación de la cantante protagonista. Efectivamente Helena Rasker carece de dimensión en el grave y una mayor anchura para poder calificarla como auténtica contralto, pero la voz oscura, sólida en el centro y bien emitida, se ajusta bien al músico poeta. La Rasker mostró un canto sensible, musical, elegante, pero falto de variedad de colores y acentos, ayuno de incisividad en el fraseo, lo que unido a la falta de efusión y de carisma nos dejó un Orfeo sin pathos, escasamente comunicativo y sin carga emotiva alguna. Un hit como el aria «Che farò senza Euridice» pasó sin pena ni gloria.
La italiana Giulia Semenzato aportó frescura y vitalidad juvenil al personaje de Amor, con un timbre ligero, etéreo, bien emitido, y adecuada soltura en los recitativos, demostrando ser la única italiana del elenco. La Semenzato acreditó también buen concepto del canto, acompañándose ella misma con la pandereta, en su aria «Gli sguardi trattieni», así como poder comunicativo. Su intervención se alargó más allá de su particella, con sucesivas presencias sobre el escenario, llegando, incluso, a sostener la partitura ante el solista de oboe de la introducción a «Che puro ciel».
Muy grato el timbre de soprano lírica de la soprano húngara Polina Pastirchak, que cantó una muy correcta Euridice.