Crítica de la ópera Tristán e Isolda de Wagner en el Festival de Bayreuth 2023, bajo la dirección musical de Markus Poschner y escénica de Roland Schwab
Un afuera de la vigilia
Por Xavier Borja Bucar
Bayreuth. 3-VIII-2023. Bayreuther Festspielhaus. Richard Wagner: Tristan und Isolde. Clay Hilley (Tristan); Catherine Foster (Isolde); Georg Zeppenfeld (Marke); Markus Eiche (Kurwenal); Ólafur Sigurdarson (Melot); Christa Mayer (Brangäne); Jorge Rodríguez-Norton (un pastor); Raimund Nolte (un timonel); Siyabonga Maqungo (joven marinero) Coro y Orquesta del Festival de Bayreuth. Dirección coral: Eberhard Fiedrich. Dirección musical: Markus Poschner. Dirección escénica: Roland Schwab.
«Cuando usted entienda a Wagner, dejará de comer para poder ir a Bayreuth». Fue en una remota tarde en el Gran Teatre del Liceu cuando un venerable wagneriano le confió a mi padre este vaticinio. Andados algunos años, mi padre me revelaría esa palabra extraña, «Bayreuth», que se escribía de manera tan distinta a como se pronunciaba –«Bairoit»– y que era el nombre metonímico del lugar, me contaba él, consagrado a las óperas de Richard Wagner, concebido e inaugurado por el propio compositor. Un lugar, además, reservado a los mejores intérpretes y a cuyas funciones solo asistían aquellos perseverantes a los que, tras años en lista de espera, les sonreía la fortuna y recibían el privilegio de poder comprar, a precio estrepitoso, una entrada. Así, hasta bien andado este siglo, ver una función en el Festival de Bayreuth era necesariamente una cuestión de fe, y a este tenor, el de la fe, vale que nos detengamos todavía en las palabras de aquel venerable wagneriano. «Cuando usted entienda a Wagner, dejará de comer para poder ir a Bayreuth».
El dejar de comer alude a un sacrificio, y el propósito de ese sacrificio, ir a Bayreuth, evoca la idea de una peregrinación. Así, sacrificio y peregrinación reclaman una causa que no es otra que la profesión de fe: ¿qué es entender a Wagner, sino creer en él? Y digámoslo sin ambages: ¿qué es Bayreuth, sino una forma alternativa de Santiago, de Roma? ¿Y el teatro del festival? Un templo que Wagner piensa para que se le rinda culto a su obra, y no otra cosa que eso, pues apenas hay en el teatro otro lugar para estar que no sea la propia sala. El breve vestíbulo es mero lugar de espera donde no cabe la socialización, relegada al exterior del edificio. La sala es, en su inspiración griega, tan democrática –no hay localidad sin visión completa del escenario– como programáticamente austera, con sus accesos exclusivamente laterales, las largas filas de asientos sin interrupción de un pasillo central, la ocultación del foso de la orquesta, la –pionera en su momento– imposición de la oscuridad, la obstinada negación de subtítulos. En esa sala solo importan dos cosas: la escena y la música, los dos elementos complementarios que constituyen el drama musical wagneriano; y en consecuencia, al espectador se le oculta todo aquello que pueda distraerlo de esos dos elementos, toda vez que la severidad de la madera de los asientos lo libra eficazmente de ceder a la tentación del sueño. Mediante esa sala, Wagner advierte al espectador de que está ahí exclusivamente para experimentar sus obras, con la máxima intensidad y sin nada que hurte su atención, porque esa sala no cumple otra función, y la cumple de un modo ritual, sagrado. Lo confirma no solo el que la sala esté cerrada a cal y canto hasta poco antes del inicio de la función, sino que se cierre también en cada entreacto, como si permanecer en el patio de butacas mientras no hay representación fuera un acto intolerable, una profanación.
Sí, había verdad en las palabras del venerable wagneriano. El Festival de Bayreuth es un lugar imbuido de religiosidad, pero una religiosidad que a nadie puede sorprender. Si en buena medida el Romanticismo venía a ocupar el lugar que la religión iba paulatinamente perdiendo y el genio romántico no era otra cosa que el artista agraciado con cualidades sobrehumanas, en otras palabras, un intento de rehabilitación de la mortalmente herida idea de Dios, quizás el de Wagner haya sido el único caso en el que esas aspiraciones se consolidaron de verdad, es decir, materialmente.
Músico, dramaturgo y teorizador de su propia obra –de su personal revolución– en un puñado de ensayos, la figura de Wagner cifra, como muy pocas, el absoluto creador. No ha de extrañar, entonces, que a la sazón exaltada del siglo XIX, el compositor de Leipzig adquiriera una dimensión mesiánica, como había ocurrido antes con Napoleón. Sin embargo, Wagner, que por largo tiempo saboreó la amargura del fracaso, no conoció un Waterloo. Bien al contrario, fue acumulando fieles hasta encontrar –sin mediar crucifixión– su propia Roma en la figura de Ludwig II de Baviera, quien erigió para el compositor una Santa Sede, el Festspielhaus, el lugar donde Wagner, definitivamente convertido en sumo pontífice, pudo oficiar su misa en la forma del Festival de Bayreuth; el lugar donde hasta hoy la ha seguido oficiando aristocráticamente a través de su descendencia.
El Festival de Bayreuth es, pues, una revolución –tal la obra wagneriana– hecha realidad, que paradójica y acaso fatalmente se expresa y se desarrolla en los peligrosos términos antirrevolucionarios de la religión y la aristocracia: la primera ya arrastró al festival a una funesta cópula de idolatrías; la segunda, entraña una decadencia al acecho. En ese frágil equilibrio de contradicciones se sostiene el festival, y es ese equilibrio arriesgado lo que, en términos benjaminianos, confirma su aura, como acontecimiento –puedo ahora, por fin, afirmarlo– sin parangón, vestigio de otra época, tal vez el último sueño romántico por desvanecer.
¿Pero qué mantiene al Festival de Bayreuth a resguardo de la vigilia? Tristan und Isolde, la obra que nos cita en estas líneas, puede ofrecernos algunas claves. Al cabo, la solemne liturgia y la aparatosidad programática de Bayreuth revelan su naturaleza contingente. Son aquello que Wagner identifica en su drama musical con el día, el espacio de lo aparente, de los corrompibles compromisos políticos y morales. Al margen queda lo esencial, el amor fatal de los dos amantes, reservado a la noche, al lugar inoxidable del sueño, y a ese lugar pertenece también la esencia develada de Bayreuth: a saber, la obra de Wagner, la música, el teatro, el propio hecho estético que, como tal, no halla muerte, sino transfiguración, igual que los amantes de la leyenda medieval. Tal vez esa transfiguración dilate el sueño de Bayreuth.
La otra transfiguración, la de Tristan e Isolde, ha vuelto ahora a la colina verde mediante la reposición de la propuesta escénica de Roland Schwab, estrenada en 2022 y recibida sin controversia. Ahora, no obstante, puede uno suponer –ya con conocimiento de causa– que ese pacífico estreno se debió más a una tibieza general que a unos verdaderos méritos por parte del trabajo de Schwab. Un trabajo que, bien es cierto, no molesta, pero, en cierta medida, defrauda. Sobre todo, al corroborar que el discurso del director alemán a propósito de la obra de Wagner no se condice con la realización escénica.
En una entrevista recogida en el programa de mano, Schwab se refiere al esencialismo del drama musical wagneriano, que prácticamente despoja la leyenda medieval de toda la estructura política que rodea a los dos amantes y que se ve lógicamente trastornada por su relación. De todo ello Wagner prescinde y, así, reduce a un papel más bien secundario a todos los personajes que no son Tristan e Isolde. Ni siquiera al rey Marke –tercer vértice del triángulo sentimental– le reserva un rol de la misma entidad que los dos amantes, fundamentalmente porque Marke es traicionado, pero no es, en verdad, amante, o deseante, como acaso preferiría Schwab, quien ve la obra de Wagner como la historia de un deseo incesante porque nunca es satisfecho. Sea como fuere, aunque podría discutirse si se trata de deseo u otra cosa, lo cierto es que en la historia que cuenta Wagner, como sugiere Schwab, no importan las circunstancias concretas, sino que todo ocurre en un plano de ambigüedad. Así, apenas hay acción en una historia que gira exclusivamente en torno a la experiencia sentimental de los dos amantes y al modo en que esa experiencia los transforma.
Sin embargo, no es precisamente ambigüedad y abstracción lo que Schwab muestra en el escenario. El director alemán propone coherentemente un mismo espacio para los tres actos: una estancia de aspecto futurista con un gran tragaluz circular que tiene su réplica en el piso, con una apertura también circular. Por el tragaluz, vemos siempre el cielo; en el agujero de debajo, agua en el primer acto, y el reflejo celeste en los otros dos actos. Ahora bien, los problemas llegan por el modo en que Schwab utiliza ese espacio, pues, por una parte, la pretendida neutralidad es traicionada con detalles espurios, como unas tumbonas que inmediatamente remiten a un spa, en el primer acto, o unas plantas colgantes que, en el tercer acto, caen desde el tragaluz en el tercer acto y que evocan más un coqueto balcón urbano que el presumible paisaje agreste de Kareol. También desconcierta una palabra en alfabeto devanagari que figura, con letras luminosas, en todo momento en el ángulo inferior izquierdo del escenario y cuyo significado –desvelado el gran misterio– no es otro que el de “eternamente”, en idioma hindi.
Son, todos estos, detalles que gratuitamente socavan el pretendido esencialismo de la propuesta de Schwab, que, por otra parte, no saca partido de un recurso interesante, como es convertir el agujero en el piso en una ventana al interior de los dos amantes. El motivo es que esa interioridad nunca es otra que la de una agitación sentimental representada siempre del mismo modo: al final del primer acto, vemos que el agua se arremolina en coincidencia con la turbación que el filtro provoca en los dos amantes; lo mismo ocurre en el segundo y el tercer acto cada vez que la intensidad dramática se desborda, solo que en esas ocasiones vemos cómo se arremolinan las estrellas. Así, un planteamiento sugerente quedó reducido a una realización más bien efectista, que no llega a restar, pero que tampoco termina nunca de aportar verdaderamente intensidad dramática.
No es sencillo llevar a las tablas una obra como Tristan und Isolde, que, por su carácter estático, podría incluso prescindir de escenificación, pues el relato, la propia dramaturgia están en buena medida incorporados a la partitura, más todavía que en otras obras de Wagner. Felizmente, el elenco vocal y la prodigiosa orquesta del festival, dirigidos por Markus Poschner, sí supieron dar cuenta de la enorme dimensión de la obra.
Poschner logró una cohesión sin fisuras entre el foso y el escenario. La suya fue una interpretación enérgica, ágil, pero sin precipitación; intensa, pero sin estridencia. El Tristan und Isolde de Porchner prescindió acaso de la dilatada solemnidad de otras batutas, pero, a cambio, extrajo de la partitura una fluidez narrativa arrebatadora, sin emborronar, por ello, su riqueza tímbrica. Claridad expositiva y nervio dramático fueron los propósitos de la dirección de Poschner, que imprimió a la orquesta el carácter particular de cada acto: sonó agitada, impetuosa, en el primero, el de la ira vengativa de la ultrajada Isolde; apaciguada y nocturna en el reflexivo diálogo amoroso del segundo; abatida y desesperada en la agonía de Tristan del tercero. Fue, así, el trabajo del director musical el que generó de veras la fuerza dramática de la representación, apuntalada por la complicidad de unos cantantes a los que Poschner supo acomodar con la orquesta.
Catherine Foster, que ya asumió el rol el verano pasado en el estreno de la producción, fue una Isolde de gran solidez vocal y dramática. La soprano inglesa exhibió holgura de medios, con una voz de bello y carnoso timbre, de emisión firme, volumen caudaloso y agudo metálico. Su relato en el primer acto fue sobrecogedor por momentos. En otros, mostró cierta frialdad. Ya en el segundo acto, en la escena previa a la llegada de Tristan, mostró puntualmente alguna tirantez en el registro agudo, acaso fruto de la enorme exigencia del primer acto. Siempre bien compenetrada con la batuta, Foster supo amoldarse, en el largo diálogo con Tristan, al carácter plenamente lírico de la Isolde vencida por el filtro. Un lirismo que la soprano inglesa recuperó al final, con un arrebatador liebestod que culminó una actuación muy meritoria y que el público premió con entusiasmo.
Clay Hilley fue un Tristan sobrevenido tras la cancelación del previsto Stephen Gould y no faltó entre el público quien injustamente pagara con el primero la decepción por no ver al segundo. Injustamente sobre todo porque el joven tenor norteamericano completó una actuación dignísima en un rol exigente como pocos. Hilley mostró los medios vocales de un auténtico tenor dramático: un timbre de atractivo esmalte, favorecido por una emisión clara, sin engolamiento; sostenido sobre una emisión sólida, y completado por un registro agudo notablemente punzante que ya pudo apreciarse hacia el final del primer acto, justo antes de beber el filtro, cuando Tristan, sacudido por las increpaciones de Isolde, abandona su misteriosa circunspección («Wohl kenn' ich Irlands Königin»). Ya en el segundo acto, Hilley acomodó su canto al carácter lírico del largo diálogo con Isolde, exhibiendo un fraseo dúctil, delicado cuando fue necesario.
Con todo, Hilley supo reservar energías para el final y vocalmente concluyó de manera muy meritoria el extenuante tercer acto. Bien es cierto que el tenor no mostró una voz oceánica, pero nunca fue engullida por la orquesta, merced a una proyección notable y también –justo es señalarlo– al cuidadoso acompañamiento de Poschner desde el foso. Por contra, la actuación de Hilley adoleció de una cierta frialdad expresiva, de un decir menos incisivo de lo esperable, lo que, lógicamente, se hizo más evidente en el tercer acto, cuando el personaje de Tristan alcanza su mayor intensidad dramática.
En lo meramente escénico, a buen seguro que Hilley, propenso a cierto estatismo, se habría beneficiado de una dirección teatral menos desdeñosa con respecto al movimiento actoral.
George Zeppenfeld completó el triángulo relacional con un rey Marke de noble presencia vocal. La del bajo alemán es una voz peculiar, rotunda sin discusión en el registro grave, pero que se emblanquece muy ligeramente al subir, perdiendo algo de esmalte. En cualquier caso, Zeppenfeld es un cantante de una técnica irreprochable y un actor formidable capaz de llenar, como así fue, la escena con su presencia. Sobriamente conmovedor en su desolado monólogo, el de Zeppenfeld fue un Marke referencial, como referencial fue la Brangäne de Christa Mayer, beneficiada por una voz de bello y bruñido timbre, de rotunda proyección cuando fue necesario. Mayer exhibió, además, un fraseo siempre elegante, pero también incisivo en las frases más dramáticas de la doncella de Isolde. Sus advertencias a los dos amantes en el segundo acto –«Einsam wachend in der Nacht»– estuvieron entre los momentos más bellos de toda la representación.
Markus Eiche no destacó como Kurwenal, un rol poco definido que no es sencillo de abordar. Su timbre ligeramente atenorado no ayudó a Eiche a defender el personaje con convicción vocal, si bien, en términos generales, el barítono cumplió con corrección, gracias a una notable implicación dramática.
Los demás personajes, ya de menor entidad, fueron presentados con destacable profesionalidad. Ólafur Sigurdarson fue un Melot vocalmente algo estridente, con algunos sonidos abiertos, pero sugestivo teatralmente. El tenor español Jorge Rodríguez-Norton asumió con solvencia un rol que menudea, como es el del pastor. Correcto el timonel de Raimund Nolte, y bien aprovechada la intervención como joven marinero por parte del tenor Siyabonga Maqungo, quien mostró una buena línea de canto en la enigmática tonada que inicia el primer acto, tras el preludio.
Huelga añadir un merecido reconocimiento al trabajo de Eberhard Fiedrich al frente del imponente coro del festival, cuyas intervenciones en Tristan und Isolde son tan puntuales como sugestivas.
Y el entusiasmo estalló, tras la resolución armónica que Wagner demora hasta el mismo final de su obra, y los artífices de la función salieron –bajado el telón– a recibir la merecida ovación. Luego, las luces se encendieron por poco tiempo, hasta que se apagó la sala, cerrada de nuevo. Todos volvimos a la vigilia.
Fotos: Bayreuther Festspiele/Enrico Nawrath