Crítica del concierto de Julian Rachlin (violín), Boris Brovtsyn (violín), Sarah McElravy (viola) y Eckart Runge (violonchelo) en el Palacio Esterházy
Magistral Beethoven en casa de Haydn
Por Pedro J. Lapeña Rey
Eisenstadt. Haydnsaal del Schloss Esterházy. 22-IX-2023. Julian Rachlin (violín), Boris Brovtsyn (violín), Sarah McElravy (viola) y Eckart Runge (violonchelo). “Crisantemi” de Giacomo Puccini. Cuarteto nº 8 en Do menor, op. 110 de Dmitri Shostakovich. Cuarteto de cuerdas nº 13 en Si bemol mayor, op. 130 de Ludwig van Beethoven.
En reseñas anteriores me he referido a la fascinante Haydnsaal del Castillo de los Esterházy en Eisenstadt, una de las salas míticas de la historia de la música. Lo que en la segunda mitad del siglo XVII fue uno de los salones de baile barrocos más importantes de su tiempo se convirtió un siglo después en el lugar de trabajo de Franz Joseph Haydn. Rodeado por los enormes frescos que la decoran en su totalidad, de dimensiones palaciegas y con una excelente acústica, el músico austriaco -o mejor dicho austrohúngaro, ya que Rohrau, el pueblo donde nació, está a escasos kilómetros de lo que era la parte húngara del Imperio- era el músico oficial de palacio. Dirigió la orquesta, interpretó música de cámara y escribió y estrenó cerca de quinientas obras durante los años que pasó allí.
La sala es desde hace ya bastantes años, por así decir, el auditorio principal de Burgenland, la provincia austriaca limítrofe con Hungría, donde se engloba todo el territorio húngaro que al término de la Primera guerra mundial y tras el Tratado del Trianón, pasó a formar parte de Austria. Además de la programación anual, en el mes de septiembre se recuerda de manera especial a Haydn, con el Festival Herbstgold. Su director artístico desde 2021 es el violinista lituano Julian Rachlin, afincado en Viena desde tiempo inmemorial. Durante un par de semanas, en la Haydnsaal hay lugar para la ópera, la música sinfónica, la de cámara y para recitales de lied con nombres como los de Angelika Kirchschlager, Kristīne Opolais, Andrés Orozco-Estrada o Kirill Gerstein y orquestas como la Filarmonica della Scala o la de Cámara de Europa, la residente del festival.
Cuando el pasado mes de abril se reveló la programación de este año, me interesó de manera especial el concierto del viernes 22. En el programa, Julian Rachlin, su esposa Sarah McElravy y varios colegas -el contundente violinista ruso Boris Brovtsyn, el violonchelista Eckart Runge, durante 30 años en el Cuarteto Artemis, y el también chelista sueco Torleif Thedéen- iban a interpretar como obra principal el fabuloso Quinteto en do mayor de Franz Schubert, la obra de cámara que el que suscribe se llevaría a una isla desierta. Algún problema ha debido haber con el Sr. Thedéen porque hace algunas semanas la obra se cayó del cartel, y el quinteto se convirtió en cuarteto. No era tan evidente encontrar una obra del tirón y la calidad de la de Schubert, pero el Sr. Rachlin y sus amigos han jugado fuerte. La elegida es otra de las que podemos considerar clave en la historia de la música: el Cuarteto en si bemol mayor, op. 130 de Beethoven, quizás su obra más revolucionaria para cuarteto de cuerdas.
Cuando varios solistas de renombre se juntan para hacer música de cámara, hay muchas ventajas y algún que otro problema. La ventaja es que como nadie te obliga a tocar con quien no quieres, solo lo haces si realmente te apetece hacer música juntos. El interés, las ganas y la química que puedan conseguir entre ellos suele ser suficiente, aunque evidentemente es muy difícil que alcancen la conjunción de grupos de cámara de larga trayectoria. Afortunadamente primó lo primero, y disfrutamos de una velada inolvidable.
La primera parte tenía un toque funesto, con dos obras que rezuman tragedia y dolor. La primera es una joyita y la segunda una genuina obra maestra. Crisantemi es la elegía para cuarteto de cuerda que Giacomo Puccini compuso en 1892 tras la muerte de su amigo Amado de Saboya, duque de Aosta y durante los años 1871 a 1873 también breve rey de España tras La gloriosa, la revolución que acabó con el reinado de Isabel II de Borbón. Una cálida oda fúnebre en la que Puccini hizo una suerte de equilibrio entre la exaltación del amigo y el lirismo del momento, y que tanto Rachlin como sus amigos tocaron con la emoción a flor de piel y un lirismo muy adecuado.
Continuamos con el Cuarteto nº 8 en do menor, op. 110 de Dmitri Shostakovich, el más popular de la serie y el punto central de su apasionante “autobiografía” escrita con notas y no con letras. Es sabido que cuando el petersburgués incluía el motivo DSCH (su nombre en grafía alemana D-Es-C-H -nuestros Re-Mi bemol-Do-Si) en sus partituras, hablaba en primera persona. En 1960 Shostakovich fue a Dresde para escribir la música de una película sobre el bombardeo aliado a la ciudad en los meses finales de la segunda guerra mundial. Lo que se encontró -la ciudad seguía prácticamente destruida quince años después- fue tan desolador y le afectó de tal manera que aunque dedicó la obra «a las víctimas del fascismo», podemos considerarla como una elegía a «las víctimas de cualquier tipo de totalitarismo». Las cuatro notas se repiten de manera continuada variando el tono entre el lamento y el llanto, entre la angustia y la desesperación. Una obra que por más veces que la hayas visto en vivo -ocho veces en mi caso- te deja de piedra una y otra vez cuando te enfrentas a ella.
Colosal la versión de Julian Rachlin y sus amigos, con la emoción a flor de piel y haciendo que se nos saltaran las lágrimas. De entrada hubo cambio en los atriles. Boris Brovtsyn se encargó del primer violín, Sarah McElravy del segundo, mientras Julian Rachlin se hizo con la viola. En la fuga inicial todos cantaron el motivo DSCH apesadumbrados, para posteriormente el Sr. Brovtsyn transportarnos con una belleza arrebatadora, llena de melancolía, por todo el desarrollo. En el “Allegro molto” posterior, pleno de fiereza parecía que de nuevo los aviones bombardeaban la ciudad -esta vez Eisenstadt-. La gran acústica de la sala ayudó en este sentido, y el movimiento sonó amargo aunque con una profunda hondura. De nuevo el Sr. Brovtsyn interrumpió la última repetición y nos llevó de cabeza a un Allegretto un tanto grotesco, con enorme crudeza y donde todos se explayaron. En los dos Largos finales el nivel de hondura y expresividad fue estremecedor: crudeza, silencio, resignación, esa atmósfera helada que te hace aflorar sentimientos de forma ininterrumpida. No podremos olvidar la intensidad con las que ejecutaron esas tres notas repetidas y cortantes, que sonaron como cuando alguien llama a tu puerta en mitad de la noche o como señal de advertencia por si tu vecino es un espía del del KGB. Tremendo. Me tengo que remontar a treinta años atrás, a las primeras versiones del Cuarteto Borodin en Madrid para recordar algo similar, y eso que recientemente, tanto el Cuarteto Belcea como el Hagen nos han dado versiones estupendas. Pero el nivel de emoción que el Sr. Rachlin y sus amigos consiguieron esta tarde fue inolvidable.
Tras un reparador descanso tomando un vino de la zona en la imponente terraza del palacio -algo que en invierno no se puede hacer- nos dispusimos a seguir oyendo música con mayúsculas. El violonchelista Eckart Runge se dirigió al público para hacer un pequeño comentario sobre el cuarteto beethoveniano, y sobre lo que significó en su momento la “Gran fuga”.
Si con los cuartetos Rasumovsky, Beethoven supera definitivamente el clasicismo de Haydn y Mozart, sus cuartetos finales son genuinamente revolucionarios. Su complejidad, el abandono deliberado de las formas clásicas, unas armonías que jamás se habían escuchado, y una extrema dificultad interpretativa supusieron en su momento un auténtico shock. Nadie entendía nada. En ese contexto la Gran fuga con la que concluía el Cuarteto nº 13 en si bemol mayor, op. 130 fue muy mal recibida. Iba más allá de cualquier parámetro humano o musical entendible. Su energía es tremenda. Su dificultad contrapuntística, su amplitud de concepción y el empleo de armonías disonantes ochenta años antes de que éstas empezaran a ser aceptadas, fue algo difícil de aceptar incluso cuando venían de un genio como él. Le «aconsejaron» eliminarla. No lo hizo, pero accedió a que se publicaran de manera separada con otro número de opus -el 133- y compuso otro final mas asequible. A finales del s. XIX, fue cuando se empezó a entender y a ocupar su lugar en la historia. Desde entonces no ha habido músico que se precie que no haya opinado sobre ella. Fürtwangler y Klemperer interpretaban la versión para orquesta de cuerda. Gleen Gould la calificó como la pieza más portentosa de la historia. Etcétera etcétera.
Pero el Cuarteto en si bemol no es solo eso. Rachlin y sus amigos se encargaron de mostrárnoslo en esta velada. Recuperaron la formación clásica con el lituano en el primer violín. No hubo extravagancias, no hubo dinámicas al límite, no hubo necesidad de ir más allá de Beethoven. La música del de Bonn se bastó y sobró por sí solo. Precioso el “Adagio, ma non troppo” inicial perfectamente cantado por todos, con el punto justo de expresividad y con un fraseo intenso y bellísimo. El Presto posterior fue vibrante y virtuosístico. De nuevo fraseo de primera fue la principal virtud del “Andante con moto” y de la danza Alla danza tedesca. Pararon un instante a respirar -y a atarse los machos- antes de la imponente Cavatina. Emoción y lirismo a partes iguales impartidos por Rachlin, Brovtsyn y la Sra. McElravy, todos ellos envueltos en el precioso sonido que salía de las manos del violonchelo del Sr. Runge. Un nuevo respiro en el que todos se miraron entre ellos, como si fueran a subir al Himalaya. Sobre la Gran fuga poco más que decir, salvo que todos ellos llegaron al límite, y en la parte final pareció que pedían la hora. Como debe ser cuando subes al Everest. Exhaustos. Como exhaustos nos dejaron al público que al término de la obra no paró de aplaudir y aclamar a los cuatro intérpretes. Saludaron en varias ocasiones abrazados los cuatro. Obviamente no hubo bis. Después de esta obra y de una interpretación así, nada mas se puede decir.