CODALARIO, la Revista de Música Clásica

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CRÍTICA: TRIUNFO CLAMOROSO DE 'MARINA' EN EL TEATRO DE LA ZARZUELA DE MADRID. Por Arian Ortega

16 de marzo de 2013
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 UN TRIUNFO CLAMOROSO

Madrid. Teatro de la Zarzuela. 15/03/13. Marina, de Emilio Arrieta. Director musical: Cristóbal Soler. Director de escena: Ignacio García.

      Era mucha la expectación suscitada a raíz del estreno de Marina en el Teatro de la Zarzuela. Se presentaba la versión original que se estrenó en el Teatro Real de Madrid en 1871, con tres repartos de cantantes españoles de primer orden, muchos de los cuales llevan varios años deleitando al público en los más prestigiosos coliseos líricos del mundo. Día de estreno, y por ende, renombrados artistas de la profesión, tales como Maria José Montiel, Francisco Corujo, Oliver Díaz, Carmen Romeu, Badel Albelo, Pilar Jurado o Enrique García Asensio, se reunieron para presenciar la primera función de este título, que permanecerá en cartel hasta finales del mes de abril.
      Es de agradecer que minutos antes del comienzo, se dedicara la función a la memoria del maestro José María Collado, fallecido hace escasos días. El reparto estuvo encabezado por la soprano granadina Mariola Cantarero, la cual, desde su vertiente más belcantista, suplió con creces el exigente reto vocal de su personaje. La cantante, fiel a si misma y con un instrumento que cada vez le permite acometer papeles de mayor dramatismo (ahí tenemos su reciente debut como Linda di Chamounix en el Liceu, o su Violetta en el Maestranza de Sevilla), desgranó con gusto la difícil partitura del maestro Arrieta.
      No es de extrañar que la propia soprano declarara hace unos días en la rueda de prensa que cantar el papel titular de esta ópera era similar a acometer tres Lucias. Las exigencias en el grave, con repentinos saltos de octava hacia el agudo, lo convierten en un cometido arduo. De Mariola Cantarero conocemos sus bazas, esto es, una inusitada capacidad para filar y atacar las notas altas en piano, sin ningún tipo de fisura ni quebradura en la voz. Si bien se percibe el tan característico, a la vez que acusado vibrato, no repercute en una capacidad técnica que se ha ido labrando con el paso del tiempo, y que le permite recrearse en las agilidades, propias de una lírico-ligera con facilidad para la coloratura. Esto se pudo percibir en el dúo con Roque, número rescatado para la ocasión, y más aún, en la romanza final "Iris de amor", que incluye una cadenza con la flauta muy similar a la que encontramos en la donizettiana Lucia di Lammemoor, que la soprano resolvió con unos trinos de buenísima factura y unos pichettati sólidos, que mantienen redondez en la madurez de su carrera.

      Se esperaba mucho del debut de Celso Albelo como Jorge, en una de las escasas incursiones del tinerfeño en el repertorio lírico español. Albelo confesó, sin embargo, sentirse especialmente cómodo en este papel, que ciertamente se adecúa sus características vocales. En el tenor se percibe una clara evolución desde que viene despuntando, sobre todo en cuanto al timbre se refiere. Otrora más liviano, presenta en estos momemntos unos matices más cálidos y un centro que adquiere presencia y color. No hay que olvidar por ello su facilidad para resolver el tercio agudo, en su caso perfectamente apoyado y proyectado con habilidad pasmosa, como acreditó en un Brindis de muchos quilates, de esos que tardan en repetirse. Articulación irreprochable, gusto y clase en el decir, y una extensión a partir de la zona de paso, brillante.
      A su lado, Juan Jesús Rodríguez firmó un Roque viril y entregadísimo, tanto a nivel vocal como escénico. Es un gustazo oir a un buen barítono en estos tiempos que corren de crisis vocal, especialmente en las voces graves. Habitual en las temporadas de zarzuela, el onubense posee un material de altísima calidad, redondo, dúctil, homogéneo y desahogado en todo momento, sobre todo cuando recurre al forte. Interpretó su escena, muy celebrada por el público, con una gran actuación, en una tesitura bastante alta. Otro momento de especial relevancia fue su dúo con la soprano, donde advertimos ese devenir de Arrieta entre la versión escrita como zarzuela y la operística. Ritmo frenético y aliento verdiano, entre fragmentos como los del tenor o la soprano, que podrían pertenecer al mismísimo L'Elisird'amore, como denotan exactas reproducciones de tonalidad.
      Simón Orfila encarnó a Pascual. Es de las pocas veces que el bajo-barítono afronta páginas en castellano, que canta con perfecta articulación, nítido a la hora de frasear. De medios, a camino entre el barítono y el bajo, con escasa presencia en el grave, sirvió fielmente al personaje, con momentos de especial relieve como el cuarteto o su escena principal. Digno de mención el Alberto de Gerardo Bullón, que ofreció una voz de gran presencia. La orquesta, a las órdenes de Cristóbal Soler, mostró oficio y compostura, sobre todo en una poderosa obertura, antecesora de los trágicos momentos por los que atraviesan los cuatro personajes. Sin embargo, en ocasiones se percibió lenta y destensionada, con una pátina gris, velada, sin un sonido pleno y empastado. Lo mismo puede decirse del coro, deslavazado y especialmente chillón en la sección tenoril. La puesta en escena firmada por Ignacio García es decorosa y agradable a la vista, en especial el último acto, que presenta una típica casa costera y un faro a lo lejos. Peca no obstante, de un excesivo movimiento de actores, lo que dificulta el seguimiento de la acción y la identificación de alguno de los cantantes. En cualquier caso no estorbó la versión musical, lo cual es mucho decir a día de hoy.
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