Crítica de Raúl Chamorro Mena del concierto de Sondra Radvanovsky en el Teatro Real bajo el rótulo de «Las tres reinas de Donizetti» junto a la mezzosoprano Gemma Coma-Alabert, el tenor Fabián Lara, el barítono Carles Pachon y el Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real, bajo la dirección de Riccardo Frizza. El concierto contó con una propuesta escénica de Rafael Villalobos
Día de Reyes con tres Reinas
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 6-I-2024. Teatro Real. Sondra Radvanovsky: «Las tres reinas de Donizetti». Oberturas y escenas finales para la primadonna de Anna Bolena, Maria Stuarda y Roberto Devereux de Gaetano Donizetti. Sondra Radvanovsky, soprano. Con la participación de Gemma Coma-Alabert, mezzosoprano; Fabián Lara, tenor; Carlos Pachón, barítono. Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Riccardo Frizza. Propuesta escénica: Rafael Villalobos.
El devenir histórico de la corte inglesa en época del Renacimiento fue fuente de inspiración para los compositores y libretistas del melodrama romántico italiano. Particularmente, Gaetano Donizetti compuso cuatro óperas sobre el tema, sin ninguna intención de agrupamiento de las mismas o de crear una serie. Si bien, al amparo del renacer donizettiano de la segunda mitad del siglo XX, se ha dado en llamar «Trilogía Tudor» a la serie formada por Anna Bolena (Milán, Teatro Carcano, 1830), Maria Stuarda (Milán, Teatro alla Scala, 1835) y Roberto Devereux (Nápoles, Teatro San Carlo, 1837). La escasamente representada, pero más que interesante, Il Castelo di Kenilworth (Nápoles 1829) ha quedado fuera de lo que sería una «tetralogía Tudor».
Por supuesto, ni Donizetti ni sus libertistas pretendían fidelidad histórica alguna, pues se basan en unos sucesos y personajes históricos y los adaptan a los códigos y lenguaje propio del melodrama romántico. Entre esos códigos, estructura y formas que cimentaban el andamiaje del melodrama se encontraba el «derecho» de la prima donna a una gran escena de salida y, sobre todo, a terminar la ópera con una monumental escena final conforme a las formas Recitativo, aria, tempo di mezzo y cabaletta con intervención de coro y demás cantantes.
De estas tres óperas, la única que se ha representado en la etapa moderna del Teatro Real, desde su reapertura en 1997, ha sido Roberto Devereux en dos ocasiones. Una en concierto con la eximia Edita Gruberova como protagonista, quien logró una encarnación histórica de la reina Isabel I y la otra, representada, con la gran Mariella Devia al frente.
La consolidada soprano Sondra Radvanovsky, que ha adquitido un sólido, merecido y bien ganado prestigio en los últimos años, ha agrupado completas las tres escenas finales de las óperas referidas, que forman la llamada «Trilogía Tudor», en un espectáculo llamado las tres reinas en el que se incluyen también las oberturas de cada obra y que se interpreta sin solución de continuidad. La cantante de Illinois había presentado este concierto anteriormente en dos de las plazas donde es más querida, Chicago y Barcelona, y ha llegado ahora en este día de reyes al Teatro Real de Madrid, donde es muy apreciada también. Baste recordar que en su última comparecencia con Tosca bisó el aria «Vissi d’arte».
En Anna Bolena, Donizetti y su libretista Felice Romani plantean una reina víctima del tiránico Rey Enrique VIII, que enamorado de su dama de compañía Jane Seymour, urde un plan para acusarla de traición, ajusticiarla y poder contraer matrimonio con su nueva amante. La escritura corresponde a una soprano sfogato como fue Giuditta Pasta para quien el autor concibió la obra y que fue recuperada en su justa vocalidad por Maria Callas en 1957. En el melodrama romántico era típica la inestabilidad mental femenina en la que cae la protagonista como consecuencia de los acontecimientos que padece. Así le sucede a Anna Bolena en una escena de locura en la que se alternan momentos de equilibrio y alucinación. En el inspiradísimo cantabile «Al dolce guidami», un canto nostálgico por la felicidad perdida, evoca su pasado feliz en su castillo natal, de donde nunca debería haber salido para llegar y ascender en la corte. La Radvanovsky comenzó algo fría, pero emitió un buen Do agudo en el recitativo «Piangete voi’?» y mostró un timbre aún entero y con ese caudal generoso característico, con cierto desgaste tras tantos años de carreta y papeles pesados que incluyen una reciente Turandot, papel «destrozavoces», en Nápoles. Bien delineada el aria, con fondo musical, largo aliento y esa capacidad para regular el sonido siempre impactante en voz tan plena, aunque resultaron algo borrosas las escalas y pudo apreciarse la habitual falta de nitidez en la articulación del italiano. La vibrante cabaletta «coppia iniqua», tremenda invectiva que la Bolena lanza a la pareja Enrique VIII-Giovanna Seymour que contraen matrimonio mientras ella marcha al patíbulo, resultó un tanto gris y lo más flojo de la noche. Alguna nota caída, graves broncos y una coloratura un tanto pesante, lógico en una voz de ese fuste, se combinaron con el vigor de los acentos y la entrega de la soprano.
La Stuarda de Donizetti es también una víctima, esta vez de su prima la reina Isabel I de Inglaterra en una ópera que sitúa la rivalidad amorosa por encima de la política, pues ambas aman al Duque de Leicester que sólo corresponde a la Monarca católica escocesa. La Radvanovsky plegó su amplio instrumento, de timbre «extraño» no bello, con vibrato característico, y ya no en plenitud, en una hermosa plegaria en que alargó ad libitum la nota mantenida entre el canto del coro -en línea Caballé o Gruberova- junto a bellos filados y reguladores. Por si fuera poco, la Radvanovsky se encaramó al sobreagudo al final de la cabaletta «Ah! se un giorno da queste ritorte» con lo que compensó en cierto modo, una agilidad más bien trabajosa.
Lo mejor de la noche, es justo insistir en el mérito de cantarse estas tres temibles escenas seguidas, sólo con el descanso que ofrecía la interpretación de las oberturas, llegó con Roberto Devereux –magnífica ópera rescatada por Leyla Gencer en 1964- y su grandiosa escena final, junto con Bolena la más exigente de las tres.
El timbre de la Radvanovsky sonó más liberado, el metal más brillante, y a pesar de cierta sobreactuación, resultó innegable la entrega e intensidad dramática de la Isabel I encarnada por la soprano de Illinois vestida de blanco y bastón en ristre. En esta ocasión la emblemática reina inglesa, atribulada por su amor no correspondido por el Conde de Essex colapsa mentalmente pues no puede evitar el ajusticiamiento de éste al final de la ópera. En el cantabile «Vivi ingrato» resultó irreprochable la musicalidad y legato, aunque perjudicado por la poco genuina articulación del idioma, de la Radvanovsky, así como de gran efecto resultó un monumental regulador y el penetrante ascenso en la frase «La reghina d’Inghilterra». Asimismo, la soprano norteamericana puso de relieve esa progresión inexorable, en monumental imbricación músico-teatral, que el genio de Bergamo plantea en este grandioso final con escena de alucinación, firmando un emotiva conclusión con la guinda en el clímax en forma de espléndida -y sorprendente en voz de semejante caudal-, nota sobreaguda.
Más destacables en sus cometidos durante toda la noche el tenor Fabián Lara y el templado barítono Carlos Pachón, que una engolada y de escasa proyección Gemma Coma-Alabert.
Más que rutinaria, plomiza y mortecina, resultó la dirección musical de Riccardo Frizza al frente de una orquesta de sonido gris y bandístico, con una cuerda raquítica e inaudible y ausencia total de color y empaste. Muy pobres las tres oberturas, con la constante sensación de escasísimos ensayos en una labor sin tensión, sin teatralidad alguna y deficiente también en el acompañamiento al canto. Más entonado, desde luego, el coro. A destacar, especialmente, su intervención en la plegaria de Stuarda.
La propuesta escénica de Rafael Villalobos merece una valoración positiva, pues además de inteligencia y buen gusto, se puso al servicio de la primadonna y de la música. Hábilmente iluminada, con un interesante juego de colores - negro-Rojo en Bolena, negro-verde en Stuarda y negro-blanco-rojo en Roberto Devereux-, junto a algunas bien dosificadas proyecciones con los nombres de cada heroína y de la soprano protagonista, aportó teatralmente y potenció la meritoria labor de Sondra Radvanovsky.
Fotos: Javier del Real / Teatro Real