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DIMITRI TCHERNIAKOV, director de escena: 'EL DIRECTOR DE ESCENA ES UN TRADUCTOR'

1 de abril de 2013
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El joven director de escena de origen ruso Dimitri Tcherniakov (Moscú, 1970) regresa al Teatro Real con su propuesta sobre Don Giovanni de Mozart, después de haber escenificado Eugene Onegin y Macbeth en el teatro madrileño. Junto con Krzysztof Warlikowski, es uno de los responsables escénicos más en boga, y no en vano uno de los más apreciados por Gerard Mortier, tanto ahora al frente del Real como en sus años en la dirección artística de la Opera Nacional de París. Tcherniakov habla para CODALARIO acerca de los fundamentos teóricos y estéticos de sus propuestas y nos comenta con detalle el Don Giovanni que se estrena el próximo día 3 de abril.

Para comenzar, una pregunta muy general. ¿Cómo definiría su trabajo? ¿Qué significa ser un director de escena?
Me gustaría responderle más bien recordando el impulso que me llevó a dedicarme a esta tarea. Probablemente recordando ese episodio recordaré las motivaciones por las que he llegado hasta aquí. A través de este trabajo siempre he pretendido mostrar a otras personas algo que me fascina. Entiendo mi labor pues como la de compartir algo que hay en mi interior, algo que siento o pienso de una determinada manera. No se trata necesariamente de algo inefablemente bello; puede ser algo terrible, que nos estremezca, pero de hecho eso también es parte de la vida. Se trata de compartir esas vivencias con el espectador, hasta el punto de generar en él los mismos sentimientos y reacciones que yo he experimentado personalmente. De ahí que el siguiente paso sea preguntarse por lo que hay de creatividad en mi trabajo. La creatividad exige novedad. Y es importante, por ello, que cuando llevamos una propuesta a escena huyamos de repetir lo que ya existe, los lugares comunes. La novedad es una exigencia en este trabajo. De lo contrario, la dirección escénica no es una labor creativa sino una mera repetición.

¿Entiende entonces su labor como un trabajo siempre creativo y no tanto como una tarea al servicio de las demandas del texto o de la obra?
Conviene preguntarse qué es realmente lo que nos ha dejado un compositor. Por un lado, la música, evidentemente. Él es el responsable de plasmar sentimientos en sonidos. Por su parte, el autor del libreto ha hecho lo propio, plasmando esos sentimientos en un lenguaje verbal. Pero ni el compositor ni el libretista, ni los sonidos ni el texto, pues, nos dan la pista teatral definitiva acerca de cómo ha de presentarse una determinada historia ante el público. El teatro tiene un lenguaje propio, que no es ni el de la música ni el de la literatura, aunque comparta con ambos muchos rasgos. Por eso, la tarea del director de escena está al servicio de esa música y de ese texto, claro, pero es su obligación traducir su propuesta a otro lenguaje, el de la escena. El director de escena es un traductor. Y la traducción siempre es una labor creativa.

Ha mencionado que realmente no hay una indicación teatral definitiva en la obra, pero sí hay en el libreto una serie de indicaciones escénicas. Desde su punto de vista, ¿acaso éstas no son suficientes?
Bien, tomemos un libreto cualquiera. Y vayamos a trabajar con los artistas en los ensayos, siguiendo al pie de la letra esas indicaciones. Fracasaremos enseguida. De hecho, el noventa por ciento de las obras que vemos en escena fracasan como propuestas totales en un sentido teatral, precisamente por no ir más allá de esas meras indicaciones. Es sorprendente que la gente con una cultura rica y variada, con referentes literarios, cinematográficos, teatrales, etc., de repente baja el nivel de exigencia cuando acude a ver una propuesta operística, pasando por bueno lo que en otros terrenos les parecería mediocre e inconsistente. Aceptan lo arcaico y lo inverosímil como algo normal. Precisamente por eso mi labor como director de escena es lograr esa verosimilitud, lograr hacer creíble lo que se ve sobre el escenario, de un modo exigente. Podríamos hacer un experimento. Acudamos a una representación operística y tapémonos los ojos. Y así, imaginemos lo que escuchamos, de acuerdo con el texto y con la música. Y al cabo del rato, abramos los ojos. Apuesto a que la coincidencia con lo que habíamos imaginado será mínima. Demasiado a menudo no hay verdad sobre el escenario operístico. Y sin embargo mucha gente se convence, se persuade a sí misma de que debe hacer un esfuerzo para creer lo increíble. Lo más frecuente es que sobre la escena no haya más que una imitación vulgar de la realidad, pero en modo alguno una verdad teatral verosímil y creíble. Y no es casualidad, porque hacer lo contrario es muy complicado. De ahí que con las indicaciones del libreto no sea suficiente. Eso son tan sólo pistas incipientes y muy básicas, pero no son una garantía de éxito. Seguir al pie de la letra esas indicaciones quizá funcionase en el siglo XIX, pero el teatro y sus espectadores cambian y las claves de ayer no tienen la misma vigencia en nuestros días.

 

Habla a menudo de la verosimilitud, ¿a qué se refiere exactamente?
Nuestra sensación de verosimilitud, como espectadores, cambia más o menos cada diez años. En una época a todo el mundo le gustaba Rodolfo Valentino. En otro tiempo todo el mundo reverenciaba a Borges. E igualmente, durante unos años, todo el mundo aclama, por ejemplo a Madonna. Y claro, este tipo de adscripciones icónicas, propias de cada tiempo, transforman nuestra mirada y nuestro concepto de la verdad teatral. De acuerdo con esto, incluso las propuestas de grandes directores como Strehler, si las viéramos ahora, nos exigirían una carga importante de voluntarismo para seguir siendo vistas hoy, como ayer, como grandes propuestas teatrales. No digo que no lo fueran, pero lo eran con su tiempo, y nuestro tiempo necesita otra cosa, tiene otras exigencias. El director de escena tiene que ser sensible, ante todo, a estos cambios en la sensación de verosimlitud.

No se trata entonces, para usted, de traducir al pie de la letra el libreto, sino de crear en el espectador una sensación de convicción ante lo que está viendo.
Exacto. Y por supuesto que esa verosimilitud o verdad teatral no es algo universal que existe por sí mismo. Cada obra tiene su verdad. Y es que si nos creemos a fondo la obra también en su dimensión escénica, entonces percibiremos de otro modo su música, que crece con la escena, respira de otra manera.

Una de las críticas más habituales a su trabajo es que aparte de ese servicio a la verosimilitud del libreto, hay algo así como una dramaturgia paralela. ¿Hasta qué punto esto es así?
No es una constante en mis propuestas, pero sí sucede así en algunas. Pero siempre se trata de un diálogo con la obra, de un discurso que corre paralelo, sin despegarse un punto, a lo que ya existe en el original. Se trata de crear un volumen aparte, un diálogo adicional, como en espejo, para llevar a la obra tan lejos como sea posible con esos mimbres.

¿Cuáles serían las líneas rojas que definen su trabajo? ¿Qué límites no se permite transgredir?
Nunca cambio la música. Todo lo que está escrito, suena. El texto se mantiene íntegro también siempre que es posible y lucho de hecho por restaurar los cortes más habituales. Nunca me inmiscuyo en la partitura. Creo que a ese nivel soy tremendamente fiel al autor y a su obra. Siempre dejo intactos, como le decía, incluso pasajes o fragmentos que se cortan por su longitud o por su dificultad. Cortar es lo más fácil y lo que me interesa a menudo es tomar esos fragmentos cortados para restituirles una vida nueva, integrándolos en el conjunto de la obra con naturalidad. Si un fragmento se compuso, es porque ocupaba un lugar en la mente del compositor. Yo intento dar vida a esos fragmentos a menudo cortados de tal manera que el público advierta que no tenía sentido alguno eliminarlos.

¿Tiene algún método de trabajo sistemático, cada vez que aborda una obra nueva?
No necesariamente. Cada obra requiere un tratamiento específico. No hay un método que garantice siempre un buen resultado.

¿Cuál es su forma de trabajo con los cantantes? Los que han trabajado con usted, y no lo dicen como una crítica, indican que es usted muy exigente e intenso.
Aprecio mucho la concentración y dedicación plena a este trabajo por parte de los cantantes. Y no por capricho, sino porque así se trabaja mejor y se llega más lejos. A menudo los cantantes son capaces de mucho más de lo que creen, como actores. Por eso pido el cien por cien en los ensayos. No me gustan los cuchicheos, las risas, las bromas, etc. Este trabajo es serio y requiere dedicación total, física y mental. Los ensayos requieren intensidad, casi una determinada excitación o inflamación. Se trata de habitar los personajes hasta el punto de eliminar la distancia con ellos. Porque hay que huir de esa tendencia a imitar gestos, ademanes, etc. No se trata de fingir que hacemos como si fuésemos tal o cual personaje. Se trata de sentir que lo somos. Muchas veces a los cantantes esto no les resulta sencillo. Y seguramente yo no se lo pongo fácil, porque trabajo de un modo bastante manipulador. No les dejo improvisar apenas. Con frecuencia ellos proponen detalles o matices, aquí o allá, y yo no los acepto, porque creo que no encajan dentro de mi propuesta, que está meditada hasta el último detalle. Por eso muchos cantantes me dicen que no les dejo libertad. No es del todo cierto, pero lo entiendo. El problema es que no hay tanto talento para la improvisación como para dejar libertad por doquier. Cuando un cantante es un gran actor y tiene talento para la libertad, siempre le dejo un margen para desarrollarse. Las pocas veces que eso sucede, es un gran placer para mí. Recuerdo por el ejemplo el caso del barítono norteamericano Scott Hendricks. Es tremendamente talentoso en las improvisaciones y el trabajo con él fue muy grato, un continuo toma y daca, también fecundo para mí. Yo prefiero encontrarme con cantantes así que con alguien que viene "vacío", digamos, y a quien hay que "rellenar" con infinidad de indicaciones.

 

Siempre en sus propuestas es también el responsable de la escenografía. ¿A qué se debe esta doble labor, como director de escena y también como escenógrafo?
Ha coincidido así, no fue una pretensión mía. Esto hace ya veinte años que sucedió. No tuve estudios de escenografía, así que me declaro un amateur al respecto (risas). Pero después de veinte años creo que me muevo con soltura con su lenguaje. Para mí el proceso de imaginación y diseño de la escenografía es el más complicado en una nueva producción. Echo por tierra decenas de variantes y los teatros me maldicen porque aporto muy tarde los cambios. Siempre estoy descontento con la escenografía, hasta el último momento.

¿Encuentra diferente acogida entre el público de distintos lugares del mundo? Y de ser así, ¿se ha planteado alguna reflexión al respecto?
Claro, sucede así, con muchos contrastes. Recuerdo cuando estrenamos Onegin en Moscú. No puedo decir que no gustase ni tampoco que fuera un éxito, pero sí recuerdo que hubo un sector del público marcadamente contrario y crítico con mi propuesta. Mucha gente hablo mal de mi trabajo e incluso de mí, personalmente, tanto en la prensa escrita como en internet. Recuerdo incluso que en un par de ocasiones se me acercó gente para insultarme a la cara, diciéndome "No imaginé que usted fuera así de desvergonzado". Y cuando lo llevamos a París, fue sin embargo un éxito extraordinario, y no sabría decirle de qué depende ese contraste. Igualmente en París, cuando hicimos Macbeth, el que acaba de estar aquí en Madrid, fue aceptado pero con más frialdad que el Onegin. No me he preguntado en exceso por estos contrastes. Digamos que tomo nota de ello, pero no intento comprenderlo.

Hablemos del motivo de su presencia en Madrid, su dirección escénica de Don Giovanni. ¿Cuál es el núcleo de su propuesta? ¿Qué nos quiere contar sobre esta obra y sobre este personaje?
En primer lugar no estamos ante la historia de un joven seductor que se divierte. Es una obra muy profunda acerca de cómo debemos vivir nuestra vida correctamente, y acerca de cómo decidimos y tomamos conciencia de esa vida correcta, digamos. Y es que al respecto hay muchas ideas, muchas propuestas. En el caso de Don Giovanni hay una lucha entre dos conceptos en torno a esta cuestión: por un lado, el concepto tradicional de la civilización occidental de seguir un deber muy determinado, frente al concepto personal, nada convencional, del propio Don Giovanni, que es un concepto destructivo puesto frente al anterior. Y sin embargo esta opción vital de Don Giovanni se nos muestra como más verdadera, más auténtica. Y además es una vía, la suya, que fracasa en su individualismo, bajo la aplastante presión de la mayoría y de la tradición.

 

¿Entiende Don Giovanni como un conflicto entre moralidades?
No, no exactamente. No es tanto una cuestión moral como sí un asunto existencial.

¿Y qué hay de todo lo que tiene que ver con el erotismo y el sexo en Don Giovanni? ¿Cómo lo trata?
Es una dimensión importante de la obra, como lo es también en nuestras vidas. Y en este caso en concreto, cada una de las partes en conflicto tiene sus ideas al respecto. Pero en ningún momento Don Giovanni puede reducirse a la historia sexual de un libertino. Ese es un nivel superficial, pero la verdad de esta obra se dilucida más abajo, digamos, en un estrato más profundo. Con una música como la que nos lega Mozart en este caso no podemos caer en la tentación de recrear tan sólo la caricatura de un mujeriego o de un sátiro

En el caso de esta partitura, hay toda una serie de relaciones complejas entre sus personajes, más allá del papel protagonista que da nombre a la obra. ¿Hasta qué punto su propuesta gira también en torno a estas relaciones y no se centra únicamente en el personaje de Don Giovanni?
Como dice, en esta obra tenemos por un lado a Don Giovanni, que es el centro de la obra, y por otro lado, a todo un grupo de personajes. Desde mi punto de vista, esa es la confrontación principal. Por un lado Don Giovanni, separado, y por otro lado todos los demás, juntos, formando un colectivo. Don Giovanni influye en este colectivo, en cada uno de sus miembros, de distintas maneras. Y todos ellos van reaccionando a la intervención de Don Giovanni en sus vidas. Ese colectivo, que en principio, era algo cohesionado, con un mismo concepto, en el sentido que comentábamos antes, comienza a tambalearse y a perder firmeza conforme Don Giovanni interactúa con ellos. Consigue de alguna manera que se abra ese colectivo, en conjunto y en cada caso en particular, de modo que todos ellos ven en su interior algo que antes no esperaban ver. Don Giovanni les ayuda a liberarse, a sentirse a sí mismos, a percibir la posibilidad de algo distinto. Todos los demás personajes representan, en última instancia, vidas infelices, frustradas. Y Don Giovanni intenta llevarles por una iniciación hacia otro modo de vida completamente distinto, donde pierdan todas sus máscaras, sus corazas, para dejar ver lo auténtico que llevan dentro. Y así sucede, de hecho, porque Don Giovanni posee un gran magnetismo. Sin embargo, acto seguido todos estos personajes tienen miedo, un gran pavor ante esa liberación, porque han perdido el asiento de esas reglas y convenciones que les daban seguridad. Se ven ahora obligados a decidir sobre sí mismos en el vacío. En un principio ceden a la tentación de Don Giovanni pero finalmente el miedo les vence y se juntan todos de nuevo para echar a Don Giovanni de sus vidas. Le echan, sí, pero ya llevan consigo, dentro de sus vidas, algo de él. No hay nada sobrenatural en el Don Giovanni que veremos en el Real. No hay ningún infierno. El único infierno es la gente normal que se junta para destruirle. Digamos que se vengan de él por haberles descubierto sus propias debilidades. No un infierno real en escena. Siempre me he preguntado en qué consiste el gran crimen de Don Giovanni para que de hecho se monte toda esa parafernalia con las llamas y el infierno al final de la obra. ¿Por qué merece un castigo semejante? Ha abandonado a muchas mujeres, sí, pero también las ha hecho felices en un momento dado. Y no es el peor delincuente que nos encontramos en el repertorio operístico o en otras obras teatrales. Criminales mayores no encuentran un castigo tan severo. ¿Qué hay de singular entonces en el caso de Don Giovanni? Cuando vemos esta obra en escena, reconozcámoslo, nos compadecemos de su protagonista, no estamos del lado del castigo. Por eso es importante plantear un final donde sea la gente misma sea la que le castigue. Hay que deshacer esa parcialidad, de modo que no sepamos quién tiene la razón, si el castigado o quienes se vengan de él. Es un conflicto entre razones, entre decisiones, y nos preguntamos, por un lado, hasta qué punto él tenía derecho a entrar en sus vidas, y por otro, hasta qué punto ellos tienen derecho a castigarle, cuando cedieron a su tentación. Se trata de deshacer el final falsamente moralizante para dejar paso a una tristeza general, la de una impotencia y una frustración generalizadas. Nunca la vida será tan correcta ni tan plena como nos gustaría.

 

Creo que para sostener esa propuesta idea usted un vínculo familiar entre todos los personajes.
Sí, para oponer de un modo creíble a Don Giovanni con todos los demás personajes, me inventé un truco especial. Todos, menos Don Giovanni, se conocen entre sí desde el principio. Se eliminan los distintos orígenes sociales de modo que todos ellos forman la familia del Comendador, son parientes entre sí, cada uno de una generación distinta. El Comendador es una figura central, de autoridad, que ha formado toda esa familia, con unos rectos criterios de vida, etc. Y es a él, a sus razones, a su creación familiar, a lo que se opone Don Giovanni. La generación más joven es la de Zerlina y Masetto. La generación, digamos, intermedia, es la de Donna Anna y Don Ottavio. Y claro, hubo que inventar muchas cosas para articular estos vínculos familiares. Donna Anna es la hija del Comendador, por supuesto, y hemos hecho que Zerlina sea la hija de Donna Anna. Y Donna Elvira es la prima de Donna Anna. Ello da a la familia y a todo el conjunto de personajes una gran unidad. Don Giovanni penetra en esta familia como el marido de Donna Elvira. Sabemos que en un tiempo anterior al de la acción teatral, Don Giovanni tuvo ya una historia con Donna Elvira, a la que había abandonado. Antes de la obertura, enseñamos una escena que se supone que sucede mucho antes del tiempo real de la acción de la ópera, cuando Don Giovanni todavía no había abandonado a Donna Elvira. En esa escena aparecen como un matrimonio, en una reunión familiar con el Comendador y los demás. Y poco a poco, a partir de esa escena previa, se desarrolla su influencia en esta casa, en esta familia. Desde este punto de vista desaparece la importancia de las clases sociales en los orígenes de cada uno de los personajes. En este sentido, como decía Ingmar Bergman: "En realidad, el arte sólo debería dedicarse a los problemas que surgen en una sociedad que ya ha superado los problemas materiales". Y es que cuando no hay dinero, cuando hay hambre, todo se puede explicar de un modo evidente, por el origen social, la pobreza, etc. Y parece que todo se solucionase con dinero. Pero no es todo tan fácil, porque mucha gente con dinero no es nada feliz.

Explicado así suena muy sugerente pero al mismo tiempo, ¿no cree que para algunos espectadores supondrá una intervención excesiva sobre el libreto y la historia que nos cuenta?
Sí, seguramente, pero la pregunta es otra. ¿Les va a resultar interesante lo que les estamos contando? Creo que sí, porque les vamos a contar algo más de lo que ya conocían. Me interesan tanto los personajes que ofrece el libreto que me he propuesto llevarlos más allá de sus convencionalismos originales. Me resulta insuficiente lo que solemos ver en escena cuando se representa Don Giovanni. Hay mucho más allá. ¿Qué sucede en las pausas, antes y después? Por eso hemos añadido muchas cosas, pero no se puede decir que hayamos reescrito la historia hasta cambiarla. La acción original sigue intacta, pero le hemos añadido algunos elementos que lo llevan más allá. La cuestión entonces es si los espectadores están dispuestos a ir con nosotros en esa proyección, en esa ampliación del punto de vista convencional sobre la obra. Si sólo quieren ver la confirmación de algo que ya saben, entonces hablamos lenguajes distintos.

 

Esos añadidos que menciona, ¿consisten en añadidos al libreto original? ¿No nos decía antes que nunca interviene en ese sentido?
Exacto, no añadimos nada al libreto. No se trata del texto propiamente dicho, que está intacto, sino de lo que hacemos con él, con los subtextos. Las entonaciones, las motivaciones. Pronunciar una misma frase de una forma u otra puede transformar completamente su significado. El texto es el centro de nuestro trabajo en los ensayos. Constantemente nos interrogamos, una y otra vez, por las motivaciones de cada frase, de cada diálogo, etc.

En su explicación de su propuesta sobre Don Giovanni ha mencionado algo que coincide con declaraciones suyas en torno al Macbeth anterior que vimos en el Real. Dice usted que no cree en la vigencia de lo sobrenatural. ¿Puede ampliar más su punto de vista al respecto? ¿Realmente cree que la sociedad contemporánea no tiene ojos para lo sobrenatural?
Es una buena pregunta. Creo que cuanta más experiencia y conocimientos, en plural, tienen una persona o una sociedad, como la nuestra, menos estabilidad y seguridad tiene para sostener sus creencias. Antaño todo se articulaba de acuerdo con dualidades que permitían articular fácilmente las certezas. Pero hoy en día hay una confusión mayor, tenemos más preguntas sobre la mesa. Curiosamente, cuantos más conocimientos adquirimos, menos certezas se sostienen. Muchas cosas que se explicaban sencillamente en el siglo XIX, hoy son interrogantes abiertos. No nos fiamos tanto como antes, de ahí que lo sobrenatural esté también en entredicho porque ya no juega el papel que jugaba antes. La percepción de lo sobrenatural ha cambiado tanto que ya no es un elemento verosímil en una representación teatral. Ya no es creíble.

Y sin embargo, a día de hoy, quizá no nos creemos un infierno como el de Don Giovanni o las brujas que aparecen en Macbeth, pero sí tenemos fe en multitud de cuestiones sobrenaturales de otra índole.  ¿Cree que hemos sustituido unas certezas sobrenaturales por otras o realmente hemos abandonado la fe en lo sobrenatural, como usted plantea?
El problema está en los dualismos. El bien y el mal, el cielo y el infierno, etc. Realmente esas ya no son claves operativas en el imaginario del arte serio, por mucho que queden, como residuos, en otras representaciones como el cine de Hollywood o la literatura para niños. Lo sobrenatural no está en la discusión seria del arte contemporáneo. Es un asunto de otro tiempo.

¿Hasta qué punto lastra su trabajo con Don Giovanni el hecho de que éste sea un icono central de la literatura europea, tan cargado de referencias?
Esto me ayuda, más bien, porque mi intención es hablar más allá de lo que ya conocemos. Es decir, más allá precisamente de esas referencias que manejamos. Mi Don Giovanni, podríamos decir, es como una guinda que completa nuestro catálogo de representaciones clásicas sobre este mito.

¿Qué nos puede adelantar de sus futuros compromisos?
Volveré al Real, no en la temporada 13/14, sino en la siguiente, y será una nueva producción, no una reposición como ha sido el caso de Macbeth y Don Giovanni. Otro compromiso importante es La Traviata que abrirá la temporada siguiente de la Scala de Milán. También durante esa temporada me encargaré de la puesta en escena de La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh en el Liceo, en una producción que ya hicimos en Amsterdam y en San Petersburgo. Y estrenaremos en Nueva York, en el Metropolitan, una nueva producción de El príncipe Igor.

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