La magnífica agrupación sevillana volvió otro año al ciclo Universo Barroco, en lo que se ha convertido en una agradable costumbre, para celebrar el día de las músicas históricas comandada por el violinista y director italiano, ofreciendo versiones muy notables de una cuasi integral del L’estro armonico de Antonio Vivaldi
OBS, un lujo nacional
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 21-III-2024, Auditorio nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. Antonio Vivaldi: L’estro armonico, Op. 3 [conciertos n.º 1, 2, 3, 10, 8, 4, 9 y 11]. Lina Tur Bonet [violín barroco], Mercedes Ruiz [violonchelo barroco] • Orquesta Barroca de Sevilla | Enrico Onofri [violín barroco y dirección artística].
Se trata […] de la más barroca (a la par que la más elaborada y ambiciosa) colección de conciertos de Vivaldi, y en ella se reafirma definitivamente, con una extraordinaria significación artística que no conoce precedentes, la personalísima identidad expresiva de la música del Prete Rosso. Todo ello viene avalado por el ya referido éxito monumental […] que conoció la colección, que numerosamente reeditada en Europa a lo largo del Settecento, compartió con los Concerti Grossi, Op. VI de Corelli el honor de ser la colección de conciertos más famosa e influyente de su tiempo.
Pablo Queipo de Llano: El furor del Prete Rosso. La música instrumental de Antonio Vivaldi [2005].
Otro año más, el ciclo Universo Barroco del CNDM [Centro Nacional de Difusión Musical] citó a sus fieles seguidores un 21 de marzo, fecha en la que se celebra el Día Europeo de la Música Antigua –aprovechando uno de los dos posibles cumpleaños de Johann Sebastian Bach, pues según se siga los calendarios juliano o gregoriano esta fecha puede ser también el día 31 del mismo mes–, un evento creado hace algunos años por la Red Europea de Música Antigua [REMA] para dar visibilidad a las músicas históricas en el continente, aunque el acontecimiento tiene cada vez más índole mundial que meramente continental. Y lo volvió a hacer contando para la ocasión con la Orquesta Barroca de Sevilla [OBS], en una cita convertida ya en costumbre, la cual cabe celebrar y esperar que siga su curso durante muchos años más. Esta formación andaluza, la principal en nuestro territorio con estatus de orquesta con criterios historicistas, es sin duda una agrupación que tenemos que valorar en la medida que merece, pues se trata a todas las luces de un lujo nacional que quizá no acabamos de sentir como tal. Sólo con la perspectiva que concede el paso de los años se valorará en su justa medida lo que la OBS lleva haciendo desde su fundación allá por 1995 –el próximo año celebrará tres décadas de carrera–. A pesar de que en 2011 le fue concedido el Premio Nacional de Música, la sensación que sobrevuela a la OBS es que va sobreviviendo como puede temporada tras temporada –la sombra de su desaparición acechó a la formación en los años duros de la crisis, si mal no recuerdo–. Pese a todo, cada proyecto que llevan adelante sus entusiastas músicos siempre que salen al escenario –bien sea en su temporada de conciertos en Sevilla, bien en sus visitas al Auditorio Nacional– es un logro casi hercúleo, un evento que ha de celebrarse como de primer orden.
Formación sin un director titular, trabaja habitualmente con invitaciones a directores de diverso tipo, según el programa a interpretar. Para esta ocasión, en un proyecto protagonizado por una cuasi integral –ocho de los doce– del Op. 3 firmado por Antonio Vivaldi (1678-1741) bajo el título L’estro armonico, se contó con la presencia doble de solista/director, el italiano Enrico Onofri, uno de los máximos exponentes de los últimos años en la interpretación del repertorio barroco italiano, con gran importancia a la figura del prete rosso. Una elección muy pertinente, pues además a Onofri le une una relación estrecha de varios años y grabaciones con la OBS, orquesta con la que se entiende a las mil maravillas, como volvió a quedar patente en esta cita.
Dividido en dos partes, cada una de ellas acogió cuatro de los conciertos de la colección, en un planteamiento que incluyó diversas formaciones, con conciertos para violín solo, dos violines, para cuatro violines, cuatro violines y violonchelo y para dos violines y violonchelo. Una caleidoscópica muestra de la maestría del veneciano en el género del concierto. Sobre esta imponente colección de doce conciertos, dice lo siguiente Pablo Quipo de Llano en su excelente monografía El furor del Prete Rosso. La música instrumental de Antonio Vivaldi: «El Opus III, L’estro armonico –título que no necesita traducción al castellano: El estro armónico, o sea, La inspiración armónica– de Vivaldi, su primera colección de conciertos para diversas combinaciones de instrumentos de cuerda y bajo continuo, fue publicado en la imprenta de Estienne Roger en Amsterdam a finales de 1711 y tuvo como dedicatorio al gran príncipe Ferdinando III di Toscana. La nueva alianza con la editorial holandesa –ya definitiva para el resto de las publicaciones vivaldianas– venía motivada por los habituales errores de las imprentas italianas –Vivaldi, en el prefacio del Op. III, se queja de ‘il discapito della stampa’ transalpina– por la muy superior legibilidad tipográfica de las imprentas holandesas –capitalizadas por la famosa mano de Estienne Roger– y por las evidentes ventajas comerciales que reportaba publicar conciertos en Centroeuropa, donde el repertorio concertístico resultaba mucho más novedoso que en Italia. Las grandes dimensiones de los doce conciertos que forman la colección motivaron el inusual empleo editorial de dos libros –a partir de entonces sistemático en las venideras colecciones de doce conciertos de Vivaldi–, con una división de seis conciertos en cada libro. Los concerti de L’estro armonico, que reflejan a la perfección la complejidad formal que el género poseía en los primeros lustros del siglo XVIII, presentan una ambiciosa distribución orgánica a ocho partes, destinada para cuatro violines [Violino primo, Violino secondo, Violino terzo, Violino quarto], dos violas [Alto primo, Alto secondo], violonchelo y bajo continuo [Violone e cembalo], que comprenden una muy diversa presencia de solistas o partes obligadas. Naturalmente, las cuatro partes del violín, la dos de viola y la del violonchelo pueden ser dobladas ad libitum (por instrumentos de ripieno o rinforzo en la tesitura correspondiente) en las secciones Tutti, mientras que los Soli –episodios solísticos– deben correr exclusivamente a cargo de los solistas obligados. La parte del bajo continuo –Violone e cembalo–, que durante los Tutti casi siempre coincide con la del violonchelo (que viceversa puede eventualmente desmarcarse del basso en sus episodios solísticos), es la única que puede ser constantemente doblada –incluso por instrumentos adicionales (órgano, archilaúdes, violonchelos y contrabajos) al contrabajo y al clave prescritos– tanto en los Tutti como en los Soli, en virtud ser el bajo o fundamento de la composición».
Portada del Libro Primo y primera página del Violino Primo en L'estro armonico, Op. 3 de Antonio Vivaldi [1711, reimpresión de Estienne Roger & Michel-Charles Le Cène, n.d.(1725-43); Bayerische Staatsbibliothek, Munich].
Continúa el musicólogo español: «Con un orgánico de tal riqueza, Vivaldi recoge todo el repertorio concertístico italiano del momento, aglutinándolo en una colección que, mediante una compleja miscelánea de soluciones formales y estructurales, conjuga los procedimientos propios del concerto grosso romano y las señas del concierto veneciano-boloñés. Entre los primeros cabe señalar el eventual empleo de un conjunto de solistas (concertino) en estrecho diálogo con el tutti o ripieno orquestal, así como la variedad (numérica y agógica) de los movimientos que conforman los conciertos, mientras que entre los segundos destacada el empleo sistemático de un estribillo (motto o ritornello) a cargo del tutti, una neta delimitación de los pasajes orquestales (ritornelli) y solísticos, el mantenimiento de dos partes de viola (alto) y una franca propensión a la forma estructural de tres movimientos en secuencia de tiempos rápido-lento-rápido, una estructura tripartita que resultará hegemónica pocos años más tarde y que aparece significativamente en ocho de los doce conciertos de L’estro armonico. Bien es cierto que, paradójicamente, esta primera colección de conciertos de Vivaldi, que pocos años más tarde sería el gran difusor del concierto solista veneciano, posee una identidad –a excepción de los cuatro para violín solista– de cuño más romano, siguiendo un tanto los ejemplos estructurales de Alessandro Stradella, Arcangelo Corelli (Concerti Grossi, Op. VI, publicados póstumamente en Amsterdam en 1714), Giovanni Lorenzo Gregori (Concerti Grossi, Op. II, Lucca, 1698), Giuseppe Valentini (Concerti Grossi, Op. VII, Bolonia, 1710), o incluso del propio veneciano –y conservador– Benedetto Marcello (Concerti a cinque, Op. I, Venecia, 1708). Pero más allá de su distribución orgánica alla romana, la sustancia musical de L’estro armonico ofrece unos parámetros estilísticos palmariamente identificados con las innovaciones de la escuela veneciana-boloñesa, cuyos frutos más vanguardistas se habían dado ya en los Concerti a quattro o a cinque de compositores como Giuseppe Torelli, (Op. VI, 1698 y Op. VII, 1709), Tomaso Albinoni (Op. II, 1700 y Op. V, 1707), Luigi Taglietti (Op. VI, 1708), Giulio Taglietti (Op. VIII, 1710) o Giorgio Gentili (Op. V, 1708). L’estro armonico es una felicísima síntesis del universo concertístico transalpino, en la que Vivaldi explota y desarrolla, con una inédita intensidad expresiva, todos los artificios técnicos y formales de la escritura concertante: enérgico protagonismo melódico de las voces superiores, contraste y diálogo acusado entre las diversas partes concertantes, presencia fundamental del bajo continuo, exuberancia rítmica y melódica de todas y cada una de las partes, plasticidad rítmica y armónica del bajo, alternancia contrapuntística y homofónica de la textura orquestal, diversificación métrica, tímbrica y agógica, vena lírica, eventual virtuosismo de las partes concertístico en juego».
Concluye: «Naturalmente, en esta formidable y ecléctica encrucijada musical que constituyen los doce concerti de L’estro armonico conviven, muy equilibradamente, los palmarios resabios de la tradición y los elementos novedosos que atestiguan la incontenible ansia de experimentación y modernidad de la música vivaldiana. Los rasgos conservadores –de todo punto lógicos y obligados en una primeriza colección de conciertos como es el Op. III vivaldiano, que lógicamente supone la serie concertística vivaldiana más apegada a la tradición– se manifiestan claramente en la ya aludida disposición orgánica alla romana, en el cierto estatismo tonal de la mayoría de los movimientos (cuyo plan de modulaciones aún dista mucho de la compleja y articulada arquitectura tonal que ofrece el maduro concierto vivaldiano) y, sobre todo, en el estereotipado diseño de muchas fórmulas melódico-rítmicas, cuya reiterativa, retórica regularidad remite por doquier al boyante y convencional lenguaje del primer Barroco tardío que, glorificado por Corelli, Torelli o Albinoni, ejerció una influencia poco menos que universal y preceptiva sobre todos los compositores del primer Settecento, un estilo ortodoxo (casi infalible en Haendel, por poner un distinguido ejemplo) del que Vivaldi no tardaría mucho en apartarse. […] Además de en la incisividad de su lenguaje melódico-armónico, el vanguardismo de L’estro armonico quizá encuentre su más significativo ápice en la emblemática, en verdad revolucionaria, aparición de la forma ritornello, artilugio estructural creado por el propio Prete Rosso que supone la auténtica idiosincrasia del concierto vivaldiano. Así, la presencia del ritornello puede detectarse en la práctica totalidad de los conciertos de L’estro armonico, bien en un primigenio estadio de prototipo experimental –reminiscente de la técnica del motto de Torelli o Albinoni […]–, bien en su definida configuración constructiva, algo especialmente notable en la mayoría de los movimientos de los cuatro conciertos para violín solista, en los conciertos para dos violines n.º 5 y n.º 8 o en el finale del n.º 10; harto significativo al respecto resulta el hecho de que salvo [tres], todos los movimientos rápidos de la colección adopten notablemente –aunque de manera más o menos definida, según los casos– la forma ritornello. Tal audacia experimental –que implica una quimérica convergencia de la tradición y la innovación–, unida a una cáustica aspiración melódica, armónica y dramática, constituye el elemento quintaesencial de L’estro armonico, piedra angular de la música instrumental del siglo XVIII e, indudablemente, una de las más formidables colecciones de conciertos de toda la historia de la música. Se trata –por sus rasgos estilísticos coma sus regulares patrones rítmico-melódicos, su incisivo lenguaje armónico-contrapuntístico y su proverbial agudeza expresiva– de la más barroca (a la par que la más elaborada y ambiciosa) colección de conciertos de Vivaldi, y en ella se reafirma definitivamente, con una extraordinaria significación artística que no conoce precedentes, la personalísima identidad expresiva de la música del Prete Rosso. Todo ello viene avalado por el ya referido éxito monumental (muy superior al cosechado por el hoy más famoso Opus VIII vivaldiano) que conoció la colección, que numerosamente reeditada en Europa a lo largo del Settecento, compartió con los Concerti Grossi, Op. VI de Corelli el honor de ser la colección de conciertos más famosa e influyente de su tiempo. No en vano, el hecho de que J.S. Bach transcribiera seis conciertos de L’estro armonico para clave [4], órgano [1] y cuatro claves y orquesta [1] habla por sí solo acerca de la fascinación de la opera terza vivaldiana».
El planteamiento de esta colección permitió, más allá de mostrar las virtudes de un solista como Onofri, a la par que director plasmando algunas de sus muy substanciosas ideas musicales, que muchos de los instrumentistas de los solistas de la OBS tuvieron su momento de lucimiento –todos los violinistas, merced a los diversos conciertos para cuatro violines, que fueron alternando solistas–, la magnífica violonchelista principal de la agrupación, pero en cierta forma también el dúo de las violas o la parte del continuo. Un catálogo exuberante de la calidad individual, pero especialmente grupal de la orquesta barroca sevillana. Comenzó la velada con el concierto que inaugura la colección, el Concierto para cuatro violines y violonchelo n.º 1 en re mayor, RV 549, en forma tripartita, inaugurado con un Allegro en el que se estuvieron ajustando algunos detalles entre los dos primeros violines solistas en su incisiva entrada imitativa, pero ya con una Mercedes Ruiz al violonchelo de enorme categoría –diría que fue la solista que brilló con un nivel más constante durante toda la velada–. Qué mimo en el sonido, qué articulaciones tan claras, qué excepcional manejo de la melodía y que clarividencia en la plasmación rítmica de la escritura «vivaldiana». Los violinistas que ejercieron los solos –además del propio Onofri– fueron Miguel Romero, Íñigo Aranzasti y Valentín Sánchez Piñero, todos ellos muy solventes y homogéneos en afinación y fraseo. Interesante concepción de los bloques por dúos [violín I y II/violín III y IV], destacando además una cadencia final de espectacular sonido en el tutti. El Largo e spiccato central planteó articulaciones muy certeras en el recurso del spiccato, rebotando los arcos con nitidez en las cuerdas, destacando sobremanera el pasaje a dúo violín II/II, con un impecable acompañamiento [bassetto] de las violas [Elvira Martínez y María de Gracia Ramírez]. Onofri hizo gala aquí de un cuidado registro, fraseando con exquisitez en sus pasajes a solo, sustentado por un tutti de excelente sonido grupal. Muy elegante, además, la candencia final del clave en manos de Alejandro Casal –qué magnífico continuista, brillante aquí en el ostinato de este movimiento de tintes cromáticos–, dando paso a un movimiento conclusivo [Allegro], una vibrante Giga iniciada por unas poderosas progresiones entrelazadas entre los cuatro solistas –por pedir, quizá un poco más de empaste y ajustada afinación hubiera refinado mucho más este pasaje–. Muy sólido el tutti en el manejo del ritornello, destacando aquí la brillantez en los solos de Onofri y del joven Sánchez Piñero.
En el Concierto para dos violines y violonchelo n.º 2 en sol menor, RV 578 hizo su aparición la violinista ibicenca Lina Tur Bonet, invitada para la ocasión como cosolista en algunos de los conciertos –ha colaborado también en numerosas ocasiones con la OBS–. Obra en cuatro movimientos, se abre con un Adagio –que no Allegro, como aparecía en el programa de mano– e spiccato de poderosa fuerza dramática, sin duda bien remarcado aquí en las articulaciones del tutti, incidiendo en los staccati y perfilando con notable teatralidad las disonancias, expandiendo su fuerza por medio del contraste dinámico. Correcto el dúo de violines en terceras paralelas, bien en afinación y color –de nuevo muy pertinente el acompañamiento en las violas–. El Allegro subsiguiente, de refulgente escritura, comenzó con un unísono correctamente elaborado en el ritornello bipartito, repleto de escalas y progresiones, aunque con una afinación en los violines no plenamente pulcra. Buen entendimiento entre el trío solista, alternando los pasajes homofónicos y el puro contrapunto con exigencia, pasajes de gran filigrana que sin embargo no lograron impactar por una limpidez extrema. El Larghetto, con sus figuras con puntillo que le aportan un carácter de cierta solemnidad, llegó con una marcada dulzura en el violín de Onofri, apareciendo el violonchelo con mayor presencia aquí, en una excelente plasmación de su línea en las manos de Ruiz. Destacado el pasaje del trío solista sin acompañamiento alguno, en este movimiento se pudieron apreciar, por lo demás, algunas de las concisas y efectivas indicaciones en la dirección del violinista italiano. El Allegro final, de enorme contraste con el movimiento previo, muy bien desenvuelto por los tres solistas, destacando además los pasajes imitativos a cargo de un firme bajo continuo –en las labores al chelo acompañó a Ruiz la muy solvente y entusiasta María Saturno, dobladas al contrabajo por el incombustible Ventura Rico, además del ya mencionado Casal al clave; puesto a pedir, sólo faltó el toque de color que siempre aporta la cuerda pulsada–. Todos ellos firmaron algunos pasajes muy destacables a nivel interpretativo.
El Concierto para violín n.º 3 en sol mayor, RV 310 sirvió para presenciar a Onofri por vez primero solo ante la exigencia «vivaldiana». Concierto tripartito, el Allegro inicial se abre con un ritornello en unísono de violines plasmado aquí con diligencia, antes de dar paso a un solo conformado por breves episodios en los que las escalas, arpegios y bordaduras son base fundamental de su escritura –no se trata de una línea rebosante de artificios, no obstante–, defendidos con suficiencia por Onofri, aunque sin impactar por una exuberancia de sonido desbordante. Muy firme en la definición del fraseo y la afinación, así como nítido en la plasmación de la escritura de gran regularidad rítmica, la luminosidad del tutti le cubrió las espaldas en momentos de menor brillantez. El movimiento lento [Largo], casi un recitativo, brilló gracias a una concertación exquisitamente equilibrada entre solista/tutti, en un planteamiento expansivo de las dinámicas y con Onofri muy firme en los solos, ornamentando, por lo demás, con suma elegancia. El Allegro que cierra la obra, de nuevo en un planteamiento dinámico muy efectivo, evidenció la calidad de Onofri como violinista, además de su lúcido entendimiento de la música concertística de Vivaldi, respaldado por un tutti muy consistente, que planteó el ritornello casi danzante con un gran detalle en su perfil rítmico.
Para concluir la primera parte de la velada, el afamado Concierto para cuatro violines y violonchelo n.º 10 en si menor, RV 580, dando la oportunidad ahora a Leo Rossi, Íñigo Aranzasti y Valentín Sánchez de compartir solos con Onofri y Ruiz. Ya desde el Allegro que abre la composición –movimiento de gran cohesión entre sus temas y de exquisita factura contrapuntística– se apreció la capacidad de compactación que la OBS es capaz de mostrar, esa que sólo dan los años de tocar juntos y confiar a ciegas en los compañeros de atriles. Muy interesante la oportunidad de observar y valorar la personalidad y capacidades de los distintos solistas, músicos habitualmente de orquesta a los que no se les suele ver en estas lides de solistas. Energía, nitidez, articulaciones bien definidas, así como una afinación no siempre ajustada a la perfección en los cuatro solistas, pero en general considerable. Destacó poderosamente la sección con los cuatro violines sin acompañamiento alguno, así como las breves, pero exquisitas, apariciones de Ruiz al violonchelo. Onofri, protagonista de dos de los seis soli de los violines, cumplió con convicción. El magnífico Largo e spicatto central, tanto por el traspaso de motivos entre los violines y las violas, así como por sus progresiones de acordes punteados y modulantes, plantea una sección central muy exigente, un perpetuum mobile de notable extensión, que fue exquisitamente resulta en fraseo y color tanto por violines como por violas. Concluyó la pieza con un imponente Allegro muy compacto en el ritornello del tutti, en el que los episodios del violín I fueron respondidos con mano firme por los restantes solistas –lo que no es decir poco–, en un movimiento en el que la solidez grupal brilló por encima de las individualidades. A pesar de la agilidad del tempo, el contrapunto llegó clarificado con gran nitidez.
La segunda parte se abrió con el Concierto para dos violines n.º 8 en la menor, RV 522, «una de las obras señeras de la colección, pues no en vano atesora, a lo largo y ancho de sus tres movimientos, una genial inventiva melódica proverbialmente vivaldiana». Para ello se contó de nuevo con la dupla Onofri/Tur Bonet como solistas. El expresivo ritornello que inicia el Allegro mostró nuevamente la compactación sonora de la OBS en pleno, dando paso al dúo de violines y sus breves motivos imitativos, un pasaje sin duda muy idiomático para el instrumento, con la presencia de arpegios en sus episodios solistas. Consistentes ambos solistas, Onofri tuvo que solventar algunos desajustes en su primer solo, el flujo de dichos motivos imitativos llegó muy bien gestionado, con mucho cariño de uno a otro. Dada la inteligente colocación de las violas, estas volvieron a sonar con gran presencia, evidenciando lo necesario que es que esta línea salga a la luz en muchos momentos. El Larghetto e spiritoso central, sustentado por un ostinato en el bajo, presenta a ambos violines en una estructura pregunta-respuesta de poderoso lirismo, planteada aquí con algunas características diferenciadoras entre ambos intérpretes: él de sonido más brillante, cálido y expresivo; ella de mayor exuberancia sonora, con más carga ornamental y un punto menos evocadora, pero igualmente limpia en ejecución. Ambos muy ajustados en articulación y afinación, con un tutti de notable profundidad. El Allegro de cierre –de nuevo en compás ternario– se construye inicialmente sobre unas escalas descendentes de poderoso impacto, con un manejo muy delicado de las dinámicas bajas a cargo del tutti, que se va expandiendo en un crescendo de substancioso efecto. Aunque algunas frases de ambos violines no llegaron articuladas con total claridad, destacó el pasaje central en ambos solistas, que contrapuso un lirismo más marcado –muy bien reflejado aquí– del violín II frente a la mayor extraversión en el violín I.
Para el último Concierto para cuatro violines n.º 4 en mi menor, RV 550 se contó con los dos solistas que no habían participado aún, como fueron Ignacio Ábalos [violín III] y Pablo Prieto [violín IV], siendo Onofri y Rossi los violines I y II respectivamente. Pieza en cuatro movimientos, añade al esquema tradicional rápido-lento-rápido una introducción lenta de refinada factura, un Andante sombrío y solemne desarrollado por los cuatro solistas en un diálogo de bastante tensión dramática, sustentado por un continuo maravillosamente cromático. El dramatismo no se extinguió con la llegada del Allegro assai, desenvolviéndose los solistas con notable calidad en sus exigentes episodios –planteados a veces por bloques de a dos–, destacando además la exquisita elaboración del continuo en violonchelo y clave. El movimiento lento [Adagio] es una transición breve que se modela a través de una secuencia de suspensiones armónicas, dibujadas aquí con pincel fino, dando paso al Allegro conclusivo y danzante, movimiento en el que el violonchelo tuvo algunos momentos muy destacados, casi como un quinto solista, aunque no figure aquí como tal. Y si Ruiz cumplió al nivel habitual en sus intervenciones, no menos pulidos resultaron los solos de los cuatros violinistas, que mantuvieron el nivel muy alto general del resto de la velada –¿qué orquesta española puede presumir de ofrecer entre sus violinistas a intérpretes capaces de cumplir con esta diligencia de pasajes a solo?–.
Nueva oportunidad para escuchar a Onofri como protagonista pleno en el Concierto para violín n.º 9 en re mayor, RV 230, otra clarividente muestra de la escritura idiomática para el instrumento en esta colección. Versión bastante personal la ofrecida aquí en fraseo y tempo, de redonda sonoridad en el ritornello que abre el Allegro, con pasajes del solo repletos de exquisitas ornamentaciones, resolviendo el pasaje en el registro agudo con impecable seriedad. Gran resultado general provocado por el contraste entre la calidez del tutti y la monumental exuberancia del solista. El movimiento central, de corte casi pastoral, justifica per se la asignación de este como el concierto más hermoso de toda la colección. Con una elección de tempo bastante ligera –bien justificada por la indicación Larghetto–, la línea nutridamente cantabile del solista resultó poderosamente evocadora en manos del italiano, adornada por un clave de exquisita finura en el desarrollo del bajo cifrado, así como con el sonido redondo terso de las violas. Sin duda, uno de los momentos álgidos de la velada. Concluyó con un Allegro de grandiosa exquisitez artística en la resolución del solista –apabullante aquí como en pocos momentos a lo largo de la noche–, además de un acompañamiento vibrante en violonchelo y clave.
Se cerró esta cita celebrativa con el Concierto para dos violines y violonchelo n.º 11 en re menor, RV 565, otro de los conciertos más destacados de la colección, que se abre [Allegro] con los dos violines sin acompañamiento en un canon all’unisono de gran teatralidad, que da paso a un solo del violonchelo de impecable plasticidad, sostenido tan solo por el bajo. El breve Adagio e spiccato, una transición deliciosa del tutti sobre acordes cromáticos de gran efecto, dio paso a un Allegro palpitante y fugado a cuatro voces, que se inicia con un sujeto casi ceremonial, iniciado magníficamente en el bajo, al que van siguiendo los violines. El contrasujeto, que contrasta con su toque marcial, fue perfilado con el énfasis justo, dando paso entonces al primero de los dos episodios del trío solista, defendido con arrobo, do redondo sonido y muy sutil en la filigrana contrapuntística planteada por el veneciano. Un tutti de notable densidad sonora apuntaló los pasajes solistas, construyendo un movimiento de firme arquitectura. El Largo e spiccato –indicado también alla siciliana– presentó un impetuoso y lírico pasaje solista para el violín I –Onofri volvió a lucirse en las ornamentaciones, aunque aquí algo sobrecargadas en ciertos momentos, y en el cuidado en la emisión del sonido–. El quinto y último movimiento [Allegro] fue planteado attacca por ambos violines solistas –cerrando así el círculo iniciado en el primer movimiento, aunque ahora en un canon alla seconda–, interpelados después por un incisivo violonchelo en un teatral y cromático tetracordo descendente. El intercambio entre el trío solista, así como la alternancia entre el ritornello del tutti y los episodios a soli aportaron al movimiento su grandilocuente impacto, en una confrontación –en el mejor sentido del término concertare– entre el vigoroso virtuosismo y la excelencia del todo.
Como decía al inicio, una muy agradable –y espero que obligada– costumbre esta de celebrar otro Día de la Música Antigua de mano de la excepcional Orquesta Barroca de Sevilla, un lujo nacional que debemos mimar y atesorar durante al menos otros treinta años más. Sea.
Fotografías: Elvira Megías/CNDM