Crítica de Raúl Chamorro Mena de la ópera La flauta mágica de Mozart en el Palau de les Arts «Reina Sofía» de Valencia, bajo la dirección musical de James Gaffigan y escénica de Simon McBurney
Inteligencia escénica y factura musical al servicio de la obra
Por Raúl Chamorro Mena
Valencia, 8-VI-2024, Palau de Les Arts Reina Sofía. Die Zauberflöte - La flauta mágica, KV 620 (Wolfgang Amadeus Mozart). Serena Sáenz (Pamina), Rainelle Krause (Reina de la Noche), Giovanni Sala (Tamino), Matthew Rose (Sarastro), Gyula Orendt (Papageno), Iria Goti (Papagena), Brenton Ryan (Monostatos). Coro y Orquesta de la Generalitat valenciana –titulares de Les Arts-. Dirección musical: James Gaffigan. Director de escena: Simon McBurney.
En estos tiempos que corren en el teatro lírico, resulta un placer poder contemplar una puesta en escena inteligente, llena de ideas, bien trabajada, dinámica y que potencia la obra, como es la firmada por Simon McBurney para La flauta mágica de Mozart y que la dirección artística del Palau de les Arts de Valencia ha tenido el acierto de programar. Esta coproducción entre la Ducth National Opera, Festrival de Aix-en-Provence y English National Opera ha quitado sobradamente el mal sabor de boca que dejó en la mayor parte del público valenciano el anterior montaje de 2018 de la emblemática creación mozartiana y que provocó un gran escándalo.
No es fácil poner en escena una ópera tan representada, que pertenece a un género tan particular como el singspiel –género popular alemán equiparable a nuestra zarzuela o la opéra-comique francesa- que alterna diálogos hablados entre los números musicales. Además, estamos ante una especie de fábula - sobre texto de Emanuel Schikaneder, que además encarnó a Papageno en el estreno de 1791- con elementos sobrenaturales. Un cuento de hadas rebosante de influencias y símbolos masónicos.
El actor y director de escena Simon McBurney se vale en su trabajo de proyecciones, espléndida iluminación, implicación del público y la orquesta y efectos especiales, incluidos numerosos efectos sonoros, que se desarrollan con sutilidad, pero a la vista del público por parte unos responsables que demostraron ser notables artistas. No falta alguna «morcilla» que otra, como el momento en el que la orquesta entona el himno de la Comunidad valenciana. Todo ello, por supuesto, no es nada original, pero sí lo es la naturalidad con la que se usa, siempre al servicio de la obra y sin el objetivo alguno de epatar, adoctrinar, usar obras inmortales como vía de escape a extrañas ocurrencias y ansias de obtener notoriedad por el fácil camino de la provocación. Algo que, desgraciadamente, se ha convertido en habitual en la lírica de hoy día.
Se asiste, por tanto, a un montaje de gran teatralidad, con un movimiento escénico dinámico, ágil, con ideas bien pensadas y mejor plasmadas, que tienen como consecuencia un espectáculo que transcurre ameno con tanta vivacidad como buen gusto y que supera el obstáculo que pueden plantear los largos diálogos en alemán. Los símbolos masónicos y los ritos iniciáticos discurren, igualmente, con espontaneidad, evitando toda pretensión de encauzarlas en tendenciosos mítines políticos o estrafalarias dramaturgias paralelas. Cierto es que concurrió algún momento que no es de mi agrado, como cuando los protagonistas aparecen colgados de arneses, además de tener que demostrar agilidad para superar el hábil movimiento de la plataforma inclinada, base de la escenografía. Pero la sensación de seguridad fue total y todo ello tenía sentido teatral y no fruto del capricho.
A esta magnífica puesta en escena, se sumó una brillante interpretación musical comandada por el titular de la casa, James Gaffigan, Pudieron faltar algunas aristas o contrastes más acentuados, pero la labor del director neoyorkino fue notable, pues no faltó orden y diferenciación de planos, obtuvo un aquilatado y refinado sonido de la orquesta, que mantiene su vitola de mejor de España con diferencia. Asimismo, Gaffigan acompañó adecuadamente a las voces y no se notó, en cuanto al necesario balance con el escenario, la subida del foso, situado a la altura del proscenio. La batuta evitó cualquier asomo de pesantez, en una exposición clara y bien articulada, que no tapó las voces garantizó la necesaria propiedad estilística.
Confieso que, en un principio, dada la dimensión de su franja sobreaguda, hubiera preferido escuchar a la soprano barcelonesa Serena Sáenz como Reina de la Noche. Ella alterna este papel con la Pamina y hace bien, pues demuestra con ello, que no dispone sólo de un sobreagudo espectacular, también que es una cantante musical, con cada vez mayor clase en su canto y un calibre vocal superior al de soprano ligera. Me gustaría subrayar, además, que he apreciado una evolución positiva en Sáenz, que se suma a la consolidación de su carrera artística y del que ha sido buena muestra esta espléndida Pamina, tanto en lo vocal como en lo interpretativo. Timbre juvenil y luminoso, emisión ortodoxa, centro más asentado, apreciable proyección, legato y un control cada vez mayor sobre el canto, con capacidad dinámica y de regular el sonido. Como ejemplo de ello, la muy expuesta escala ascendente central en su aria del segundo acto «Ach, ich fühl’s» resuelta magníficamente donde tantas sopranos tropiezan. En la faceta interpretativa, es difícil imaginar una Pamina con mayor desenvoltura, encanto escénico, dulzura e inocencia, que la encarnada por Serena Sáenz.
Rainelle Krause transmitió incomodidad en la primera aria de la Reina de la Noche, lo cual parece lógico al tener que cantarla en silla de ruedas, pero lo cierto es que la emisión sonó hueca, el timbre gris, mate y el sobreagudo que culmina la larguísima volata del final, resultó apretado. Mucho mejor en su segunda aria, la célebre «Der Hölle Rache», en la que la emisión de Krause se apreció más asentada, además de resolver bien la intrincada coloratura aérea y las estratosféricas notas sobreagudas con estimable metal, tal vez un punto excesivo.
Innegable la belleza del timbre italiano –muy liviano- del tenor Giovanni Sala, así como su buen canto, siempre alumbrado por el buen gusto, como pudo apreciarse desde la bellísima aria del retrato. Sin embargo, su presencia sonora es limitada, al fraseo le faltó variedad y acentos, y su Tamino fue un tanto plano en lo interpretativo. Estamos ante un papel de tenor heroico mozartiano. Insisto Mozartiano, no un heldentenor wagneriano, pero heroico, que debe superar todas las pruebas y obstáculos para conseguir a Pamina. Un papel que han cantado Helge Rosvaenge, Rudolf Schock, Siegfried Jerusalem y Peter Hoffmann, entre otros.
Gyula Orendt, voz baritonal lírica y justa en los extremos, pero bien emitida y homogénea, desplegó ampliamente una condición imprescindible para cualquier Papageno que se precie, la simpatía y conexión con el público. Este cantante, intérprete de un papel tan distinto y dramático como Tadeusz en la reciente La pasajera del Teatro Real, demostró, por tanto, un gran camaleonismo actoral con numerosas intervenciones entre el público en constante búsqueda de su Papagena, en esta ocasión, una resuelta y lozana Iria Goti.
Material de respetable amplitud y extensión, más sólido en la franja aguda que en la grave, el del bajo Matthew Rose, pero su canto fue más bien vulgar y el legato discreto – como manifestó en su imponente aria «In diesen heil’gen Hallen»-, pero si dotó a Sarastro de suficiente autoridad y respetable jerarquía.
Timbre ingrato el de Brenton Ryan en un discreto Monostatos e impecables todos los secundarios. También cumplieron los tres niños, aún sin poder evitar alguna puntual desafinación.
Gran éxito con el público ovacionando puesto en pie y sin proceder a abandonar la sala, pero no por estar avisado de la tormenta que esperaba fuera, si no por haber disfrutado de un notable espectáculo.
Fotos: Miguel Lorenzo y Mikel Ponce / Palau de les Arts