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CRÍTICA: LORIN MAAZEL OFRECE UNA NOTABLE Y PERSONAL DIRECCIÓN DE 'LA FANCIULLA DEL WEST' DE PUCCINI EN LA CORUÑA. Por Rubén Martínez

11 de junio de 2013
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  NOTABLE Y PERSONAL "FANCIULLA"

A Coruña. 8/6/2013. Palacio de la Música. "La Fanciulla del West", de G. Puccini. Ekaterina Metlova (Minnie), Jonathan Burton (Dick Johnson). Paul LaRosa (Jack Rance), entre otros. Lorin Maazel, director. Orquesta Sinfónica de Galicia. Coro de la OSG.

      La Fanciulla del West es probablemente una de las obras puccinianas que desata más controversia entre los aficionados al género lírico siendo una de esas partituras que generan filias y fobias casi a partes iguales pero que no deja indiferente a casi nadie. Estrenada en el Metropolitan de Nueva York en diciembre de 1910 constituyó el primer estreno mundial que albergó el coliseo neoyorkino y se presentó en un reparto de lujo, con Emma Destinn como Minnie, Enrico Caruso como Dick Johnson y Pasquale Amato como Rance, dirigidos por el iluste Arturo Toscanini. El centenario de su estreno, en 2010, pasó con bastante discreción en la escena lírica internacional salvo en el caso del propio Metropolitan que la incluyó en su programación durante la temporada 2010/2011 con repartos entre lo discreto (Marcello Giordani) y lo manifiestamente insuficiente (Deborah Voigt).
      Obra peculiar donde las haya y con especiales dificultades a la hora de programarla debido, en parte, al coste de contratar su amplísimo cast con nada menos que 18 papeles con escritura vocal y que además deben estar presentes simultáneamente en el escenario con lo que la rotación de varios papeles en un mismo cantante está limitadísima. A ello hay que añadir lo específico y poco extrapolable de su trama por lo que, de no disponer de los medios necesarios para ofrecer un soporte escénico digno, es preferible no presentarla o hacerlo en forma de concierto, como ha sido el caso en las dos funciones que se han presenciado en Coruña, el 6 y 8 de junio, siendo objeto de esta crónica la segunda de ellas.
El que escribe confiesa que acudía con buenas dosis de escepticismo a esta cita lírica, en gran parte auspiciada por un elenco de solistas vocales prácticamente desconocido y en lo que parecía una especie de ensayo a la italiana previo al montaje escénico de la obra en el Festival de Castleton el próximo mes de julio. Las impresiones finales han superado con creces las escasas expectativas de partida.
      El veteranísimo Lorin Maazel, con 83 años ya cumplidos, imprimió sus personales tempi a una partitura descriptiva como pocas y que presenta momentos de sublime inspiración con una carga cinematográfica indudable. El sonido ofrecido por la Orquesta Sinfónica de Galicia fue irreprochable plegándose a las exigencias del maestro con una flexibilidad y rapidez de reacción verdaderamente sorprendente teniendo en cuenta el escaso periodo de tiempo en el que han montado la obra, apenas cuatro días. Un mínimo patinazo en una entrada de la sección de viento y un par de entradas del tenor son los únicos deslices que pudimos identificar en un ámbito general de perfección musical y concertación sin fisuras. Muy difícil presenciar hoy en día esta partitura con un mejor desempeño orquestal aunque los peculiares rallentandi del maestro Maazel pueden resultar molestos y hasta caprichosos en ciertos pasajes. Así por ejemplo, el motivo final de la preciosa obertura fue reinventado con el intercalado de silencios totalmente desproporcionados. En otras ocasiones, la amplitud de la duración de los compases, permitió redescubrir detalles y matices compositivos que sólo una disección como la que plantea Maazel pueden poner de manifiesto. Este timing un tanto errático no siempre favorece el flujo teatral del texto por lo que albergamos más dudas sobre el funcionamiento del mismo en una versión escenificada.
      La disposición de los solistas vocales sobre el escenario tampoco estuvo exenta de cierta extravagancia, situándose los intérpretes de Minnie, Johnson y Rance (también Sonora, en el tercer acto) por delante del maestro Maazel, en sillas con atril, como si se tratase de unos profesores más, y el resto del elenco vocal en la parte posterior del escenario, por detrás del coro masculino (que estuvo a un gran nivel en su difícil e ingrata parte) a una muy considerable distancia del público. Con este planteamiento la descompensación sonora entre unos y otros solistas era evidente e imposible de evitar. Se intuían diferencias de volumen entre los más lejanos pero hasta el instrumento más aventajado llegaba muy mermado al respetable. Creemos que otra disposición hubiese sido preferible dotando de mayor prestancia a las interpretaciones de dichos solistas.
      La triunfadora de la velada, por encima del propio Maazel, fue la soprano rusa Ekaterina Metlova. Habiendo iniciado su carrera como mezzo, ha sido apenas hace un año cuando su voz ha evolucionado a soprano y, a decir verdad, no se aprecia en ella nada de su pasado mezzosopranil. Creemos que su éxito de público, indudable, fue un tanto exagerado y en cierto punto nos atrevemos a considerar que ha sido un caso evidente de "más es mejor" donde el auditorio ha refrendado con más ovaciones al instrumento de mayor potencia. Analizando su prestación vocal encontramos una soprano de timbre un tanto impersonal y genérico que tampoco ofrece un fraseo de especial riqueza ni personalidad aunque técnicamente sí resolvió todos los escollos de una partitura escarpada como pocas. Apenas lució en un par de ocasiones ciertos detalles de recogimiento vocal ya que en el resto se dedicó a lucir decibelios en todas y cada una de las numerosas oportunidades que la partitura le ofrece lo cuál no significa que, por ejemplo, no sea lo que pide un momento musical tan impactante como el final del segundo acto, con ese tsunami orquestal y con una voz que siendo capaz de cabalgar por semejante oleada de sonido no deja impertérrito a nadie. No obstante, un incremento del metal y un estrechamiento del vibrato conforme la voz asciende al agudo recordaron en alguna ocasión a la ínclita Mara Zampieri, con notas que no pueden calificarse de "bellas" bajo ningún prisma.
      Belleza faltó de forma especial en el timbre del tenor americano Jonathan Burton. Voz leñosa y con cierta suciedad en el registro central que mejora en brillo y color a partir del paso, con una zona grave solvente, así como con sólidos fundamentos técnicos en cuanto a la cobertura del pasaje, ascendiendo de forma brillante y con valentía en los momentos más exigentes de su rol. Quizás fue el intérprete que, en relación a las expectativas, más favorablemente nos sorprendió ya que es sabida la mayor dificultad de encontrar voces masculinas de este calibre. Creemos sinceramente que puede hacer una carrera interesante aunque no pueda contar con su figura ni con las dotes actorales que pudimos intuir como especiales activos. Salvó con fraseo incisivo y seguro el "Una parola sola...or son sei mesi" haciendo  incluso algún alarde de fiato al ligar algunas frases. El "non sappia mai, la mia vergogna, ahime" resultó más que solvente y meritorio así como el "Ch'ella mi creda". En definitiva, un tenor capaz de salir airoso de un papel como el Dick Johnson ya es más que noticia en los tiempos que corren.
      El sheriff Jack Rance fue interpretado por el barítono americano Paul LaRosa. Proveniente de la prestigiosa Juilliard School de Nueva York pertenece a esa "etiqueta" que ha venido en denominarse por algunos aficionados barihunks, o lo que es lo mismo, barítonos con rostros y físicos especialmente agradables en la línea abierta por Nathan Gunn o Simon Keenlyside y que frecuentemente son despojados de toda la ropa posible siempre que la propuesta escénica lo permita (cosa que suele suceder). Partiremos del hecho de que la interpretación de LaRosa no fue la que habitualmente se espera de este papel y que viene heredada desde Anselmo Colzani, Titto Gobbi o Gian Giacomo Guelfi hasta, más recientemente, Silvano Carroli, Lucio Gallo o Mark Delavan. Apenas encontramos atisbos de la rudeza habitual de estos intérpretes ni tampoco notas arrastradas o frases en parlato. Por el contrario, LaRosa ofreció una lectura mucho más intimista y legato, más propia de un Billy Budd o un Papageno,  con una voz de barítono lírico de cierta brillantez en su registro central, graves justos y agudo esforzado. A todas luces parecía que el dramatismo del papel sobrepasaba claramente sus medios aunque al final de la función nos convenció parcialmente este acercamiento más cantado que hablado a un rol que quizás el aficionado tiene en exceso viciado por las interpretaciones del pasado. Se hubiera agradecido, en cualquier caso, algo más de tensión dramática en la "partita a poker" sin buscar tanto refugio tras el atril.
       El resto del cast sólo puede ser juzgado parcialmente debido a su situación en el escenario aunque en algunos casos fue más que evidente la indigencia vocal de algunos de ellos, como el Ashby de Christopher Besch o el Trin de Humberto Rivera. Por encima de la media resultó el sonoro Nick de Kirk Dougherty (una pena su itanglish), el bajo Davone Tines en su doble papel de Jim Larkens y Billy Jackrabbit (uno de los pocos que salió sin partitura), el Joe de Christopher Bozeka y el Sonora de Andrew Stuckey, al que pudimos apreciar con más detalle en el tercer acto debido a su posición en el escenario. Voz peculiar de especial rotundidad (en su primera nota recordó a la Podles) la mezzo Megan Gillespie como Wowkle. Casi inaudible resultó el José Castro de Nathan Milholin e intrascendentes el Harry de Andy McCullough, el Bello de Joseph Flaxman, el Happy de Corey Crider y el Sid de Jesse Malgieri.
      El público refrendó la función con sonoras ovaciones, especialmente dedicadas a Ekaterina Metlova, Lorin Maazel y la OSG, con parte del respetable en pie, agradeciendo un espectáculo musical de muy notable nivel.
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