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CRÍTICA: SIMON RATTLE DIRIGE LA 'NOVENA SINFONÍA' DE BEETHOVEN, EN EL TEATRO REAL,  AL FRENTE DE LA FILARMÓNICA DE BERLÍN. Por Alejandro Martínez

7 de junio de 2013
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Foto: Javier del Real
LO EXTRAORDINARIO VENIDO A MENOS

Filarmónica de Berlín. Coro Intermezzo (Coro Titular del Teatro Real). Sir Simon Rattle, dir. musical. Teatro Real, 28/06/13


       Durante la última semana de junio Madrid acogió la visita, de ciertas pretensiones históricas, de la Filarmónica de Berlín. El proyecto original de esta breve estancia, de la mano de Alfonso Aijón y Gerard Mortier, y que llevaba a la Berliner al Teatro Real además del Auditorio Nacional, dentro del ciclo de Ibermúsica, consistía en la puesta en escena de La flauta mágica, en una nueva producción de Robert Carsen, en colaboración con el Festival de Baden Baden, donde Sir Simon Rattle ejerce de director artístico. La retirada de una importante partida presupuestaria aportada por el Ayuntamiento de Madrid al Teatro Real, algo más de 500.000 euros, obligó a renegociar el contenido y condiciones de la visita a Madrid de la Filarmónica de Berlín, que llegó a estar en entredicho. La solución propuesta finalmente dio como resultado la cancelación de las tres funciones acordadas de La flauta mágica.
      La idea, a cambio, fue mantener la visita de la Filarmónica de Berlín empleando además algunos de los mimbres del reparto previsto para ese título de Mozart. Se optó así por programar tres conciertos con la Novena sinfonía de Beethoven como programa, lo que permitía además mantener la colaboración de la Filarmónica de Berlín con el Coro Intermezzo, el titular del Teatro Real. Un mal menor, a juicio de algunos; un torpe empecinamiento a juicio de otros.
      Sea como fuere, el Real acogió pues a la Berliner y el resultado final fue notable aunque quedó lejos de recordarse como algo extraordinario. Rattle nunca ha sido una batuta de gran fascinación para quien firma estás líneas. Un maestro profesional, sí, más que solvente, qué duda cabe, pero sin la personalidad y genialidad de los grandes. La Novena que comandó en Madrid adoleció precisamente de un tono a menudo genérico, y fue expuesta con altibajos, sin todo el brillo, ritmo y lirismo que cabía esperar. La ejecución fue de menos a más, comenzando por un Allegro un tanto destemplado, generalmente falto de musculatura y dinamismo. Una carencia que se repitió en el Scherzo, falto de brío y vigor, no tan vivace como apunta la partitura.
      El Adagio fue sin lugar a dudas el momento álgido del concierto. Expuesto como una trenza transparente, que se hila con lenta naturalidad, este movimiento sonó vaporoso y elegíaco, verdaderamente ensoñador, desarrollando un fraseo riquísimo en dinámicas y de legato infinito. Verdaderamente prodigioso, con una riqueza extrema en la ejecución de las cuerdas, llenas de color, cálidas e infalibles (¡esos crescendi!). Unas cuerdas que volvieron a epatar en el Presto, con la exposición del tema de la 'oda a la alegría', subrayado por unos contrabajos y violonchelos apabullantes en pianissimo. El remate coral de esta sinfonía fue más impetuoso que grandioso, como en una huida hacia adelante ayuna de ese reposo contemplativo que debe encontrase conforme avanza su ejecución. Brillante, sí, pero lejos de ser inolvidable, en parte por la batuta de Rattle, no siempre atinada en los tiempos con la arquitectura de la sinfonía, aunque a menudo detallista, más brillante así en la pequeña escala que en la exposición de conjunto.

       El Coro Intermezzo ofreció una impresionante labor, haciendo gala de unos medios privilegiados y exultantes, sonando siempre musical y afinadísimo, amén de una dicción pulcra e impecable. Destacó el sonido firme y hermoso de los tenores, y el timbre terso y etéreo de las mujeres cantando piano. En el debe, una constante tendencia a sonar pretendidamente enfáticos y efusivos, como si debiesen convencernos todo el tiempo de sus espléndidos mimbres.
      El cuarteto solista se mostró discreto cuando no insuficiente. La más musical y afinada fue una Camilla Tilling por desgracia casi inaudible. Nathalie Stutzmann ofreció un timbre ajado y una emisión entubada, ventrílocua. Joseph Kaiser mostró unos medios muy escuetos y una emisión tensa, recurriendo al falsete sin comedimientos. El bajo Dmitry Ivashchenko naufragó con su parte, con agudo esforzado y deficiente; es un bajo profundo cuando esta parte requiere más bien un bajo barítono. Así las cosas, una Novena notable, con momentos brillantes, pero sin la singularidad esperada, sin ese halo de acontecimiento extraordinario que sin duda se buscaba con su presencia en el Real.
      Cerramos esta crítica con una reflexión sobre uno de los males castizos por excelencia: el ombliguismo. Días antes de esta visita de la Filarmónica de Berlín a Madrid tenía lugar la maratón beethoveniana a cargo de López Cobos en el Auditorio Nacional, con varías orquestas, dentro del ciclo ¡Sólo Música!, de la que también dimos cuenta en Codalario. Al hilo de esta coincidencia beethoveniana se desataron aquí y allá declaraciones de muy dudoso gusto y claramente interesadas, aludiendo a lo benéfico, maravilloso y económico de lo acontecido en el Auditorio Nacional, casi una exaltación de lo español, frente al derroche insostenible del Real para traer a una renombrada formación foránea. Bastante patética situación, se mire como se mire, como si proyectos de uno y otro signo no pudieran convivir y conjuntarse en una misma ciudad, enriqueciendo su tejido cultural, en lugar de reducirse a una confrontación chusca entre rencillas personales, intereses institucionales y demás miserias.
      El ombliguismo, esa convicción de que lo propio es necesariamente superior a lo ajeno, a lo que de hecho debería eclipsar y ningunear, trae consigo dos males subsidiarios: la envidia y la mala educación. Algunos nombres importantes (quizá no tanto, por ello mismo) de la música en el actual mapa español quedaron en fea posición al hilo de esta consonancia beethoveniana, como si lo propio y lo ajeno, lejos de convivir y enriquecer la realidad musical de Madrid, debieran, por necesidad, descalificarse y desprestigiarse, buscando una comparación que de hecho carece de fundamento alguno. Quien firma estás líneas celebra la maratón beethoveniana de López-Cobos en el Auditorio Nacional, incluso con sus lógicos altibajos interpretativos, lo mismo que aplaude la visita a Madrid, menos histórica quizá de lo que se pretendía en un principio, de la Filarmónica de Berlín. ¿Tan difícil es tomar distancia y valorar cada acontecimiento en su singularidad, incluso en su consonancia? Quienes llevan años, incluso décadas, en las mismas rencillas deberían reflexionar sobre el dudoso servicio público que prestan a la ciudadanía y a los aficionados a la música, sosteniendo el empeño en sus confrontaciones de patio de colegio. La música, en este caso Beethoven, está por encima de ellos, y eso es algo que no deberían olvidar bajo ninguna circunstancia.

 

Foto: Javier del Real 

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