Por Alejandro Martínez
10/6/2014 Milán: Teatro alla Scala. Richard Strauss: Elektra. Evelyn Herlitzius, Adrianne Pieczonka, Waltraud Meier, Rene Pape, Tom Randle, Frank Mazura, Donald McIntyre y otros. Esa-Pekka Salonen, dir. musical. Patrice Chéreau, dir. de escena.
Qué espectáculo tan sublime puede ser la ópera cuando escena, foso y voces ofrecen un rendimiento excelso en una misma representación. Llegaba a la Scala, con idéntico reparto, la Elektra que pudo verse ya el pasado verano en el Festival de Aix-en-Provence, en la que fuera la última producción del finado Patrice Chéreau. La mayor virtud de esta Elektra radicó no obstante en el foso, más concretamente en la batuta, deslumbrante y reveladora, del finlandés Esa-Pekka Salonen. Casi en las antípodas de un Thielemann, fascinante más bien por lo grandioso y lo abrumador de su enfoque, aunque también meditado y camerístico, Salonen despliega una lectura luminosa, de una transparencia y lirismo que asombran. Admira semejante control sobre la orquesta, nunca estruendosa aunque impactante, y discurriendo siempre en busca de un sonido acolchado, hecho de inflexiones, de contrastes dinámicos. Pocas veces se escucha una Elektra tan hermosa, tan bella como si fuesen los Cuatro últimos lieder del propio Strauss. Salonen juega también con el silencio y marida su batuta con la propuesta que Chéreau dispone en escena, con cuya austeridad y humanidad diáloga. Hay claridad, luz, transparencia, pero sin renunciar a una tensión creciente que explota y conmociona de forma clamorosa con el último acorde. No es una propuesta contemplativa sino teatral desde su misma médula.
Como ya dijésemos al hilo de su interpretación en Dresde, ante Herlitzius cabe hablar ya de una Elektra de proporciones históricas, sin la menor duda. Lo suyo es una pura y verdadera encarnación. Una fiera vocal y escénica que se mimetiza con el rol de un modo fascinante. Epata sobremanera la insultante comodidad con la que se se impone a una partitura inclemente. Ante su interpretación se diría que es una solista inagotable. Todo un espectáculo su Elektra, tanto en lo vocal como en lo escénico. Junto a ella, Waltraud Meier seduce como antaño aunque la voz ya no acompañe en plenitud de facultades. Una Klytämnestra imperial y escalofriante, de una humanidad que sobrecoge. Adrianne Pieczonka firmó una notable Chrysothemis, si bien un punto por debajo de sus más recientes interpretaciones, como una sobresaliente Emperatriz en La mujer sin sombra en Múnich. Muy implicada en lo escénico, se advirtió algo fatigado el instrumento, lo que no impidió que redondease una interpretación francamente convincente, aunque algo falta de magia. Rene Pape cantó afónico la parte de Orestes. Así se anunció por la megafonía antes de iniciar la representación. Con la voz bajo mínimos, se tuvo que limitar a menudo a gesticular y declamar. Una lástima, aunque hay que quitarse el sombre ante su profesionalidad, porque no habría sido fácil encontrar un reemplazo de última hora para el rol de Orestes. Por último, un tanto decepcionante Tom Randle como Egisto.
Patrice Chéreau falleció el 7 de octubre de 2013, siendo la Elektra que nos ocupa su última producción firmada en vida. Fue en Aix-en-Provence y con los mismos cantantes y la misma batuta cuando se produjo el milagro. Y es que Chéreau consiguió hacer allí puro teatro, con mayúsculas: inteligente, sutil, de una sencillez que abruma. El milagro se repetía en la Scala, con los mismos mimbres, y nos aventuramos a decir que será difícil que se repita una vez más en otro teatro y con distintos elementos, por más que se trate de una coproducción con el Met, la Staatsoper de Berlín y el Liceo, entre otros. Chéreau potencia aquí la vivencia sentimental de cada personaje a través de un esforzado lenguaje gestual, que fluye no obstante con naturalidad, pero plagado de intenciones. Recrea la tragedia griega apoyándose en la fuerza expresiva de los solistas, renunciando al artificio y buscando la sutileza en cada gesto, en cada mirada. El milagro de Chéreau no es otro que el de deshacer los arquetipos de la tragedia griega dando lugar a personajes de carne y hueso, que dudan, se irritan, temen y aman. La tragedia griega resuelta como drama familiar. Impresionante en este sentido el encuentro entre Elektra y Klytämnestra (asesinada después en escena, por cierto) o la figura derrotada de Orestes, que se advierte ya como una víctima más de la desidia de su hermana. Bárbaro también el final, con una Chrysothemis exultante y una Elektra consumida por el júbilo, con la mirada ausente, como vacía ya tras lograr su objetivo. Sublime trabajo de un director que cambió el curso de la escena operística durante el pasado siglo XX.
Foto: Teatro alla Scala
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