Por Diego Civilotti
Barcelona. 29/05/15. L'auditori. Temporada de la OBC. Sinfonía nº 9 de Gustav Mahler. Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña. Pablo González, director.
Para despedirse de los cinco años como director titular de la OBC, Pablo González se puso al frente de la OBC con la novena de Gustav Mahler en el atril, una obra donde la gran divisa del compositor bohemio de escribir una sinfonía y “construir un mundo con todos los medios de la técnica presente” se lleva a la máxima expresión. Un testamento musical enigmático escogido por una despedida –la del director asturiano– llena de interrogantes.
El crítico suizo William Ritter vio enseguida en la obra tanto la figura crepuscular de la muerte, como la de la reminiscencia utópica, de forma que habló de Tod und Verklärung (muerte y transfiguración) al referirse a ella. Y así es, un inmenso y complejo macrocosmos (todavía hoy muy incomprendido) asediado por microorganismos musicales que se entrecruzan y dilatan el tiempo. Un tiempo ofrecido como duración real, aquel del que hablaba Henri Bergson, desvinculado de la cuantificación temporal de los relojes, acelerados hasta descomponerse en nuestro actualidad. Como en otras sinfonías de Mahler (ya es un lugar común, pero es así) convive la grandilocuencia sinfónica con la espontaneidad popular, la profundidad oscura con la luminosidad cotidiana. De todos modos, y como reivindicaba el mismo compositor –que no quería saber nada de los comentarios y notas a los programas de concierto, y de aquella gente que quiere que se le explique todo antes de sentarse a escuchar la música–, aquello más esencial de la obra siempre se escapará entre los dedos torpes que intenten capturarla, o reducirla a categorías racionales que no son más que el velo que esconde la forma. Curiosamente, la anécdota fragmentaria y fragmentada en cada una de las sinfonías de Mahler puede ser asimilada por el sistema y ofrecida como objeto de consumo. Pero como totalidad continúan generando una incomodidad que no se deja deglutir por una audición rápida y superficial, especialmente por su permanente desarrollo y variación, lo cual genera un conflicto constante con puntos de llegada falsos, que se desmenuzan y se deshacen.
También las atmósferas de tensión que sabe generar la partitura no son aptas para todo el mundo. Así, al final del andante, la tensión se dilata tanto en el tiempo que el público se removía, hablaba y se intentaba liberar de aquella, que la orquesta supo crear. Aún así, este primer movimiento, exigente en la multiplicidad de texturas que coexisten, fue en el cual la orquesta mostró más dificultades para ofrecer un equilibrio que se fue logrando en el siguiente. Especialmente a partir de un silencio –uno de aquellos angustiosos silencios mahlerianos– seguido de una entrada de las cuerdas pianissimo, con la perturbadora indicación de expresión del compositor de Schattenhaft, que podríamos traducir como "vagamente", o bien "de manera poco clara" y en cualquier caso, "indefinido" y "sombrío". El tercer movimiento, técnicamente exigente para la orquesta, fue resuelto con eficacia. El último, cuya exigencia proviene de aspectos que trascienden la esfera técnica y en el que la sonoridad se va disolviendo a medida que van desapareciendo las intervenciones hasta dejar sólo a la cuerda, tuvo una respuesta más que notable de la orquesta, con una conducción de González detallista como en los movimientos anteriores, pero aquí todavía más enfática. Entre otros, hay que reseñar el buen rendimiento del viola solista, la percusión, con una gestión magnífica de su presencia expresiva en momentos decisivos de la obra (aquello que Adorno denominaba "la palpitación abstracta del tiempo” en Mahler) o los contrabajos, solventes y precisos.
En este sentido, parece evidente que la sensibilidad mahleriana es cercana a la de la orquesta y el director. Especialmente a la de una orquesta que desde hace muchas temporadas tiene en las sinfonías de Mahler uno de sus grandes hilos conductores (de hecho, con González ya son cuatro directores seguidos que se despiden con una de ellas). No podemos decir que haya existido una gran sintonía entre orquesta y director, y esto se intuye hasta el final de su periodo como director. Sí se puede reconocer una gran atención a los detalles y un trabajo minucioso, lo cual se tradujo en un buen resultado en muchos momentos de su último concierto, con una partitura que precisamente exige de esto, y mucho. Hay que recordar que al coger el relevo del admirado Eiji Oue, Pablo González no lo ha tenido nada fácil. Y esto desde el primer momento que llegó, tanto en lo que respecta a su trabajo directo con la orquesta como en relación a su margen de maniobra en una programación ciertamente muy mejorable. Los cinco años le han servido seguro, y su evolución es palpable. En todo caso, si hablamos del estado general de la OBC, deberíamos contextualizarlo en un arco temporal mucho más amplio, remontándonos en el tiempo, hasta la dirección de Martínez Izquierdo y más atrás, a tiempo mejores con Lawrence Foster. En cuanto a balances, seguramente la temporada siguiente nos aportará más elementos de juicio con la llegada de Kazushi Ono. Porque si bien el reconocido director japonés llega con la expectativa de una implicación y capacidad en la construcción de una orquesta de mayor nivel, ¿hasta donde podrá llegar? Y si efectivamente lo intenta, ¿con qué condicionantes se encontrará? Y una vez sepamos esto, ¿hasta qué punto y en qué medida la herencia del hasta ahora director se puede atribuïr a él, tanto en cuanto al rendimiento de la orquesta como también a la programación de la temporada? Interrogantes, mucho más vulgares y mundanos que los que nos plantea la novena de Mahler, pero urgentes para el futuro de la OBC. En los dos casos, propios también de los finales, que no dejan nunca de ser principios de otra cosa.