CODALARIO, la Revista de Música Clásica

Historia y Ópera

Opinión: El ojo deformante de la Ópera: D. Carlos, infante de España (1ª parte)

15 de junio de 2015

D. CARLOS, ISABEL DE VALOIS Y FELIPE II: LA HISTORIA Y LA ÓPERA (Primera parte)

Por Javier del Olivo

   Estamos viendo en estos artículos como la Ópera (concretamente los libretistas y compositores de Ópera) transforman la Historia y la moldean a su gusto y necesidades. Pocos ejemplos tan claros de esta manipulación que la historia de D. Carlos, infante de España, Príncipe de Asturias, heredero de Felipe II y su relación con la tercera esposa de su padre, la francesa Isabel de Valois. Estos dos personajes históricos, Carlos e Isabel, no los conocería la mayor parte de la gente si, primero escritores y luego compositores, no se hubieran fijado en su historia, o lo que contaron de su historia. Porque ¿querríamos saber la verdad? ¿Saber que Carlos era una persona débil, con muchos problemas físicos y mentales? ¿Qué Isabel adoraba a su marido (o lo que se podía adorar a un marido impuesto pero que le daba prestigio y honores, algo para lo que había sido educada) y que la mayor deuda que dejó al morir fue una, y muy cuantiosa, de juego? La Ópera, la Literatura, han cambiado completamente la imagen de estos dos personajes y les han hecho protagonistas de una historia que ellos ni soñaron. Pero vayamos por partes.

   Todo tiene su origen, como otras tantas historias que hemos visto anteriormente alrededor de Felipe II, en Flandes. En Flandes y en la rebelión que cierta parte de la nobleza flamenca y neerlandesa, apoyada por la burguesía industrial (o más bien aún artesanal) y urbana, plantea ante el absolutismo de Felipe II. Una rebelión que busca primero una autonomía dentro del gobierno general de los reinos de Felipe y luego una independencia sustentada, en esos deseos de autogobierno y en una religión distinta de la impuesta en los estados del Habsburgo. Uno de los principales instigadores de esta rebelión, y él que a la postre sería su líder, es Guillermo de Orange. En el XVI que un súbdito planteara una rebelión contra su natural y legítimo señor, no era corriente y estaba bastante mal visto entre la nobleza y sobre todo entre las monarquías europeas. Apoyar a un rebelde contra otro monarca suponía abrir la veda de posibles problemas en su propio reino. Por eso Guillermo y otras fuerzas rebeldes acudieron a un arma poco convencional, pero ya usada desde la antigüedad: la propaganda y la difamación. Y en eso demostraron ser unos maestros, sobre todo Guillermo. Las circunstancias de Felipe y su carácter poco comunicativo, e incluso, taciturno, ayudaron a la propagación de esta imagen que nunca fue suficientemente contrarrestada desde la corte del rey.

   ¿Y cuáles fueron estas circunstancias que hicieron brotar una de las leyendas más negras del reinado de Felipe II? Pues el apresamiento, encarcelamiento y posterior muerte en prisión de Carlos, hijo y heredero de Felipe. Estos hechos coinciden en el tiempo con la muerte, por problemas en su último embarazo, de la reina, tercera mujer de Felipe, Isabel de Valois. Estas dos muertes serán la justificación deseada por los propagandistas antifelipe para crear una de las historias más bellas, pero más falsas, de la historia de la Ópera. Vamos primero a ver cuáles fueron los hechos históricos, cómo se desarrollaron, y luego veremos cómo, primero Orange, y después los escritores que le creyeron, crearon la leyenda que dio lugar a D. Carlo o D. Carlos de Verdi (y de otros varios compositores).

Felipe II retratado por el flamenco Rubens

   Carlos era hijo de Felipe y de su primera mujer, María Manuela de Portugal. Pero la consanguinidad de ambos cónyuges era manifiesta. Carlos, en lugar de ocho bisabuelos distintos sólo tenía cuatro, y en vez de dieciséis tatarabuelos sólo tenía seis. Esto provocó en algunos miembros de la familia problemas serios de desarrollo tanto físico como mental. Se describe a Carlos con problemas físicos (un hombro más alto que otro, problemas en las piernas), complexión débil y poco desarrollada y problemas de tartamudeo y en la escritura (estos seguramente debidos a ser zurdo contrariado), y con cambios de humor repentinos. Aún así, fue educado para heredar los reinos de su padre y era voluntarioso y animado. Su madre murió en su parto y vivió siempre entre ayas y tutores, con más contacto con su tía Juana de Austria que con su padre. Pero éste lo ve siempre como heredero y decide que si él mismo muere Carlos será proclamado sucesor, a los 20 años si está soltero y  sin esperar a esa edad si está casado. Todo cambia el 19 de abril de 1562 cuando el príncipe se cae por las escaleras de la Universidad de Alcalá, donde está estudiando, y se da un golpe en la cabeza. Al principio no parece nada grave pero a la semana cae en un proceso que parece irreversible. Ninguna de las técnicas de la época consiguen su recuperación y Felipe está desesperado. Sólo al tocar los restos del beato Diego de Alcalá, Carlos recupera la salud milagrosamente (una pasión por las reliquias que veremos también cuando hablemos de Isabel). Pero a partir de entonces nada vuelve a ser lo mismo. La bipolaridad del príncipe va a más, llevando a Felipe a cuestionarse seriamente si es un heredero conveniente para tan vasto imperio como el suyo. Las cosas se van complicando. Carlos está prometido a Ana de Austria, su prima por partida doble y está obsesionado con ella y, según el personal a su servicio, no deja de contemplar la miniatura de la princesa austriaca. Pero Felipe no está dispuesto a que el compromiso siga adelante y da largas, algo que no gusta a su hermana, la emperatriz de Austria y a su marido. Ante la poca decisión de su padre, por el que se siente injustamente tratado, Carlos planea ir en barco a Italia y desde allí trasladarse a Austria. Necesita la ayuda de su tío Juan de Austria pero éste no accede y Carlos le amenaza de muerte. Ésta se suele contar entre las acciones del príncipe que llegan a colmar el vaso de la paciencia de su padre. El 18 de enero de 1568, acompañado de unos cuantos nobles del más alto rango y confianza, el rey se dirige a los aposentos de su hijo, lo desarma (tenía un arcabuz cargado) y lo apresa. Seis meses después, en la misma zona del Alcázar donde había estado preso el rey francés Francisco I, muere Carlos de Austria. Aunque no está muy claro el motivo, los comportamientos alimentarios del Príncipe y su constante necesidad de beber agua helada provocan la defunción. Y a partir de ahí comienzan las especulaciones.

    Las noticias de la época vienen de mano, sobre todo, de los cortesanos de Felipe y de los embajadores extranjeros que hay en Madrid. En principio, aunque no hay nada claro, nadie sospecha del Rey y todo se atribuye al “mal gobierno” y a la salud del príncipe. Las cortes europeas se alarman ante las noticias que llegan pero Felipe, que manda un especie de comunicado general, para comentar que su hijo ha muerto, reconoce a sus más íntimos (su tía, la reina regente de Portugal, su hermana y su cuñado, emperadores en Alemania) que los problemas personales y psicológicos del príncipe le llevaron a una medida tan drástica como el encarcelamiento. Luego, la mala salud de Carlos hizo lo demás. Felipe se avergonzaba de su hijo, o más bien se avergonzaba de los evidentes defectos físicos y psicológicos de Carlos, sobre todo desde el accidente de Alcalá. Pero nunca dejó claro explícitamente estos problemas y prefirió callar cuando comenzaron los comentarios que le culpaban de todo lo que había pasado. Se retiró al monasterio de los Jerónimos, encargó mil y una misas, lloró a su primogénito y después siguió adelante.

Isabel de Valois por Sofonisba Anguissola

   Isabel de Valois era hija de Enrique II de Francia y su esposa, Catalina de Medicis. Casó con Felipe en 1559 cuando contaba 13 años de edad, y pasó con el rey ocho años, más tiempo del que había estado el monarca con sus dos anteriores esposas. Este matrimonio, como casi todos de la época a nivel de estado, se debía a una cuestión de política europea. A ambos reinos, rivales en muchos momentos, les convenía una alianza matrimonial. La relación íntima de los reyes tardó unos años en consumarse debido a la edad de Isabel pero luego siempre tuvieron una relación muy afectuosa y Felipe siempre adoró a las dos hijas que sobrevivieron de los cinco partos de Isabel, especialmente a la infanta Isabel Clara Eugenia. La afición favorita de Isabel era el juego, de cualquier tipo. Era una apostadora podríamos decir que compulsiva y las mayores deudas a su muerte fueron por este motivo. Felipe contrató a la pintora Sofonisba Anguisciola (como comenta Geoffrey Parker en su biografía sobre Felipe II que tanto se ha consultado para este trabajo) para que le introdujera en el mundo de las artes pero ella prefería encargar costosos vestidos para las visitas del rey y para posar para la artista italiana. Sólo consta su pasión por un pasatiempo activo: la danza. En el plano político siempre intentó favorecer los intereses franceses ante la corte española e incluso representó al rey en la reunión política con Catalina de Medicis (en aquel momento reina viuda y regente de Francia) en Bayona. Allí su madre pronunció la frase, citada por varias fuentes, “muy española venís”, refiriéndose a la defensa de las posturas del reino de España frente a las francesas, aunque en la corte española siempre veló por los intereses franceses favoreciendo al embajador de este país e informándole detalladamente de lo que ocurría en palacio, cosa que no gustaba al rey. Siempre se preocupó por el príncipe Carlos y su madre la felicitó por su actitud maternal a raíz del accidente de Alcalá, ya que el rey apreciaría este interés hacia la salud de su heredero. Su salud siempre fue precaria, hecho acentuado por los abundantes partos. Al principio tuvo problemas para que los embarazos llegaran a término. Sólo la intercesión de las reliquias de San Eugenio, que Felipe consiguió le devolviera Francia y a las que la reina se encomendó al tocarlas, con la promesa de llamar a su hijo como el santo si todo iba bien, consiguió que a los nueve meses naciera la infanta Isabel Clara Eugenia. Luego vinieron más partos, y en uno de ellos murieron Isabel y la recién nacida. Felipe se sintió desolado, pasó más de dos semanas sin recibir ni a ministros ni embajadores y sin despachar asuntos de estado. Siempre la recordaría con cariño.

  

   Intentar esbozar simplemente una semblanza de Felipe II nos ocuparía más espacio del que disponemos. Su reinado, uno de los más conocidos y estudiados de la historia de España, fue largo (desde 1556 hasta su muerte, en 1598) y estuvo lleno de avatares sociales y políticos. Fue un monarca muy preocupado por la herencia recibida, por aumentar su poder político y por preservar la ortodoxia católica. Se sentía humillado por no haber heredado de su padre la corona imperial (que pasó a los Habsburgo austriacos) y fue bastante taciturno y reservado. Todo ello, y especialmente sus políticas en sus posesiones flamencas, le granjearon pertinaces enemigos que, más tarde, tendrían el poder suficiente para hacer prevalecer su mala imagen en la Historia. No vamos a reivindicar su figura en estas líneas pero sí hay que remitirse a la historiografía reciente que ha revisado su reinado con ojos mucho más objetivos. Centrándonos solamente en el periodo que nos interesa y en las relaciones familiares que se reflejan después en el teatro y la ópera, Felipe se comporta primero como un padre preocupado por la evolución de la personalidad de su hijo y las consecuencias de la caída de Alcalá y después como un monarca que ve peligrar el legado de sus antepasados si el heredero es un príncipe con una precaria salud mental. Al final decide, no sabemos si con el mejor criterio, ir directamente a cortar el miembro gangrenado apresando a su propio hijo. Como esposo de Isabel, mucho mayor que ella, se comporta como cualquier marido aristocrático. Le permite las veleidades propias de la adolescencia pero cuando ya se convierte en una mujer pasa a ser la esposa y compañera del monarca, con todas las consecuencias que eso supone. Parece que se entendieron bien y, como ya hemos comentado varias veces, siempre guardó un recuerdo muy grato de su tercera mujer. Nada hay en su biografía más extensa, la comentada de Geoffrey Parker, que indique celos o sospechas de relación entre su hijo y su mujer. De eso ya se encargaría la fantasía de sus enemigos.

La Princesa de Éboli

   Hasta aquí el repaso histórico a los tres personajes básicos de la ópera verdiana. Pero hay otros dos, que si no tan importantes, si que ejercen influencia en los principales y son también de indudable importancia. Uno de ellos, y que también existió realmente, es el de Ana de Mendoza de la Cerda, casada con Ruy Gómez, príncipe de Éboli. La princesa de Éboli tenía más o menos la misma edad que Carlos e Isabel. Había nacido en 1540 (Carlos nació en el 45 e Isabel en el  46 de esa misma centuria) y casó muy joven (12 años, Isabel a los 13) con uno de los personajes más influyentes de la época y mano derecha de Felipe II, el portugués Ruy Gómez. En los años de que hablamos, Ana era dama de la reina y parece ser que, junto a la infanta Juana, la  hermana de Felipe, una de las más cercanas y queridas. Nada más se cuenta en la historiografía, por lo que es pura fantasía literaria su relación, insinuada en la ópera, con Felipe y difícilmente demostrable su deseo hacia Carlos. También es significativa la presencia a lo largo de la ópera, aunque intervenga en contadas ocasiones, de la figura del Gran Inquisidor. No vamos a entrar aquí a analizar una de las instituciones claves de la historia moderna de España y que tanto ha dado que hablar dentro y fuera del país. Sólo señalar que la creación de la Inquisición por los Reyes Católicos fue muy celebrada por religiosos y pensadores católicos, como Erasmo de Rotterdam. Era un instrumento básico, según ellos, para limpiar de infieles (judíos y musulmanes) un territorio tan infectado de ellos como la Península Ibérica. Luego, la Inquisición española sería igual a fanatismo, crueldad, tortura y miedo, y formaría el eje central de la leyenda negra. Esa es la imagen que refleja la ópera de Verdi: la de una institución, presidida por el Gran Inquisidor, que manipula a su favor en la sombra y que incluso se atreve a retar al rey de España. Para terminar el grupo protagonista, señalar el único personaje que no existió en realidad: El marqués de Posa (elevado durante la obra a duque por Felipe II). Ha habido distintas teorías para justificar la incorporación de su figura a una historia en la que el resto de personajes sí tienen existencia real. La más plausible sería la necesidad de la existencia de un contrapeso liberal y democrático a la intolerancia del Rey y del Inquisidor, un amigo de Carlos que le apoya en una corte hostil y que se enfrenta a los poderes del Estado, aunque sucumba honorablemente al final. Un personaje, en fin, poco creíble en la España del s. XVI, pero muy del agrado del público del s. XIX.

   En la segunda parte del artículo repasaremos cómo la Historia fue reescrita, transformada y tergiversada de muy diversas maneras y cómo se reflejó todo en la ópera que conocemos.

D. Carlos de Austria Felipe II Verdi Isabel de Valois Princesa de Éboli Javier del Olivo
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