CODALARIO, la Revista de Música Clásica

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Crítica:'Iphigénie en Tauride' con Cecilia Bartoli en Salzburgo

1 de septiembre de 2015

LAS COSAS BIEN HECHAS

Por Javier del Olivo
Salzburgo. 28/08/2015. Festival de Salzburgo. Gluck: Iphigénie en Tauride. Cecilia Bartoli (Iphigénie), Christopher Maltan (Orestes) Rolando Villazón (Pylade), Michael Kraus (Thoas), Rebeca Olvera (Diane). Coro della Radiotelevisione Svizzera. Dirección musical: Diego Fasolis. Dirección de escena: Moshe Leiser/Patrice Caurier.

   Si hay un adjetivo que defina a la producción de Iphigénie en Tauride de Christoph Willibald Gluck, que se estrenó en el pasado Festival de Pascua de Salzburgo y que se ha repuesto en la edición de verano, es inteligente. Producción inteligente tanto en su versión teatral como lírica. Veamos porqué.

   Gluck estrena en los escenarios parisinos Iphigénie en 1779, a pocos años de su muerte. Se considera su última gran obra y tuvo un éxito rotundo desde el principio de su andadura artística. Y no es de extrañar. La música, a veces tomada de obras anteriores, es de una belleza refinada y elegante, pero sin perder el sesgo dramático dentro todo de ese clasicismo que el maestro alemán tan bien definió en su partitura. Contribuye a la redondez de la obra un buen libreto del joven Nicolas-François Guillard que se basó sobre todo en la tragedia de Guimond de la Touche estrenada a mediados del s. XVIII y que a su vez bebía de la tragedia clásica de Eurípides. Guillard simplifica al máximo la historia para presentarnos a unos personajes atormentados, al borde de la desesperación. Una historia donde el amor desaparece, donde se nos presenta a una Ifigenia, con sus compañeras, aislada, prisionera, forzada a vivir entre los tauros y ser su sacerdotisa y  donde sólo aparecerá algún atisbo de cariño en la relación fraternal, primero de Orestes y Pílades, y luego el de Ifigenia cuando reconoce a su hermano.

   De esa desnudez de sentimientos, de ese desgarro que siente Ifigenia por su destino y el de los suyos, cuyo paradero ignora, es de donde parten Moshe Leiser y Patrice Caurier en su producción escénica. No estamos en un templo de la antigüedad. Se nos lleva a un barracón de cualquier conflicto de la segunda parte del s. XX (seguramente la Guerra de los Balcanes, Tauride se sitúa en Croacia), con jergones vacíos, ropa miserable y sacerdotisas rapadas por unos raptores que aparecen implacables y groseros. Para subrayar esta situación, en el primer número musical, donde se nos presenta la situación de las exiliadas, se oyen ruidos de explosiones y vuelos bajos de helicópteros cuando cuando no se está cantando. Toda la dramaturgia incide en esa situación. Hay vejaciones y brutalidad cuando llegan los prisioneros, las sacerdotisas siempre aparecen atemorizadas, Ifigenia bascula entre la desesperación y la indignación con sus opresores. Orestes y Pílades no pueden hacer más que lamentarse por su situación. Toda la dirección escénica lleva al espectador al desasosiego, transmite perfectamente la desesperación que el libreto plantea y que la música de Gluck con su belleza intenta dulcificar. Y ahí está uno de sus grandes aciertos: hacer presente al espectador toda la crudeza de la situación que se plantea en el libreto. Todo esto no hubiera sido posible sin una gran dirección de actores, muy trabajada, donde cada uno cumple con su papel, con cuadros visuales que como fotos fijas de los protagonistas nos plantean toda su desesperanza y con tres protagonistas totalmente entregados, sobre todo una Cecilia Bartoli transmitiendo su sentir en cada movimiento, en cada gesto. También muy destacado Christopher Maltman que dio vida al atormentado Orestes llenando con su presencia el escenario y apoyado especialmente por una iluminación de Christophe Forey, excelente en toda la representación. Rolando Villazón dibujó un personaje más tierno, más fraternal, que intenta desesperadamente paliar de algún modo el dolor de su amigo. Sólo un final que se augura feliz, pero al que los protagonistas se dirigen con cansancio y un punto de desconfianza, dulcifica parcialmente el amargo sabor que toda la puesta en escena transmite.

   Si inteligente fue el planteamiento escénico, no lo fue menos el musical. Se tendió a alejar la partitura lo más posible de resonancias barrocas  buscando un enlace con el Mozart más serio, con el horizonte en el que se atisba ya Beethoven. Especialmente los coros de las sacerdotisas nos anunciaban a los prisioneros de Fidelio que ven la luz después de días de cautiverio pero sin la esperanza que estos transmiten. Faltan epítetos para calificar la labor de los músicos que participan en esta obra. Decir que Bartoli se “merienda” el papel de Ifigenia será un poco vulgar pero define a la perfección lo que se vio en el escenario del Haus für Mozart. Como actriz, ya se dijo más arriba, estuvo sublime, entregada. La dureza de su situación (se simula su suicidio al principio) va unida a una indignación sin paliativos con arranques de ira que no puede contener. Pero todo ese dolor lo transmite con una belleza vocal espectacular. Comenzó con un “O toi qui prolongeas mes jours” elegante, perfecto. En un papel casi sin coloraturas su voz se ajusta perfectamente a la partitura, dando lo mejor de sí en las medias voces, en esas susurrantes palabras que estremecen en su “D’un image, hélas, trop chérie”. Ninguna nota se le resiste pero fue su manera de transmitir con su canto el sentimiento de Ifigenia y en su entrega absoluta al público donde la artista triunfó sin paliativos. Además se nota su mano en toda la concepción de esta producción, su inteligencia a la hora de abordar esta memorable partitura de Gluck.

   Christopher Maltman fue un atormentado Orestes, también él desesperado pero más violento. Con una voz  bella y de gran proyección no restó dramatismo a ninguna de sus intervenciones, pero brilló con luz propia en esa maravillosa aria que es “La calme rentre dans mon coeur” cantada con una delicadeza exquisita, acompañado por esa melodía donde Gluck desmiente esa calma que se quiere imponer Orestes, y pasando sin descanso al desgarro de su escena onírica con las Euménides, que le recuerdan el asesinato de su madre. También impresionante estuvo  desgranando un un bellísimo “Que ces regrets touchants” en la escena del sacrificio. Villazón, al que estamos acostumbrados a oír en otros papeles, nos regaló dos preciosas arias con ese timbre que le ha dado tan justa fama. Estuvo elegante y clasicista  en “Unis dès la plus tendre enfance” y nos hizo sentir ese amor que Pílades siente por Orestes. En “Divinité des grandes âmes” dio rienda suelta a su canto más natural. Michael Klaus daba voz a Thoas, rey de los tauros. Sus intervenciones fueron, quizá, lo menos brillante de este gran reparto. Su aria “De noirs pressentiments” pecó de excesivo arrojo olvidándose un poco de matizar su canto, aunque no hay que negarle potencia y proyección a su voz. Muy bien Rebeca Olvera en el breve papel de la diosa Diana (muy dados a confundir estos libretistas dieciochescos a las deidades greco-romanas).

   De grandes cantantes como Bartoli, Maltman o Villazón no sorprende que brillen en una obra. Pero en esta Ifigenia querría destacar el coro de sacerdotisas. Sus intervenciones fueron uno de los pilares básicos del éxito, podríamos decir que clamoroso (el público en pie braveó a todos los músicos al final), de esta representación. El encaje de sus voces, la delicadeza y belleza de su canto, su perfecta caracterización y adaptación a la producción, fueron conmovedoras,  transmitiéndonos esa desesperación del refugiado, del exiliado, que estos días tan de actualidad está. Aunque en una crónica no se suelen poner los nombres de los integrantes de estos pequeños coros, creo de justicia que aparezcan porque ellas nos proporcionaron momentos memorables. Son Laura Antonaz, Elena Carzaniga, Mya Fracassini, Caroline Germond, Elisabeth Gillming, Marcelle Jauretche, Francesca Lanza, Silvia Picollo, Nadia Ragni y  Brigitte Ravenel. Muy destacable también el Coro della Radiotelevisione Svizzera.

   Tampoco hubiera sido posible el éxito de la ópera sin la impecable batuta de Diego Fasolis, un director siempre atento al foso y al escenario, midiendo perfectamente los tempi, sirviendo a los cantantes para que brillaran con luz propia y dirigiendo a unos brillantísimos I Barocchisti que destacaron por su empaste y su virtuosismo. Espléndidos.

   Inteligencia, entrega, buen hacer: triunfo seguro.

Fotografía: Monika Rittershaus

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