CODALARIO, la Revista de Música Clásica

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GUILLERMO GARCÍA CALVO, director: 'Toda experiencia musical debería ser existencial'

1 de diciembre de 2015

GUILLERMO GARCÍA CALVO, DIRECTOR: 'TODA EXPERIENCIA MUSICAL DEBERÍA SER EXISTENCIAL'

Una entrevista de Aurelio M. Seco
Guillermo García Calvo es uno de los directores de orquesta españoles más prestigiosos de la actualidad. Residente en Viena desde hace años, donde con frecuencia trabaja en la Ópera Estatal, García Calvo encara en los próximos meses una intensa agenda profesional que, entre otros compromisos, le llevará a debutar en la temporada del Maggio Musicale Fiorentino y a dirigir la ópera española Elena e Malvina en la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. En las próximas temporadas completará la Tetralogía wagneriana en el Teatro Campoamor de Oviedo, un ciclo del que ya ofrecido importantes lecturas de sus dos primeros títulos, El oro del Rin y La valquiria.

¿Qué supone para usted su próximo debut en la temporada del Maggio Musicale Fiorentino?

Emoción y respeto, pues será la primera vez que trabaje en Italia, país que vio nacer la ópera como el género que conocemos en nuestros días, y también responsabilidad y orgullo, al dirigir dos de las partituras más significativas del repertorio español, un precioso programa sinfónico donde combinamos obras de Rossini y Boccherini con la Cuarta sinfonía de Beethoven.

En Florencia dirigirá El amor brujo y Goyescas. Parece que su trayectoria está muy vinculada al repertorio español. Emilio Casares explicaba en el Anuario Codalario la poca respuesta que encuentra en nuestros principales teatros a la hora de programar ópera española. ¿Por qué cree que no es tan apreciado por nuestros programadores?  ¿Le interesa especialmente este repertorio?

Creo que el repertorio español sí es apreciado por los programadores, aunque también es cierto que se podría arriesgar más a la hora de programar y no sólo de forma esporádica, por un lado en la recuperación de obras del pasado y por otro en el estreno de obras nuevas. Ambas vertientes son imprescindibles para ese proceso de autoconocimiento y autocrítica, y al público se le debe dar la oportunidad de confrontarse con ellas. La manera en que tratamos nuestro arte, en concreto la música, refleja muy bien la manera en que nos tratamos a nosotros mismos como nación. En todo caso, no olvidemos también los problemas terminológicos que afectan a nuestro teatro lírico, ópera española, zarzuela…, las dificultades para la comprensión del texto y el hecho de que cuando una obra o todo un repertorio no son defendidos de manera constante a lo largo de los siglos o no han sido los favoritos de los intérpretes, la tarea de resucitarlos siempre resulta de gran dificultad. Pero yendo más allá en su pregunta, por supuesto que me interesa el repertorio español pero poniéndolo en su contexto y no como algo aislado, de manera que en mi calendario aparecen compromisos muy diversos, con títulos universales y todos los grandes nombres del sinfonismo y la ópera internacional.

En breve volverá a la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España para dirigir Elena e Malvina, sobre una edición del musicólogo Ramón Sobrino. ¿Cómo han trabajado y preparado la partitura? ¿Qué se encontrarán los oyentes que acudan al auditorio nacional?

La partitura de Elena e Malvina, presentada en una impecable edición, es fruto de un intenso trabajo por parte de Ramón Sobrino, a quien debemos una valiosísimo catálogo de obras de compositores españoles que por un motivo u otro cayeron en el olvido y ahora viven un renacimiento. La preparación de la partitura y los materiales de orquesta se debe exclusivamente a él. Los oyentes van a escuchar una ópera llena de virtuosismo vocal, cercana al bel canto de Bellini y Donizetti, pero con voz propia, una orquestación transparente que es siempre parte activa de lo que está sucediendo en la trama y una gran inventiva melódica, que a la mayoría va a hacer preguntarse: “¿cómo es que esta ópera no se ha mantenido en el repertorio?”, y aquí habría que volver a mencionar lo que contestaba en la pregunta anterior, la ausencia de estos títulos a lo largo del tiempo, el hecho de que ningún intérprete, sobre todo cantantes, las hayan hecho “suyas”…

Es usted el único director español que trabaja dos veces con la ONE. ¿Cómo valora su último concierto a su frente?

Fue una experiencia tremendamente estimulante y motivadora por la respuesta de la orquesta desde el primer ensayo, ante un programa tan largo y difícil. Para mi debut tuve la suerte de poder confeccionar un programa con una obra clave del Romanticismo, y muy cercana a Wagner, la Sinfonía Fausto de Liszt, una obra nueva de un compositor español, Ramón Humet, de gran originalidad, y que va a mantenerse por sí sola en los atriles, y un fragmento de ópera, la obertura de Die Gezeichneten de Franz Schrecker, compositor austriaco boicoteado por los nazis y cuyo renacimiento sigue siendo lento, pero un ejemplo de que hay músicas olvidadas extraordinarias, que, como en el caso de esta pieza, sorprendieron por su calidad tanto a los músicos, que la tocaban por primera vez, como al público.

Hablemos de sus recientes éxitos. ¿Cómo recuerda su trabajo en el Teatro de la Zarzuela con Curro Vargas?

Curro Vargas en el Teatro de la Zarzuela fue una de las producciones más fascinantes en las que he podido participar, por la entrega de la orquesta, del coro y de los solistas, y gracias a Paolo Pinamonti, el entonces gerente de la institución, que quiso apostar por interpretar la partitura en su integridad, sin cortes, y a Graham Vick, el director de escena, que dio vida a la trama con una intensidad y pasión que nos hicieron ver que estábamos ante una obra a la altura del verismo italiano.

Donde está escribiendo su nombre con letras mayúsculas es al frente de la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias. Hay quien considera que La valquiria que ha dirigido hace unos meses en la Ópera de Oviedo es un evento de importancia histórica para la entidad.

Este Anillo del Nibelungo está siendo tres primeras veces al mismo tiempo: la primera vez para la ciudad, la primera vez para la orquesta y la primera vez para mí. Hacer juntos este viaje está siendo una experiencia mucho más que algo meramente musical. Yo diría que se trata de una experiencia existencial. La verdad es que toda experiencia musical debería ser existencial, pero en la práctica esta magia casi mística que nos conecta con lo indescriptible, se da muy rara vez. En el caso de La valquiria del pasado mes de septiembre creo que todos los implicados llegamos a ver lugares de nuestro interior antes desconocidos o ignorados, comprobamos que lo que considerábamos como límites a nuestra concentración y resistencia física no eran tales, y descubrimos juntos otra manera de hacer música, de sentir la música, de fundirse con ella y de entregarnos al público a través de ella. Pero tengo que decir, para dejar el mérito a quien corresponde, que con Wagner esto no es difícil de lograr.

Sus conciertos en la temporada de la OSPA también están en boca de todos. Parece haberse dado un verdadero idilio artístico entre usted y la orquesta.

Hemos tenido la suerte de habernos ido conociendo poco a poco, desde el Tristan und Isolde de enero de 2011 y los conciertos de aquella temporada, lo que nos ha permitido profundizar cada vez más en nuestra relación. Hacer música juntos, lo que en alemán expresa tan bien el verbo “musizieren”, es una cuestión básicamente humana, un intercambio de energía. Cuanto más trabajo con la OSPA, cuanto mejor conozco a los músicos, a las personas que hacen posible la música, más y más ganas tengo de hacer más cosas juntos, por toda la energía y el cariño que recibimos unos de otros.

Me sorprendió que en su estreno en el Teatro Real lo hiciera con una obra tan especial como Goyescas. Su trabajo fue valorado positivamente pero, ¿no habría preferido otro título? ¿Quizás un Wagner?  

Joan Matabosch me ofreció dirigir Goyescas y poder presentarme en el teatro de mi ciudad natal con una obra no sólo tan española, sino tan madrileña como Goyescas – la primera frase del coro dice: “Aquí como allá, Madrid su alegría ardiente derramando está” -, me pareció un bonito guiño del destino, que encaré con todas las ganas y gran ilusión.

No es fácil encontrar en la historia de la música española a un director de orquesta que se haya identificado tanto con la estética wagneriana como usted. ¿Por qué este entendimiento?

Wagner es el compositor con quien más identificado me siento. Se puede ver a Wagner en la cima más alta de la historia de la música occidental, y en las laderas de la montaña los compositores de antes y los de después, lo que no resta nada de la genialidad de Beethoven, Richard Strauss o tantos otros. El símil de la cima de la montaña me gusta porque para mí Wagner representa lo extremo, el llevar las cosas al extremo, el romper fronteras, explorar nuevos mundos, salirse de los moldes, inventar géneros. Todo eso era él y son sus obras. Wagner es por ello una inspiración continua y el prototipo de artista creador. Nadie, a excepción de su propia voluntad, obligó a Wagner, por así decirlo, a escribir ninguna de sus músicas.

Pudo no haberlo hecho y dedicarse a otra actividad, nadie se lo hubiera echado en cara, pues antes de que diera forma a sus obras, nadie las conocía y por tanto nadie podía echarlas de menos, esto es obvio. Lo que quiero decir es que Wagner nos recuerda que ante una página en blanco, ante el espacio abierto de posibilidades infinitas, no hay nada que no pueda crearse, no hay más límites que los que nosotros nos impongamos. Wagner se atrevió a escribir el acorde Tristán y muchos otros hallazgos, y no vino un dios omnipotente a decirle: “esto no está permitido, escribe acordes menos disonantes”. Wagner no tuvo miedo a crear lo que necesitaba en el momento, como si él fuera un Siegfried o un Parsifal de la composición, los héroes infantiles, anárquicos, que con su ignorancia cambian el mundo porque saben escuchar su voz interior y no la de las convenciones o la de las expectativas ajenas. Y lo más grande es que esto no es algo teórico, no es un tratado de estética, sino que es su música, son sus notas, las que hablan por sí mismas, las que nos cuentan todo esto, las que arden de esa pasión, de esa sed de libertad, de amor, pero también de envidia, de venganza, de traición, y luego de compasión, de redención, y una vez más del amor, pues él no excluye nada y no pretende pintar el ser humano mejor de lo que es, pero sí nos da siempre al final un mensaje de esperanza, termina haciendo sublime lo humano y nos hace pensar quizás eso tan lejano e inalcanzable que creemos que es la divinidad somos en realidad nosotros mismos. Estudiar, tocar, ensayar y dirigir su música es para mí sentir todo ello a la vez. No he tenido  jamás otra revelación musical comparable.

Su nombre sonaba muy fuerte para dirigir la Ópera Nacional de Bucarest. ¿Qué sucedió?

El pasado mes de febrero tuve la ocasión de trabajar de nuevo con Graham Vick, en una nueva producción de Falstaff en la Ópera Nacional de Bucarest. Me sentí a gusto en el teatro, y compenetrado con un ambicioso equipo artístico lleno de ideas nuevas, con ganas de renovar el repertorio de la mano de los mejores escenógrafos internacionales. Estábamos en conversaciones para una titularidad y diseñando tres nuevas producciones, Così fan tutte, Turandot y Peter Grimes, cuando el teatro tuvo que encarar dificultades internas a los que están teniendo que dedicar todo su esfuerzo, de manera que el asunto de la titularidad está en estos momentos en compás de espera. De los nuevos títulos citados sólo llevaremos a cabo, por ahora, Turandot.

A lo largo de su trayectoria, ya sea en su período de formación o en su estado actual, siempre ha estado en contacto con algunos de los más grandes maestros de la dirección actual, Christian Thielemann, Zubin Mehta y, en los últimos años, le hemos visto bastante relacionado con Daniel Barenboim. ¿Qué es lo que le han aportado en cada momento?

Siempre que tengo ocasión hago lo posible por asistir a los ensayos y a los conciertos de Daniel Barenboim, sobre todo durante mis estancias en Berlín en la Deutsche Oper, que está a pocos metros del Schiller Theater, el lugar provisional de la Staatsoper unter der Linden mientras termina de ser renovada. Es un estímulo ver en acción a este titán de la música, su pasión incansable por sacar el máximo de cada ensayo, su obsesión por trabajar hasta el último detalle. Hace unas semanas pude verle en Viena ensayar con la Filarmónica la Novena sinfonía de Mahler. Fue un placer ver cómo corregía y mejoraba aspectos muchas veces básicos pero necesarios, lo que la mayoría de otros directores no se atrevería a hacer, por un falso respeto a una orquesta tan prestigiosa, pero que los músicos recompensan con una implicación absoluta. Es un músico que no tiene ningún reparo en remangarse y hacer el trabajo desde las raíces, de empezar de cero cada vez si es necesario. Con una actitud así es imposible caer en la rutina, y por ello sus conciertos son, a pesar de ese trabajo previo tan meticuloso, o quizás precisamente debido a ello, una explosión de inspiración.

Hablemos de su forma de trabajar. ¿Cómo prepara un concierto? ¿Analiza las obras, las toca al piano, escucha otras versiones…? ¿Es verdad que estudió La valquiria durante dos años?

El proceso de estudio de una obra, hasta el momento en el que empiezan los ensayos, es como la enorme base invisible del iceberg. Ha habido ocasiones en las que no he tenido a penas tiempo de preparar una obra, cuando surge una sustitución como Macbeth en Viena, La cenerentola en Berlín o Tristán e Isolda en Oviedo. En estos casos disfruto de la descarga de adrenalina que supone devorar las partituras en pocos días y comprimir un proceso de estudio que en el mejor de los casos puede durar años, en unas pocas horas de estudio febril. De alguna manera me encantan estas situaciones extremas, casi podría decirse de riesgo, pero igualmente disfruto de poder estudiar una obra con mucho tiempo, rehaciendo el camino del compositor, es decir empezando por reducir la partitura al piano o en el caso de las óperas tocando primeramente la reducción para piano, leyendo el libreto sin música, imaginando qué instrumentación ideó el compositor para cada momento, intentando sumergirme en su proceso creativo, para luego saborear el resultado final, la partitura definitiva. De alguna manera se trata de meterse en la piel de la persona que la escribió, para a la hora de dirigirla, ser yo su prolongación, su mensajero, y en el caso de los compositores no vivos, ser el medio a través del que pueden reencarnarse mientras suena su música.

Me gusta mucho conocer versiones de otros directores para saber cómo entendieron ellos ese guión abierto que en definitiva es cualquier papel pautado lleno de puntos y rayas, y si tengo tiempo intento escuchar todas las grabaciones disponibles y compararlas entre sí, lo que es útil para el estudio, divertido y a la vez revelador, sobre todo si es posible escuchar grabaciones sin saber de entrada de quién son.

Efectivamente, empecé a estudiar la partitura de La valquiria pocos días después de la última función de El oro del Rin en Oviedo, si bien conocía la obra desde la reducción para piano que había tocado en ensayos escénicos en la Ópera de Viena para una nueva producción con Franz Welser-Möst y en el Festival de Bayreuth con Christian Thielemann. Lo mismo hago ahora con la partitura de Siegfried. En obras tan largas y complejas, con una riqueza e inventiva tales, es imprescindible para mí que el proceso de estudio, de asimilación y de maduración sea lo más largo posible.

Usted es el único director de orquesta que, hasta la fecha, ha sido galardonado con un premio Codalario de la música. En su discurso de aquel día realizó una profunda reflexión sobre la música actual y el concepto de cultura. ¿Sigue pensando que es necesario pararse a reflexionar más sobre lo que hacemos?

Por supuesto. El tempo en nuestras vidas no deja de acelerarse. Los avances tecnológicos, si bien tienen como objetivo facilitar la comunicación y proporcionarnos más libertad en el día a día, tienen el riesgo muy difícil de esquivar, de hacernos sus esclavos y conseguir justo lo contrario de su razón de ser. El esfuerzo personal, la creación manual, la comunicación en vivo, la interacción en vivo, en juegos, en conversaciones, se hacen cada vez más infrecuentes y ello nos deja una incómoda sensación de que algo falta. La música nos puede ayudar a no olvidarnos de la importancia de vivir en el momento presente sin anhelar otro lugar ni otro instante, a escuchar y respetar a los demás, y a recordar que las conquistas de nuestra civilización se deben al esfuerzo continuo, la disciplina, el estudio, el experimentar uno en sus propias carnes el mecanismo de prueba y error, y a la búsqueda incesante de la optimización. Hacer música no es posible sin esos requisitos, pero ese esfuerzo y sacrificio nos dan, en el instante mágico en que empieza a sonar, en el momento del “musizieren”, una recompensa que es al mismo tiempo enriquecedora, placentera, lúdica, que refuerza los lazos sociales y saca lo mejor de nosotros, porque celebra, festeja lo que somos como especie. Esto es algo inaudito en el resto del planeta, y desde mi punto de vista, no sustituible por el placer rápido de un juego de ordenador o la comunicación reducida a las redes sociales

En alguna ocasión se le ha llegado a comparar a Furtwängler, por la energía que desprende sobre la tarima. ¿Se siente cercano a este director?

No quiero parecer presuntuoso, mencionar a Furtwängler me produce un gran respeto, pero lo cierto es que admiro en él, entre otras cosas, el hecho de que sus interpretaciones son las más vivas, las más humanas que jamás he escuchado. Es un director completamente inclasificable e incomparable. Más que un director de orquesta fue un canalizador de emociones, y una antorcha portadora de esperanza. No hay que olvidar el contexto histórico en el que tienen lugar sus grabaciones más estremecedoras, en pleno Tercer Reich. Paradójicamente, en medio de la terrible dictadura nazi, circundado por una falta absoluta de tolerancia y de libertades, su manera de hacer música es la más libre, la más genuina, creativa, irregular si se quiere o incluso desproporcionada, de todas las que conozco. Creo que la sed de luz y de liberación de todo un pueblo abocado a su destrucción se condensó en la batuta de Furtwängler. De hecho, literalmente hablando, su batuta nunca marcaba el compás en sentido convencional; era la válvula de escape del mundo que le rodeaba. Los grandes artistas, como Wagner, son sobre todo canalizadores de su tiempo.

Hay un contraste muy fuerte en su personalidad. Es usted una persona muy dulce y serena a nivel personal pero, cuando se sube a una tarima, su personalidad parece transformarse totalmente.

Entiendo la dirección de orquesta como esa canalización de emociones, un poco, como le decía, a la manera de Furtwängler. Afortunadamente, a pesar de los problemas actuales, no vivimos una situación comparable con la Segunda Guerra Mundial, pero las emociones humanas son siempre las mismas, y todas ellas están en la música, pues ésta no es inseparable de la vida. La música somos nosotros. Si Wotan sufre de frustración por tener que separarse de su hija, yo siento esa frustración en mí; si Alberich siente un odio incontenible cuando Wotan y Loge le arrebatan el anillo, yo siento ese odio en el momento de su maldición; si Sieglinde y Siegmund sienten esa atracción irrefrenable cuando se reconocen, yo la siento también en mí. Al dirigir, yo soy todas esas personas y esas situaciones, pero no sólo en la ópera, donde el referente humano es obvio, sino también en las emociones que transpiran en la música exclusivamente instrumental de Beethoven, Brahms o Stravinsky, diálogos sin palabras con nosotros mismos. Imagino que mi manera de ser en la vida cotidiana poco tiene que ver con la persona con mi nombre que se sube a una tarima, pues en el momento de hacer música, yo dejo que la música “sea” en mí, a través de mí, así que debe ser ella la que me transforme.

El trato entre los músicos y un director siempre es complicado. ¿Cuál cree usted que es la manera más apropiada de llevarla a cabo?

Con respeto y agradecimiento hacia todos y cada uno de los músicos, que dedican su vida a un instrumento y que en unión con los demás músicos dan sentido a la función de un director de orquesta. Sin ellos, un director no suena, no es nada. El trato surge por sí mismo al ser conscientes de que formamos parte de un proyecto común que nos transciende y que es fundamental para nuestra sociedad.

Acaba de nacer su primer hijo, una niña. Enhorabuena. ¿Cómo está siendo la experiencia? ¿Le ha cambiado la perspectiva de su vida?

Muchas gracias. Tuve la suerte de asistir al parto y debo decir que ha sido la experiencia más hermosa y también la más difícil de describir con palabras, de toda mi vida. El día a día no es nada fácil, como supongo que les pasará a los padres primerizos, pero cada instante con ella es un regalo impagable. Acostumbrado a organizar yo mismo mis horarios, a ser mi propio jefe, a tomar mis decisiones según mi criterio, tanto dentro como fuera de los ensayos, no me parece nada mal que de pronto sea una personita recién nacida la que tome la batuta de mi vida. Sin duda se ven las cosas desde otro punto de vista, con más humildad y paciencia. Sí creo que va a cambiar mi manera de ser más consciente de la responsabilidad que tengo como músico en hacer de este un mundo mejor para mi hija. Seguro que es algo biológico que sienten muchos padres, pero ahora lo estoy viviendo yo. Todo se puede hacer siempre mejor, cada ensayo, cada concierto. Mi hija, sin saberlo, es mi pequeña maestra que me obliga a sacar lo mejor de mí mismo, como una necesidad vital.

La vida de un director de orquesta es una de las más duras y sacrificadas. No solo está la soledad, sino a veces la amargura de los sinsabores o injusticias. ¿Cómo afronta las dificultades de la profesión?

Aunque esas dificultades no gustan a nadie, yo en realidad les doy bienvenida, pues son algo así como un entrenador personal que aparece en distintos momentos con distintas caras. Cada contrariedad que he vivido me ha llevado siempre a un sitio mejor. Esos sinsabores o lo que llamamos injusticias forman parte de la profesión y nadie está exento de ellas, a ningún nivel. Así me lo decía un hace poco un director mayor con una carrera consumada, con quien hablé de ese tema. Son disonancias que terminan resolviéndose en una consonancia, de una forma u otra, con una modulación más o menos compleja, y así hasta el final de nuestra propia partitura existencial.

Si no me equivoco, cuando Barenboim visitó hace unos meses el Teatro de la Zarzuela usted estaba en el palco con Plácido Domingo siguiendo la interpretación con la partitura de la obra.

Sí, así fue. Entre las funciones de Goyescas en el Teatro Real, en las que Plácido Domingo cantaba un recital, Daniel Barenboim dio un concierto con la Staatskapelle de Berlín en el Teatro de la Zarzuela. Domingo, a quien tengo el honor de conocer desde que cantó en la Staatsoper de Viena en 2005 Parsifal y yo trabajé por primera vez con Christian Thielemann, como asistente y pianista, y quien ha visto varias funciones mías en dicho teatro, me preguntó amablemente si quería ir con él a su palco al concierto de Barenboim. No sólo fui al concierto sino también al ensayo de la mañana. Al saludar al maestro se me ocurrió preguntarle si iba a dirigir de memoria la Primera sinfonía de Elgar, obra muy extensa, compleja y poco tocada. Me dijo sorprendido que por supuesto, y me dio su propia partitura por si quería seguirla durante el concierto. Por la noche, Plácido Domingo y yo seguimos maravillados la partitura de Elgar, que Barenboim dirigió con la misma naturalidad y seguridad que si se tratara de una sinfonía de Beethoven.

Usted reside en Viena desde hace muchos años, ¿qué virtudes tiene esta ciudad para su carrera?

A Viena me une mi mujer, Andrea, y mi pasado como estudiante en la Universidad y como “Solokorrepetitor” en la Staatsoper, teatro donde aprendí lo más esencial como músico. Vivir aquí es una fiesta ininterrumpida para un músico, pues la oferta de conciertos es arrolladora, todos los días sin excepción, de septiembre a junio. Aquí se respira música en un continuo ir y venir de intérpretes de todas partes. También el pasado de la ciudad sigue de alguna manera presente, y nunca me deja de sorprender. Hace unos días descubrí la casa natal de Arnold Schönberg, a sólo unas calles de donde yo vivo. Schönberg, Schubert, Beethoven, Mozart, Haydn, Brahms, Mahler, Schrecker, Korngold, y un largo etcétera son mis vecinos imaginarios.

Con frecuencia dirige a la orquesta de la Ópera de Viena, que está compuesta por los músicos de la Filarmónica de Viena. ¿Cuál es el secreto de esa sonoridad tan especial del conjunto?

Creo que el secreto es muy sencillo. Es una orquesta compuesta de más de 200 músicos que toca en la Staatsoper 300 funciones de ópera y ballet cada temporada, en sistema de rotación. La gran mayoría de esas funciones se hacen sin ningún ensayo, y en muchas de ellas, los músicos jóvenes que se van incorporando, tocan la obra por primerísima vez la noche de la función, lo que puede ser el caso de una Elektra o un Boris Godunov. La capacidad de escucharse unos a otros, de escuchar a los cantantes, de adaptarse al estilo de la enorme cantidad de directores que pasan por su podio, la tradición de ir incorporando los estudiantes de los propios profesores de la orquesta, y en algunos casos sus hijos, y esto década tras década desde hace siglo y medio, a lo que se añade la serie de conciertos sinfónicos y giras con el nombre de Orquesta Filarmónica de Viena, para los que la institución, en este caso una asociación privada, elige a los mejores directores y solistas, hacen que esta orquesta no tenga equivalente en el mundo.

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