Por Beatriz Cancela
Santiago de Compostela. 1-XII-2016. Auditorio de Galicia. Concierto de temporada de la Real Filharmonía de Galicia. Director: Jaime Martín. Solista: Anthony Marwood. Obras de Torres, Weill y Beethoven.
No es nuestra empresa adentrarnos en debates metafísicos sobre los eternos antagónicos y presumiblemente irreconciliables filosóficos: el bien y el mal, el cuerpo y el alma o el ser y la nada -ni mucho menos- sino de hablar de la habilidad consciente de discernir o conjugar dos formas de hacer o de expresar. Dicotomía inherente al ser humano más o menos manifiesta y que, simplificando, no deja de ser la oscilación desde una zona de confort a otra de mayor riesgo, aventurándose a romper las barreras autoimpuestas que trae consigo la estabilidad y a sabiendas de que esta incursión repercutirá directamente en nuestra motivación y evolución según se alcance el éxito o el fracaso.
En primer lugar y con una forma personal de aunar historia y contemporaneidad, aterrizaban en Santiago las Tres pinturas velazqueñas (2015) de Jesús Torres, tratando de cumplir una de las premisas del VIII Premio AEOS-Fundación BBVA con el que ha sido galardonada esta obra, consistente en que fuese interpretada por las 27 agrupaciones que configuran la Asociación Española de Orquestas Sinfónicas (AEOS). Hecho que en el caso gallego se verificó doblemente con los conciertos del miércoles en Vigo y del jueves en Compostela, después del estreno mundial por la Orquesta de Cadaqués el 10 de octubre, y tras las reposiciones de la Orquesta de la Comunidad de Madrid, la Orquesta de Extremadura y la Orquesta Simfònica Illes Balears.
Este compositor zaragozano que alberga en su haber algunos de los más destacados premios, se instruyó bajo los auspicios de Luis de Pablo y Francisco Guerrero, y goza ya de un interesante corpus que ronda las 100 partituras, entre las que hay un conjunto significativo relacionado con la literatura. No así acontece con esta expedición hacia la pintura que pretende ser una "recreación sonora" del universal pintor sevillano. Son tres movimientos sobre tres cuadros relevantes: la belleza y el misterio de La Venus del espejo, única obra de Velázquez en la que aparece una mujer desnuda; el dolor contenido del Cristo crucificado; y la concupiscencia de Los borrachos, también primera vez que el artista indaga en una escena mitológica. Torres se reconoce ya en cierto momento de estabilidad compositiva caracterizada por una escritura más sencilla, aunque auditivamente la sensación es de agilidad continua. Son constantes las pinceladas sonoras de gran riqueza tímbrica que recorren toda la orquesta. El primer movimiento se inicia nervioso y rígido, emergiendo pasajes contrastantes de gran claridad entre tanta tensión y donde destaca un arpa serpenteante y con gran presencia. Ensalzamos especialmente el segundo movimiento por su cariz opuesto. Los graves mantienen un tenue ostinato sobre el que se van sumando las demás secciones recreando una atmósfera de tétrica y funesta procesión. Esta pesadumbre se ve intensificada por disonancias que la orquesta no ejecutó de forma especialmente agresiva; no así con la irrupción de un estrepitoso golpe de bombo. La intención es dar dramatismo, y se consigue. Más si cabe con la aparición de los metales, los redobles de la caja o las campanas, para acabar todo ello desvaneciéndose finalmente. El triunfo de Baco, en cambio, es un movimiento que conjuga descriptivos efectos tales como pizzicatos, glisandos o el empleo de sordinas en los metales que otorgan ese carácter mundano y que el director reforzó por medio del énfasis en apoyaturas y la realización de frases oscilantes.
Kurt Weill con el Concierto para violín e instrumentos de viento, op. 12 (1924), aportó el equilibrio entre intelectualidad y cierto descaro desde la elegancia, con el añadido de la sonoridad que aportó Anthony Marwood con el violín Carlo Bergonzi de 1736. Destacado luthier -cómo no, de Cremona- discípulo de Stradivarius y colaborador de Amati o Guarneri que conjugó todo su conocimiento de la técnica de estas grandes sagas para establecer una propuesta personal y consecuente a su experiencia; algo así como este veinteañero Weill que poco a poco irá divergiendo respecto al expresionismo musical que estaba arrasando en Berlín en busca de un lenguaje propio. De igual modo, la trayectoria y pericia de Marwood fue esencial: este solista, director y músico de relevantes agrupaciones camerísticas, fue pieza clave, marcando el ritmo de ejecución del concierto, a lo que Martín respondió de modo satisfactorio. El inglés se mostró diligente, ejecutando la obra con aplastante comodidad -recordemos que ya en 2005 la grabó con el sello Hyperion- y serena elocuencia. La nitidez del sonido del violín sucumbía, consistente, haciendo gala de un vibrato sobrio, nunca excesivo, y unas frases enérgicas y cuidadas. Concierto que explora las posibilidades sonoras y expresivas del solista, por supuesto, pero también de los distintos integrantes del conjunto, que vinieron a reforzar una agrupación que por momentos no parecía tan reducida.
Y, retrocediendo un siglo atrás de nuevo, llegaba la enigmática Sinfonía núm. 4 en si bemol mayor, op. 60 (1806) de Beethoven, paradigma más que evidente de esta dualidad en torno a la forma de componer que puede ir desde lo establecido a lo innovador, desde lo predecible a lo inesperado, desde lo amable hasta lo impulsivo... con absoluta franqueza. Martín optó por una ejecución correcta, deleitándose en momentos donde la orquesta brillaba con especial sonoridad complaciente. En el Adagio decidió enfatizar los acordes más ásperos aunque no sobremanera, o ya en el cuarto movimiento (Allegro ma non troppo) optó por remarcar el carácter sinuoso de la melodía e imprimir mayor carga expresiva a través de la agitación conseguida por enérgicos contrastes de intensidad o agilizar las melodías, finalizando la obra como una gran eclosión.
Semejó ser este un concierto de confrontaciones y demostración de habilidades, de intentar superar escollos que finalmente no fueron ni tan resueltos ni tan temerarios. El santanderino Jaime Martín quiso afrontar el riesgo que conllevaban las obras más contemporáneas de la primera parte y se deleitó en el estado de confort que le reportaba la Cuarta, eso sí, no con la misma habilidad ni determinación. La rigidez de sus ademanes en la obra de Torres, donde la orquesta facilitó en gran medida su dirección, se vio apoyada en la obra de Weill con la presencia de Marwood, que sirvió de respaldo para Martín y que exteriorizó al final de la ejecución fundiéndose en un desahogado abrazo con el inglés. No así aconteció en la segunda parte, donde la tensión anterior dio paso a la realización de gestos holgados y amplios, evidencia del propio disfrute y agrado del director.
No quisiéramos, por otra parte, dejar de elogiar a la orquesta y en especial a la sección de percusión, que satisfactoriamente resolvió un recital de grandes exigencias técnicas a lo largo de las tres obras.