Por Beatriz Cancela
Santiago de Compostela. Auditorio de Galicia 5-I-17. Concierto especial de Reyes. Real Filharmonía de Galicia. Director: Pedro Neves. Obras de Kodály, Gluck, Dvoràk, Sibelius y Ginastera.
Nada hay más idiosincrático que las danzas. En ellas el compositor, como artista individual y singular, brinda su técnica al servicio de unas estructuras o rasgos identificables en un ejercicio de enaltecimiento, buscando la propia expresión -por supuesto- y además el conmover a un gran colectivo dignificando un sentimiento común. Es entonces donde, a la manera particular de hacer, se une la emoción, el carácter y la personalidad que traspasa al individuo para hacerse extensible a una multitud identificada con aquel volkgeist romántico alemán. Pero no queremos aludir exclusivamente al folclore, sino también al ámbito popular, cortesano, o incluso a su cariz más teatral, con sus respectivos ceremoniales inmanentes incluidos. Todos ellos tuvieron cabida en la programación de este concierto especial de la noche de Reyes de la Real Filharmonía de Galicia (RFG), cuya dirección recayó en el director luso Pedro Neves, ya conocido de la casa.
Bartók pondrá a Kodály como ejemplo de dominio de lenguaje musical "[...] con la misma desenvoltura y perfección con que un poeta usa la lengua madre", tal y como se percibe en sus Danzas de Galanta (1933) y su magnífico tratamiento orquestal. Cinco son las secciones que la constituyen y que nos trasladan a aquella localidad eslovaca donde la familia se asienta cuando su padre asume el cargo de jefe de estación de ferrocarril, pero sobre todo a la sonoridad de la orquesta zíngara que despertaría la atención del compositor. Precisamente es en cuanto al trabajo tímbrico donde destacó la obra: la orquesta realizó una actuación interesante a la que Neves todavía pudo sacar mayor partido, decantándose por una interpretación fluida y uniforme.
Tras el sosegado inicio, prometía La danza de los espíritus felices, fragmento musical del II acto de la ópera Orfeo y Eurídice (1762) de Gluck, que sitúa a Orfeo, contemplativo, ante la belleza bucólica del Elíseo, antes de rogar a los eternos héroes que allí plácidamente habitan, que dispongan el reencuentro con su esposa. Partitura que realza el papel de la flauta que, en pie, nos dejó una brillante exégesis, expresiva, sosteniendo unos agudos cristalinos que se estiraban a lo largo de toda la danza como un frágil hilo.
La Suite checa en re mayor, op. 39 (1879) de Dvoràk, compendio de cinco danzas contrastantes, ocupó el lugar central del programa. Ya desde el inicio quedaron marcados los distintos planos sonoros, perceptibles y equilibrados con gusto. De nuevo, el papel de la orquesta resultó crucial para abordar pasajes en los que los graves despuntaron con gran presencia, al igual que el protagonismo del oboe que se vio acompasado por la ejecución de las maderas en general, sobre todo en el Romance; o ya en la última de las danzas, con las trompas que, decididas, sumaron un mayor dramatismo a la suite.
De nuevo la comodidad fue la tónica en el Vals triste, op. 44, nº 1 (1903) de Sibelius, compuesta originariamente como música incidental para acompañar una obra teatral, y que arrancaba con una sonoridad casi imperceptible. La prolongación de los ritardandi, cortes marcados y sutiles cambios de tempo, pedían cierta vitalidad que se recuperaba en crescendos, sin llegar a eclosionar; acumulando y preparando, quizá, toda la resolución para un más que ansiado cierre de concierto.
Con origen escénico, en concreto a partir de un ballet, surge la idea de congregar cuatro danzas bajo el título de Suite Estancia (estrenada en 1943) de Ginastera. Armonía y ritmo resultan aspectos clave en la producción de este bonaerense con raíces españolas e italianas. La agitación se incrementó desde el inicio aunque más en cuanto a intensidad que en lo que concierne al ritmo, que seguía discurriendo premioso. Por momentos parecía que el director requería una mayor vehemencia que provocó ciertos desajustes especialmente con la percusión, tornando a la línea inicial marcada por juegos de matices más abruptos y regocijándose en los acordes más duraderos. Eso sí, y aunque se hizo esperar, la eclosión final rompió la uniformidad de un programa, que aunque versátil per se, transcurrió rectilíneo.
"Al César lo que es del César". La orquesta nos dejó una velada magnífica. Como es habitual en ella, los tuttis brillaron con luz propia; especialmente efectistas fueron los diálogos entre las cuerdas agudas y las graves, que divergen y se entrelazan con pasmosa complacencia. Por su parte las maderas, y en concreto la flauta que tuvo capital relevancia en el repertorio escogido, aportaron precisión y expresividad; y en los metales, rectos, seguros y enérgicos, especialmente las trompas. Una actuación que fue satisfactoriamente recibida por el numeroso público allí congregado.