Por F. Jaime Pantín
Auditorio Príncipe Felipe. 19 de marzo. Jornadas de Piano Luis G. Iberni. Lucas Debargue, piano. Guidon Kremer, director artístico y violín. Kremerata Baltica.
La cancelación de Martha Argerich produjo un desencanto entre los aficionados que, sin embargo, no se notó excesivamente en la afluencia al Auditorio el pasado domingo. El prestigio de la Kremerata Baltica, muy conocida por sus brillantes actuaciones anteriores, la presencia imponente de Gidon Kremer, uno de los pocos violinistas míticos todavía en activo y la oportunidad de escuchar a un pianista que se anuncia por méritos propios entre los referentes del teclado del siglo XXI -y que, de hecho, se erigió en protagonista de la velada- atenuaron, en gran parte, la decepción producida por la ausencia de una figura largamente esperada como es la gran pianista argentina, cuya actuación en Oviedo habrá que posponer para otra ocasión.
Comenzó la velada con el Concierto en do mayor K. 246 de Mozart, obra infrecuente -como el resto de los conciertos originales de Salzburgo- compuesta a instancias de la condesa de Lützow y en la que un Mozart veinteañero da buena muestra de su maestría formal, con una instrumentación muy cuidada, que incluye oboes y trompas, y un desarrollo pianístico considerablemente ambicioso, con momentos expresivos que rozan lo patético y conforman una atmósfera de alternante claro-oscuro que trasciende del ámbito galante imperante en los conciertos anteriores, anunciando, quizás, el próximo concierto JeunehommeK 271, primera y genial obra maestra de las muchas que contiene el ciclo de conciertos mozartianos.
La interpretación de Lucas Debargue resultó modélica en cuanto al estilo, con una dicción primorosa y expresiva, incluso en los trazos de mayor agilidad. Técnica perfecta y fácil proyección sonora, sin esfuerzo aparente, en la que el piano canta sin cesar y hasta el mínimo detalle es cuidado al extremo, en una gama dinámica que se mueve en unos límites estrictos pero en la que el sonido parece fluir como el aceite, creando una permanente sensación de naturalidad que parece ser una de las características de un pianista especialmente creativo cuya espontaneidad consigue fácilmente una intensa comunicación con el público. La ausencia de director y la perfecta respuesta de la orquesta propiciaron una lectura muy camerística que pareció anunciar al sobrecogedor Quinteto con piano op. 18 de Mieczysław Weinberg que ocuparía toda la segunda parte del programa, en una versión para orquesta de cuerdas con percusión realizada por el percusionista de la Kremerata Andrei Pushkarev junto al propio Kremer. Polaco que desarrolló su vida creativa en Moscú, Weinberg, aunque no muy conocido por el público, es sin duda uno de los grandes compositores del pasado siglo y su ingente producción abarca casi todos los géneros, incluyendo 20 sinfonías y 17 cuartetos de cuerda, por ejemplo, en los que da muestras de un estilo propio en el que se acusan diferentes influencias de la música étnica moldava y judía, además de evidenciar una estrecha relación con Shostakovich, cuyo op. 57 de 1940 pudo haber servido de referencia para este quinteto, compuesto cuatro años más tarde y que el gran pianista Emil Gilels estrenó en 1945 con el Cuarteto del Teatro Bolshoi, estableciéndose desde entonces como obra de referencia del repertorio camerístico del siglo XX y buena muestra de la potencia y originalidad creativa de Weinberg.
La versión para orquesta de Puskarev para la Kremerata Báltica respeta las líneas esenciales del original, pudiendo apreciarse toda su fuerza y belleza, con el añadido de elementos percusivos, siempre discretos, que contribuyen a subrayar determinados aspectos coloristas de una obra que alcanzó, en manos de Debargue y los virtuosos bálticos, niveles de intensidad sublime, en una versión de dramatismo intenso y fuerza rítmica arrolladora, en la que el piano alterna funciones de solista- en las que muestra un poderío técnico imponente- con registros intimistas de sonoridad preciosista a veces, de sonidos fríos otras y de impactante agresividad rítmica también, con una orquesta que mostró aquí su auténtico potencial, con intervenciones individuales que estuvieron a la altura de un pianista cuya riqueza de ideas e imaginación desbordante incitan a una musicalidad contagiosa, en una versión fastuosa de una obra que no se había escuchado antes en este Auditorio.
El pianista francés ofreció todavía una inspirada, sensible y preciosista versión del Vals sentimental de Tchaikovsky antes de cerrar su actuación con una de sus apoteosis jazzísticas, desbordante en virtuosismo y fuerza esencial que hizo las delicias de un público que, a buen seguro, no se olvidará de él.
Gidon Kremer restringió su participación a la Fantasía D. 937 de Schubert, una de las muchas obras maestras del compositor vienés, y su última composición para violín. Contemporánea de las 2 series de Impromptus —de los que, de hecho, toma algunos modelos técnicos en la parte pianística— antecede a la Fantasía en fa menor D. 944 para piano a cuatro manos, completando el tríptico de Fantasías iniciado con la Wanderer. La obra se estructura en 4 partes, en torno a un Andantino que despliega, bajo el signo de la variación, una melodía tomada del Lied Seimirgegrüsst, un poema de amor oriental de Friedrich Rückert, poeta que inspiró a diferentes compositores —recordemos los Kindertotenlieder musicados por Mahler— y sobre cuyos textos Schubert compuso 6 canciones. Se trata de un poema impregnado de una sensualidad y erotismo que, en manos de Schubert, se subliman e idealizan, plasmándose en una serenata plena de suavidad y dulzura, sugiriendo incluso un lejano parentesco con la 5ª variación del primer movimiento de la mozartiana Sonata K. 331.
En esta ocasión, el papel del piano es asumido por la orquesta de cuerdas, en una adaptación de V. Kissine en la que se sacrifica parte de la transparencia articulatoria y del contraste tímbrico genuinamente schubertianos, en una búsqueda de cierta homogeneidad globalizadora en la que el violín solista cede parte de su protagonismo.
Kremer plantea una versión básicamente intimista, en lo que parece una renuncia expresa al brillo virtuosístico tan presente en la obra original. Las dinámicas se reducen al filo de lo imperceptible, en una exposición contemplativa y ensimismadaque pone a prueba la capacidad de contención sonora de una orquesta que sigue a su líder hasta sus matices más recónditos. Palpable magnetismo el que el gran violinista letón ejerce sobre sus músicos y también sobre un público que se rinde ante cada una de sus actuaciones y que ayer se plasmó en una gran ovación que, en este caso, fue correspondida con una versión fascinante del bellísimo tango instrumental Oblivion, de Piazzola.
Foto: Felix Broede