CODALARIO, la Revista de Música Clásica

Opinión

'Elogio al fracaso'. Por Juan José Silguero

17 de agosto de 2017

ELOGIO AL FRACASO

La fe es la barca, pero solo los remos de la voluntad la llevan.

                     V. Alsar

He tenido suerte en la vida. Nada me fue fácil.

                    S. Freud

   Existe un mítico sistema de estudio ruso, cuyo origen realmente se remonta a la noche de los tiempos pianísticos, y cuya sola mención todavía genera un respetuoso silencio en los pasillos del Tchaikovsky, o en el Conservatorio Estatal de Odessa, o en la Escuela Central de Moscú, por ser aún bien recordados a ciertos pianistas legendarios –Richter, Gilels, Sofronitsky, Horowitz– que hicieron buen uso de él, con los resultados finales que todos conocemos.

   El sistema es sencillo, e irrevocable: se deja un puñado de monedas en el lado izquierdo del piano, junto al atril (¿cuántas concretamente? No importa; un puñado. Psicológicamente es mejor no saberlo), y se toca la obra en cuestión de arriba abajo, de un tirón y sin parar. Al terminar de tocar se pasa una moneda del lado izquierdo al lado derecho del atril. Entonces se toca la obra entera otra vez. En caso de hacerlo mejor que la primera se vuelve a pasar una moneda del lado izquierdo al lado derecho del atril.

   De no ser así, la moneda del lado derecho regresa de nuevo al lado izquierdo.

   El proceso se repite tantas veces como sea necesario, pero no concluye hasta que todas las monedas del lado izquierdo pasan al lado derecho del piano.

   No concluye de verdad.

   Una vez aceptado el reto no hay vuelta atrás. El pianista ha de llegar al final, con todas sus consecuencias.

   Tiene mucho de hipnótico, de fascinante, eso de “llegar al final con todas sus consecuencias”. Algo se instala en el ceño de quien se atreve a tomar semejante resolución; algo poderoso, inexorable…

   Y el mundo entero se aparta ante ese ceño.

   Los peores alumnos que he tenido nunca siempre fueron los más talentosos, aquellos que, en un principio, y aparentemente tan confiados como Terence Hill peleando al lado de Bud Spencer, parecían tenerlo todo más fácil que los demás. Estos alumnos nunca, o casi nunca, lograban desarrollar las armas verdaderamente determinantes: voluntad, sacrificio, constancia…

   Pero el motivo era sencillo: nunca se habían visto en la necesidad de hacerlo.

   Hasta que era demasiado tarde.

   Ni sé ni quiero saber qué es eso que tanto se dice en España de “llevar la música en la sangre”. Lo único que conozco a la hora de desarrollar un trabajo artístico de calidad (cualquier trabajo a decir verdad) es la perseverancia.

   El talento existe, por supuesto que existe, pero suele ser más bien un lastre, una adversidad más contra la que pelear.

   En cambio, hay una figura capaz de enfrentarse a todas las tormentas y salir siempre victorioso, pues la tormenta es su clima habitual: es el alumno del montón, el alumno mediocre.

   Tratad los talentosos de alcanzar el nivel de sacrificio de estos elegidos. Y envidiadlos, con razón, cuando no lo logréis. Vosotros llegasteis al mundo con armas poderosas; pero, a fuerza de no usarlas, éstas terminaron por perder su filo. Ellos, en cambio, se vieron obligados a forjarlas de nuevo en cada caída –esto es, a cada momento–, y así, terminaron no sólo por afilarlas, sino por hacerse diestros con ellas.

   Al cabo de un tiempo esas armas llegan a ser temibles.

   El alumno mediocre parece siempre un tanto contrariado, como el encuentro con un desconocido en el pasillo de una casa llena de gente; y comparece sobre el escenario como si estuviese rodeado de precipicios. Se pierde constantemente, y conoce los suburbios mejor que nadie. Pero, precisamente por eso, termina haciéndose experto en ese resignado hábito que, con la práctica, se convertirá en la mayor fuente de su poder: buscar el camino, hasta encontrarlo.

   Hay dos formas de encajar el fracaso, como hay dos formas de enfrentar el viento: una es encogerse; la otra es erguirse.

   Pero, para aprender a erguirse con verdadera dignidad, hay que haberse encogido previamente muchas veces.

   Tiene algo de consolador tocar fondo, no poder ir a peor, fracasar totalmente en aquello que, hasta entonces, sostenía nuestras más altas expectativas. La flexible y resistente rama de la conciencia es capaz de doblarse con inusitada tensión, pero llega un momento en que finalmente se rompe, y en el que, por fin, puedes descansar, pero, sobre todo, reflexionar. Realmente se trata de un lugar sublime, un punto de partida, nuevo e impoluto, sin estrenar, al que únicamente se accede a través del más oscuro y amargo de los senderos: el del fracaso.

   Y es posible ser dichoso en tan sombrío lugar.

   Pues existe un estadio aún más elevado que el de alcanzar los mayores deseos: saber que vas a alcanzarlos.

   El éxito, en cambio, que tantas veces se confunde con el mérito, no hace sino despistar al artista. Por eso es tan nocivo el elogio, sobre todo aquel que se dirige hacia los más jóvenes, tan necesitados de decepciones y fracasos. El elogio frena, paraliza al artista, quien corre siempre el peligro de ser convencido por los demás de que ya “está bien lo que hace”. Si “ya está bien lo que hace” no verá la necesidad de seguir trabajando; se sentirá satisfecho, saciado, igual que tras una opípara comida, y escuchará con atención todos esos elogios, sonriendo estúpidamente.

   No deja de ser curioso como funciona nuestra naturaleza en los casos contrarios, al menos en edades tempranas. Da la impresión de que nuestro subconsciente considerase de algún modo que aún es demasiado pronto para recibir fracasos, y tratase de protegernos. ¿Y cómo lo hace? Borrándolo de nuestra memoria; haciendo desaparecer los crueles detalles de aquello que con tanta saña hirió nuestro juvenil orgullo.

   Decía Stanislavski: “Si lo hallado satisface al artista éste se tranquiliza, se estabiliza e inmoviliza durmiéndose sobre los laureles conquistados; sus búsquedas cesan, y se frena la tendencia a ir hacia delante”.

   La representación del elogio es el aplauso. Su gloriosa apariencia distrae al artista, quien tiende a confundir lo “auténtico” con el consenso mayoritario. El público representa lo ordinario. Pero es que el artista aspira a representar lo extraordinario.

   El corazón del artista honesto se asemeja a un compartimento estanco que es inmune al elogio, su enemigo declarado por su falso parecido con la gloria. Su búsqueda constante e incansable de lo auténtico le impele a rechazar esa efímera y banal autocomplacencia que rezuma del aplauso del público –esa deslumbrante baratija–, entre otras cosas porque ya conoce el inefable aroma de lo sublime.

   Lo más irónico de todo es que esa actitud suele ser tomada frecuentemente por arrogancia, cuando no es más que la consecuencia de una lógica humildad (humildad de verdad; la otra no es sino otra forma de hipocresía); la misma que le lleva a considerar su necesidad de trabajar más y más cada día, íntimamente persuadido de que su desmedido trabajo siempre es escaso, así como a rechazar ese masivo consenso dirigido hacia su supuesta grandeza.

   Toda precaución es poca ante las garras del éxito.

   ¿Cuántos no se echaron a perder artísticamente con el éxito? Incontables. Solo entre los pianistas basta recordar a Zimerman, Kissin, Ashkenazy, Pogorelich, Van Cliburn… Todos ellos continuaron en la cima –y continúan, la mayoría, aún a día de hoy–, pero ninguno llegó nunca tan alto como apuntaba en un principio sino a expensas de su anterior éxito y sus antiguos “trucos de mago”, como rancios grandes señores mirando a través de los cristales del tiempo y viendo a otro disfrutar de su antigua mansión, de sus posesiones…

   Y luego están las excepciones, aquellos que, como el buen vino, siempre fueron a más y no a menos: los Richter, Gilels, Fischer, Michelangeli…

   Por supuesto, también entonces había Lang Langs y Yujas Wang en el mundo, liderando las listas de marketing y tocando La Campanella con las orejas. Pero, después de llenarse bien los bolsillos, desaparecieron para siempre, tal y como desaparecerán los Lang Lang y las Yuja Wang de ahora.

   Los otros, en cambio, se hicieron inmortales.

   (Dicho sea de paso: los chinos llevan ya muchos años ganando todos los concursos, y, consecuentemente, dominando el panorama concertístico mundial. Pero después siempre sucede lo mismo: se mantienen unos años, y luego desaparecen. ¿Por qué? Quizás porque el dominio del instrumento sin un trasfondo artístico no sirve absolutamente para nada; quizás porque el mejor de los medios resulta insignificante si no hay contenido…

   En cambio, ya es posible saber que la posteridad hablará de Trifonov.

   Es lo que tiene, entre otras cosas, llevar a las espaldas un legado artístico imponderable, y no solo pianístico.

   Cultura, lo llaman).

   Dinero y arte, aceite y agua. Lo uno condiciona, mancilla y, finalmente, destruye lo otro. El dinero encoge las aspiraciones del artista, que han de ser siempre desinteresadas, disipando la riqueza que habita en su inocencia, del mismo modo que la adolescente pierde la mayor parte de su encanto en el preciso momento en que se hace consciente de su belleza.

   Y la inocencia es esencial para un artista.

   Se es lo uno o lo otro. Los topos no saben nada de la luz del sol; están demasiado ocupados buscando larvas.

   En el mundo del arte, nadar y guardar la ropa es hundirse.

   Por todo esto, y mucho más, jóvenes artistas, recordad: abrazad vuestros fracasos con todas vuestras fuerzas; aferraos a ellos como si lo hicieseis a un salvavidas; no los dejéis escapar gratuitamente, no los olvidéis nunca…

   Pues ese es el material del que están hechos los sueños que se cumplen.

Juan José Silguero