Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 2-XI-2017, Teatro Real. La Favorite (Gaetano Donizetti). Javier Camarena (Fernand), Jamie Barton (Léonor de Guzman), Simone Piazzola (Alphonse XI), Simón Orfila (Balthasar), Marina Monzó (Inés), Antonio Lozano (Don Gaspar), Alejandro del Cerro (Un señor). Orquesta y Coro Titulares del Teatro Real. Director Musical: Daniel Oren. Versión concierto.
La colocación de la primera piedra del Teatro Real el día 23 de abril de 1818 sirve como soporte a estas celebraciones del “Bicentenario” del Teatro bajo cuyo auspicio se están desarrollando estas temporadas. Mucho más fidedigno es el vigésimo aniversario de la reapertura del teatro, especialmente para los que hemos vivido todo este periplo desde 1997 y ya en los años anteriores, cuando la temporada operística madrileña tenía lugar en el Teatro de La Zarzuela. En cada cola para obtener las entradas, en cada corrillo, en cada conversación, el tema “¿Cuándo abrirá por fin el Real?” estaba siempre presente.
Este aniversario se conmemora con una Gala, a la que finalmente no asistieron los Reyes de España, en la que se ofrecía en versión concierto La Favorite de Donizetti, ópera que en su versión italiana inauguró el Teatro Real allá por 1850 protagonizada por la gran diva de la época Marietta Alboni. La obra se interpretó en su versión original francesa, edición crítica a cargo de Rebecca Harris-Warrick, ballet incluido, con lo que recuperó su condición de Grand Opera, que en la italiana desaparecía para convertirse en un melodrama romántico italiano. Gaetano Donizetti estrenó tres óperas en París en 1840, a saber, Les Martyrs, revisión y adaptación a Grand Opera de Poliuto (ópera que fue prohibida por la censura napolitana y no se estrenó hasta 1848, ya fallecido el autor); La fille du regiment en la Opera-Comique y La Favorite -con un libreto de Alphone Royer y Gustave Vaëz y algunas intervenciones de Eugène Scribe-, también como Grand Opera en la Salle Le Pelletier de la Academia Real de Música (Opera de París). Es difícil encontrar una obra con unas fuentes más heterogéneas que La Favorite, cuya música se basa en un encargo anterior del Théâtre de la Renaissence de Paris, L’ange de Nisida, que no fructificó por la bancarrota de dicha compañía teatral, obra que a su vez procedía de otra composición incompleta, Adelaide, además de contar con música procedente de otras óperas como Pia de Tolomei. A este material, el bergamasco añadió una buena porción de música nueva y con esta amalgama, su talento volvió a emerger inmarcesible para, contra viento y marea, lograr una obra asumiblemente coherente, que traslada la acción a la Castilla del siglo XIV. Una magnífica ópera, con sus debilidades sí, con sus momentos de música banal, también, pero llena de páginas de la mejor inspiración melódica del genio de Bergamo, que también logra algún momento de esa fuerza teatral marca de la casa y que contiene una escritura vocal de altísimos vuelos, para cantantes excepcionales, claro está. Y excepcionales, cómo no, fueron los del estreno. El papel femenino, que en L’ange de Nisida estaba destinado a una soprano aguda, hubo de ser adaptado a la vocalidad de mezzosoprano de extenso registro de Rosine Stolz, a la sazón amante de Léon Pillet, director de la Opera de París en esos años. Por su parte, el mítico Gilbert Duprez encarnó por primera vez a Fernand, un papel que en su traducción italiana ha sido caballo de batalla de legendarios tenores que, por un lado certificaron que estamos ante una “ópera de tenor” y posibilitaron que La Favorita no desapareciera del repertorio durante un tiempo como sucedió con sus hermanas, a excepción de Lucia de Lammermooor, claro está. Gardoni, Mario, Masini, Tiberini, Gayarre, Fleta, Lázaro, Lauri-Volpi, Raimondi, Aragall, Pavarotti… y como no, el inolvidable maestro Alfredo Kraus que dejó la referencia absoluta en la interpretación del papel. En el cerebro y, sobretodo, el corazón de muchos aficionados madrileños, entre los que se encuentra el que suscribe, quedó enroscada para siempre su interpretación en el Teatro de la Zarzuela en 1992 junto a la gran Shirley Verrett.
De todos modos, es de lamentar que una ópera tan importante para la historia del Real, que además de ser la inaugural, sumó un total de 276 representaciones durante el siglo XIX –siempre en la versión italiana- a las que hay que sumar las 12 ofrecidas en la temporada 2002-2003 (en francés), se programe en sólo dos sesiones en versión concierto. Además, una de ellas restringida para el público, con lo que la sala presentó un aspecto semivacío, ya que sólo estuvieron pobladas las mejores zonas del teatro, pero el paraíso, que se sacó a la venta a precios desmesurados estaba, prácticamente, desértico, al igual que la mayoría de los palcos.
Entrando ya de lleno en la interpretación ofrecida, es justo destacar como se merece entre todo el elenco vocal, a la mezzosoprano estadounidense, natural del Estado de Georgia, Jamie Barton, que completó una magnífica Léonor. Voz ancha, carnosa, de generoso caudal, amplia, extensa y aterciopelada. También mórbida, de timbre atractivo e impecablemente colocada, homogénea y compacta. Asimismo, la cantante americana es una gran vocalista, posee una buena escuela de canto, domina el canto legato, las dinámicas y el estilo. De todo ello fue estupenda muestra su interpretación de la gran escena de Léonor en el acto Segundo “Oh, mon Fernand!” y la cabaletta subsiguiente en la que emitió un Do 5 como una casa, que llenó la sala del teatro y contribuyó a la celebración añadiendo a su historia uno de esos sonidos memorables que de cuando en cuando se escuchan en sala. Cierto es que a la mezzo norteamericana le falta algo de garra y temperamento, peccata minuta ante la magnífica prestación vocal que ofreció. Javier Camarena es un tenor demasiado liviano para el Fernand. Al centro le falta cuerpo, grano y al agudo, facilísimo, escanciado generosamente por el tenor mejicano, un punto de giro y de penetración tímbrica. El canto esmerado, en estilo, como pudo apreciarse en sus dos espléndidas arias, especialmente la legendaria “Ange si pur” (“Spirto gentil” en la versión italiana, que es la que todos nos hemos “aprendido”, un aria que proviene de la ópera “Il duc d’Alba”), aunque el fraseo, presidido por un indudable buen gusto, carece de especial fantasía y de elegancia. La expresión sincera, si bien quedó algo desvaída, en parte también por la falta de consistencia vocal, en los momentos de canto encendido, vibrante, de su enfrentamiento con el Rey en el acto tercero, cuando descubre la traición y hasta burla a que ha sido sometido. Alphonse XI es un papel que rezuma nobleza regia y expresión áulica por los cuatro costados, aunque también sensualidad, ironía, incontrolable debilidad por el género femenino y buenas dosis de corrupción en el ejercicio del poder. Esta escritura vocal elegantísima, destinada al gran Paul Barroilhet, primer intérprete de la parte en el estreno parisino, encontró en el barítono veronés Simone Piazzola un cantante de cuidada línea de canto, buen sentido del legato, aunque todo ello empañado por un timbre opaco y de emisión retrasada, sin liberar. Una pena, porque delineó la bellísima aria “Léonor! viens” (“Vien Leonora”) con mucho gusto y un fraseo distinguido, al igual que en la espléndida e irónica “Pour tant d’amour” (“A tanto amor”) en la que el Monarca destina a su propia amante, su favorita, como esposa a Fernand en pago a sus méritos en el campo de batalla.
Simón Orfila como Balthasar demostró una vez más, que ni es bajo, ni un dechado de refinamiento, pero sí un cantante fiable y competente con esa voz sonora, que corre siempre franca por el teatro. En el papel de Inés, secundario, pero que cuenta con un aria y participación en concertantes, compareció la radiante juventud de Marina Monzó, como una especie de esplendorosa princesa venida de un cuento de hadas, para lo que se aliaron en perfecta armonía, su deslumbrante presencia escénica, su timbre fresco, tenue, frágil y aniñado, así como su canto aseado y vaporoso. Antonio Lozano aprovechó convenientemente las frases de Don Gaspar, mientras Alejandro del Cerro cumplió en su breve cometido. A buen nivel, muy centrado, el coro. Daniel Oren, con todos sus excesos, sus saltos en el podio, su gesto extravagante, impulsivo y enérgico, demostró su oficio, conocimiento de este repertorio y categoría como director de foso, con una dirección vibrante, contrastada y teatral, que si no destacó por su refinamiento, sí por su sabiduría en la concertación (espléndidamente balanceados y con la debida progresión los concertantes de los actos segundo y tercero) y su primoroso acompañamiento al canto.