CODALARIO, la Revista de Música Clásica

Críticas 2017

Crítica: 'Il Trittico' pucciniano en la Bayerische Staatsoper

22 de diciembre de 2017

LA MUERTE COMO ELEMENTO COMÚN

   Por Raúl Chamorro Mena
   Munich. 17-XII-2017. Teatro Nacional-Opera Estatal de Baviera. Il Trittico (Giacomo Puccini). Il Tabarro. Eva-Maria Westbroek (Giorgetta), Yonghoon Lee (Luigi), Wolfgang Koch (Michele), Claudia Mahnke (La Frugola), Martin Snell (Il Talpa), Kevin Conners (Il Tinca). Suor Angelica. Ermonela Jaho (Suor Angelica), Michaela Schuster (La Zia Principessa), Claudia Mahnke (Abadesa). Gianni Schicchi. Ambrogio Maestri (Gianni Schicchi), Rosa Feola (Lauretta), Pavol Breslik (Rinuccio), Michaela Schuster (Zita), Martin Snell (Simone), Dean Power (Gherardo), Christian Rieger (Betto di Signa), Selene Zanetti (Nella). Coro y coro de niños de la Opera Estatal de Baviera. Orquesta de la Opera Estatal de Baviera. Director Musical: Kirill Petrenko. Director de escena: Lotte de Beer.

   En una reunión del "Club La Bohéme",  especie de peña formada por Puccini y sus amigotes como apoteósis del buen comer, mejor beber y de su afición por el juego y la caza, en la que se debatía sobre el nombre más apropiado para el conjunto de las tres operitas compuestas por el Maestro para ofrecerse en una sola velada, se llegó a la conclusión que la muerte era el elemento común a las tres obras, en principio completamente distintas. El asesinato en Il Tabarro, el suicidio en Suor Angelica y el tránsito después del fallecimiento (en clave de farsa) en Gianni Schicchi. Vista la premiére de esta nueva producción de Il Trittico en la Ópera Estatal de Baviera, ese hilo conductor parece ser el adoptado por la misma. Sabido es que Puccini quería que se representara siempre Il Trittico como tal, sin separar sus obras, pero ya en vida no pudo evitar que se hiciera y de hecho, es habitual verlas representadas sueltas acompañadas de las más diversas composiciones. Sin embargo, ese contraste entre las tres creaciones constituye el fundamento de que se ofrezcan juntas tal y como quería el autor. La desesperanza, la insatisfacción, la tragedía en la obra que más claramente se asocia al movimiento llamado verista, la encontramos en Il Tabarro. La redención (un asunto muy Wagneriano que  Puccini ya había tratado en La Fanciulla del West y volvería a hacerlo en Turandot, aunque sin poder culminarlo por su fallecimiento) en Suor Angelica. La tradición de la ópera buffa, fundamental en la ópera italiana, en Gianni Schicchi. El montaje intenta exponer ese hilo conductor de las tres obras, pues nada más abrirse el telón vemos ya la muerte, un entierro, dos ataúdes, uno de un niño que arrancan de los brazos de Giorgetta, sin duda ese hijo que perdió terminando con ello, el único aliciente de un matrimonio desequilibrado en edad, carácter e inquietudes. Las tres óperas comparten también como marco escenográfico una especie de túnel o corredor con elementos giratorios y que parece llevar al destino inexorable que comparten las tres obras. Al mismo tiempo, Kirill Petrenko, titular de la casa ya por poco tiempo, toda vez que el próximo año se hará cargo de la titularidad de la Orquesta Filarmónica de Berlín, es capaz, en su magnífica labor, de, combinar una visión global de la creación pucciniana, pero al mismo tiempo, diferenciar, contrastar, impecablemente las tres operas. Y todo ello con un gran sentido del mando y control al frente de una orquesta que sonó esplendorosamente, totalmente motivada y entregada a su titular, exponiendo de manera primorosa la magistral orquestación pucciniana. Colaborador, asimismo, con los cantantes a los que dio todas las entradas. El que suscribe lamenta, que con esta importantísima titularidad que asumirá,  ya sólo podremos verle de tarde en tarde dirigiendo ópera.

   En Il Tabarro, que como ya se ha indicado, comienza con la presencia de la muerte y el túnel muestra un fondo oscuro, negro, sin salida, como ocurre con los protagonistas. La orquesta ambienta ese mundo desesperanzado y sin horizontes, tanto del matrimonio de Giorgetta y Michele, como de los trabajadores que agotados, sudorosos, cargan y descargan por una misera compensación. La joven esposa casada con un hombre que le dobla la edad, a la sazón el dueño del barco y patrón de los trabajadores, arde en su pasión por uno de ellos, Luigi. “Come è difficile esser felici!” exclama ella, una frase tremenda que simboliza muy bien esta obra y quizás muchas cosas más y que en la voz de Eva Marie Westbroek sonó contundente, con todo su significado, como sin duda lo haría allá por 1918 en el MET en la voz de la legendaria Claudia Muzio, intérprete de Giorgetta en el estreno. La soprano holandesa siempre intensa, siempre gran artista, muy creíble dramáticamente en su encarnación de esta mujer insatisfecha que busca una salida a la insatisfacción, pero, sin embargo, mostró algunos síntomas de decadencia vocal. El centro, carnoso y atractivo como siempre, pero en la zona alta el sonido se abre, además de concurrir un vibrato cada vez más perceptible y sin controlar. El coreano Yonghon Lee, voz tenoril de cierto fuste, aunque nada seductora tímbricamente, se enfrentó al muy exigente papel de Luigi con valentía y arrestos, pero, al mismo tiempo, buscando, sin duda guiado por la batuta, dotar de  intención a su fraseo, además de modular, apianar y contrastar, aunque sus condiciones técnicas no dan para muchos logros y sus modos resultaron más bien rudos. El agudo es fácil, pero tiene más timbre que squillo, además de resultar un tanto estentóreo. Wolfgang Koch pareció claramente el más penalizado al enfrentarse al canto italiano. Escasamente idiomático, con un timbre ingrato y nasal, mate, desigual de emisión, tuvo problemas en la grandiosa frase “Resta vicino a me, la notte è bella” de ese hermosísimo dúo en que Michele intenta recuperar el cariño de su esposa recordando los pocos momentos felices y sobretodo ese hijo común fallecido. Las buenas dotes caracterizadoras de Koch no le fallaron a la hora de salvar su Michele en la faceta interpretativa, que culminó con un vehemente monólogo “Nulla, silenzio” y un convenientemente brutal asesinato posterior de Luigi. Claudia Mahnke completó una apreciable Frugola con un material compacto y sonoro e igualmente fue una abadesa de nivel en Suor Angelica, además de difrenciar bien ambos personajes tan distintos.

   Esta segunda operita del Trittico se interpretó inmediatamente después de la conclusión de Il Tabarro, sin siquiera espacio para los aplausos, pues el montaje pretendía ligar las dos óperas más dramáticas. Giacomo Puccini amaba especialmente Suor Angelica, esta historia de redención que el Maestro preestrenó de manera muy especial en el convento de Vicopelago en el que era en esos momentos camarlenga Sor Maria Enrichetta (Iginia Puccini, una de sus hermanas). Petrenko nos introduce con mano maestra en el convento, desaparece la densidad orquestal de Il Tabarro, reina la transparencia, las límpidas texturas y el colorido de impronta debussyana. Suor Angelica es una de esas criaturas femeninas puccinianas para la historia, que cautivan, que conmueven, que llegan al corazón. En el estreno neoyorkino de 1918, la mítica Geraldine Farrar encarnó a esta mujer de rica familia que lleva recluida 7 años en el convento como castigo por haber tenido un hijo de forma “irregular” es decir, soltera. Todo ese ambiente tranquilo y sereno del convento se altera con la llegada de la “Zia Principessa” que se hizo cargo de los hijos de su hermana al fallecer, entre ellos la protagonista, y viene a obtener su firma en la división del patrimonio hereditario, ya que la hermana pequeña, Anna Viola, contrae matrimonio. La batuta de Petrenko nos expone perfectamente ese cambio dramático, esa subida de intensidad, a lo que se une la aparición imponente de Michaela Schuster, implacable, severísima, rechaza que su sobrina se le acerque, la mira con desprecio y le recuerda que para ella el convento es un lugar de “penitencia”. La soprano albanesa Ermonela Jaho, siempre intensa y entregada, la replica y se enfrenta a ella “Sorella di mia madre, voi siete inesorabile!”. Su desliz no merece perdón, la piedad y la compasión, base de la doctrina cristiana, ceden ante el castigo y la expiación: Una despiadada Schuster le grita al oido “Espiare! Espiare!” y remata la faena informándole de forma cruel de la muerte de su hijo, alcanzándose con ello un clímax de irresistible conmoción. Suor Angelica se derrumba en llanto, pero en ese momento, un pequeño gesto de piedad por parte de la Zia principessa, que acaricia el pelo de su sobrina. Es algo efímero, toda vez que, después de comprobar que no hay nadie alrededor agarra la mano de Suor Angelica con la pluma y firma el documento. A continuación, la Jaho cantó con su acreditada sensibilidad “Senza mamma”, aria genial, propia de la más alta inspiración pucciniana, pero ya desde “Senza mamma bimbo tu sei morto” se pusieron de relieve las limitaciones de la voz de la soprano albanesa, falta de carne, de redondez, sin timbre, en un ataque a media voz, que resulta, lástima, apenas audible. En el tremendo final en el que la protagonista consigue la redención y el perdón de la virgen a pesar de suicidarse y cometer con ello, pecado mortal, unos agudos más bien ácidos no impiden que se imponga la convicción dramática e intensidad sin tasa con la que Jaho llega a esa conclusión en la que, en este montaje, aparece la Zia Principessa, en lugar de la Madonna, con su hijo.

   Gaetano Donizetti había dejado con el Don Pasquale la última gran ópera buffa del repertorio italiano. Sin embargo, Verdi no quiso despedirse sin dejar una gran obra cómica (su único intento anterior Un Giorno di regno, su segunda ópera, se había saldado con un fracaso) y legó Falstaff a la posteridad. Pues bien, quien fue sucesor en el trono de la ópera italiana cerró el círculo con una obra maestra del calibre de Gianni Schicchi, aunque detrás de su tono buffo y de farsa, esconde mucha melancolía y no poca amargura. Esa avaricia desmesurada de los parientes de Buoso Donati, cuya muerte lloran de forma tan falsa como ridículamente aparatosa y que están dispuestos a todo porque su herencia no termine en manos de los monjes. Gianni Schicchi, que fue un personaje real de la Florencia del siglo XIII y que Dante condena al infierno en la Divina Comedia por su habilidad en suplantar personas y en urdir enjuagues, les ayudará, aunque los odia, pero lo hará por su amada hija Lauretta, que se lo suplica para poder casarse con su amado Rinuccio, sobrino de una de las parientes más ruines, Zita, aquí de nuevo Michaela Schuster, espléndida también en el registro cómico. Puccini deja fuera a los dos jóvenes de todo el entramado, salva la pureza de su amor juvenil, por encima de las maquinaciones y engaños de los adultos. Si en Il Tabarro el público había visto como una parte del túnel o galería que enmarcaba la escenografía giraba al final con el cadáver de Luigi que quedaba suspendido desde arriba, en este caso la cama con el cadáver de Buoso hacía lo propio quedando ambas frente a frente una arriba y otra abajo, lo que provocó la hilaridad del público.

   La vis cómica de Ambrogio Maestri, el Falstaff de los últimos años, su rotunda presencia escénica, sus tablas, su idiomatismo, compensaron sin duda, sus deficiencias vocales. Impostación irregular, sonidos retrasados, engolados, otros abiertos, exceso de portamenti… El fabuloso cantabile “Addio Firenze, addio cielo divino” dejó al descubierto todo ello. Pavol Breslik, tenor indudablemente musical, fue un insuficiente Rinuccio, demasiado ligero, falto de volumen y de squillo, con unos agudos romos, resultando engullido en muchos momentos por la orquesta en su espléndido solo “Firenze è come un albero fiorito". Rosa Feola, sin duda transmitió frescura juvenil en su Lauretta, tanto en lo vocal como en lo escénico, pero su interpretación de una pieza tan emblemática como “Oh mio babbino caro” (que gran parte del público del Teatro nacional de Munich tarareó desde los primeros acordes) fue más bien discreta. Interesantes el material y modos canoros que mostró su compratiota Selene Zanetti como Nella. Una justa mención al Simone de Martin Snell, que ya había encarnado adecuadamente Il Talpa en Il Tabarro. Dirección ágil y chispeante por parte de Kirill Petrenko, con una orquesta que continuó sonando espléndidamente y con una impecable organización y concertación, aunque faltando quizás, un punto de espontaneidad, comprensible porque seguramente sea su primera aproximación al mundo cómico. Ágil también el montaje, con un vestuario renacentista espléndido, pura explosión de color, y una dirección escénica dinámica y detallista en un final en que aparecen sobre el escenario los personajes de las demás obras. Gran éxito con ovaciones para todos, incluidos los responsables de la puesta en escena, aunque especialmente cálidas para Ermonela Jaho, Michaela Schuster, Ambrogio Maestri y encendidas para Kirill Petrenko y la orquesta.

Fotografía [Gianni Schicchi, Il Tabarro, Suor Angelica]: Bayerische Staatsoper.

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