La Voz de Asturias (Martes/16/11/11)
"PORROFLAUTA" MÁGICA
El tercer título de la actual Temporada de Ópera de Oviedo ha vuelto a defraudar, por culpa de una puesta en escena de Olivia Fuchs fuera de lugar, que desvirtuó por completo la obra de Mozart transformándola en una ingenua y superficial fantasía pueril, una más que discreta versión musical de la Oviedo Filarmonía, en manos de un director solvente pero muy poco acertado, y un reparto cumplidor que, a pesar de no hacerlo mal, fue incapaz de levantar una producción que, desde el primer minuto, resultó lamentable en su concepto.
Independientemente de que "La flauta mágica" sea una fábula, la intencionalidad de Schikaneder y Mozart al trasladar a su argumento alguna de las principales ideas masónicas resulta fundamental. Sólo a partir de esta perspectiva se puede encauzar bien la obra. Incluso el gran director húngaro Georg Solti reconoció en su día que no fue hasta muy tarde cuando comprendió las connotaciones simbólicas de una ópera en la que cada personaje cumple una función muy clara. Sarastro representa directamente a los masones, una especie de sociedad secreta, formada por una élite intelectual que, con sus mecanismos dialécticos en búsqueda de la verdad y su cuidadosa selección de candidatos, se separa de la "vulgaridad" intelectual reinante, incapaz de acceder a su grado de sabiduría. Papageno es lo contrario, el pobre se conforma con una cerveza pudiendo "tener el cielo", como quien, conformándose con Fuch, podría haber tenido a Emilio Sagi, por ejemplo. "Hay mucha gente igual que yo", replica Papageno, amparándose en la masa para justificar su relajo intelectual, como si el hecho de que muchas personas digan lo mismo conlleve obligatoriamente que estén acertados. Pero Olivia Fuchs transforma la fábula con fuerte carga ideológica de Mozart en una simpleza carente de inspiración, como queriendo recordar el estilo de "Alicia en el país de las maravillas", en la que lo absurdo manda. Incluso viste a Pamina de azul, como la propia Alicia. Para la directora de escena, Papageno, el pajarero, es nada menos que un punk, vestido con falda escocesa, que fuma porros y que anda en bicicleta, para incomodidad de Joan Martín-Royo, que tuvo que interpretar su aria inicial con poco aliento y sin acertar ni por asomo con el conocido motivo de su flauta de pan. Y este es otro problema de la producción, que por fijarse demasiado en sus excentricidades escénicas, descuida la música. La elección de los paraguas resulta arbitraria y, estéticamente, poco afortunada. En la producción, la serpiente simplemente desapareció y, en su lugar, se introdujo una gran tela que tampoco funcionó.
Además, las tres damas se convierten por arte de Fuchs en tres auténticas castigadoras sexuales que incluso someten al pobre Papageno, quien todavía debe estar alucinado ante la situación, como lo estamos nosotros. De la caracterización de Tamino es mejor no hablar; sólo decir que lo que debería haber sido un príncipe se mostró en vaqueros, camisa de discutible gusto y playeros. Este fue el otro aspecto negativo de la producción: la falta de unidad y criterio en el vestuario, que además fue muy poco vistoso. Por último está el movimiento escénico, molesto para los cantantes e incluso peligroso, al introducir elementos de fuego que tampoco lograron dilatar la pupila. Otro aspecto poco agradable fue la versión musical. La Oviedo Filarmonía debería hacer una reflexión profunda sobre si su nivel artístico está en ocasiones a la altura del foso del Campoamor, porque el conjunto ovetense ya se está convirtiendo en un problema para más de un director. La orquesta no sonó bien, desde el principio hasta el final de una función en la que fue fácil encontrar desafinaciones y falta de temple en numerosos fragmentos, por no hablar de la poco afortunada sonoridad de los primeros violines, incapaces de ofrecer la más mínima calidez sonora en los momentos más líricos. Aun con estos mimbres, Paul Goodwin podría haberse mostrado más exigente con el conjunto, pero no parecía tener una visión clara de la obra, dando la impresión de conformarse con escasas pinceladas de buen gusto, en un contexto musical en el que el estilo mozartiano no existió. A su versión le faltó carácter, profundidad de estilo, contraste dinámico y un sentido del acompañamiento más meditado.
Lo mejor de la noche fue la prestación de un reparto que, sin ser de altura, resultó solvente. Gustó el trabajo de Íride Martínez como Reina de la Noche, aunque no siempre su afinación y fraseo estuvieran a la altura de su prestigio. A José Luis Sola le vino algo grande el papel de Tamino, pero lo resolvió con seguridad, no siendo el tipo de tenor ideal para el rol. Joan Martín-Royo fue uno de los más aplaudidos, seguramente más por su trabajo escénico, que resultó gracioso, que por su calidad interpretativa, que resultó solvente. Sus problemas con la flauta de pan afearon mucho su primera intervención. Valentina Fargas interpretó a una Pamina refinada y sentida. Sin grandes alardes pero con cierto tino. Por su parte, Kenneth Kellogg impresionó más por su presencia escénica que por su línea de canto, garante y coherente, pero un tanto débil donde más falta hacía: en el registro más grave. María José Suárez fue la que mejor cantó de las tres damas. Gustó el trabajo de Iván García como Orador, y el de Itziar de Unda como Papagena. También lo hizo muy bien Mikeldi Atxalandabaso, que realizó una notable caracterización de Monostatos. El resto del reparto se movió dentro de la corrección. Pero una vez más, quienes mejor lo hicieron cantando fueron los componentes del Coro de la Ópera, que ofrecieron una participación de gran altura y un final de obra de verdadera impresión. En escena estuvieron soberbios.
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