Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. Gran Teatro del Liceo. 7-VI-2018. Giacomo Puccini: Manon Lescaut. Liudmyla Monastyrska (Manon Lescaut), David Bižić (Lescaut), Gregory Kunde (Renato Des Grieux), Carlos Chausson (Geronte di Ravoir), Mikeldi Atxalandabaso (Edmondo), Marc Pujol (Hostalero), Carol García (Un músico), José Manuel Zapata (Maestro de baile), Michael Borth (Un sargento), David Sánchez (Un comandante), Jordi Casanova (Un farolero), Albert Muntanyola (Renato Des Grieux de mayor). Orquesta Sinfónica del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: Emmanuel Villaume. Dirección escénica: Davide Livermore.
Antes de que la orquesta empiece a tocar, se alza el telón y vemos a dos hombres en un escenario que representa la antigua aduana de Ellis Island hacia 1954, islote situado en el puerto de Nueva York célebre por haber sido durante más de seis décadas el principal filtro del enorme flujo de inmigrantes que desde Europa llegaban al Nuevo Mundo persiguiendo la promesa de una vida mejor. Una promesa que, como es bien sabido, fue a menudo defraudada precisamente en la aduana de Ellis Island, desde donde muchos inmigrantes, tras largos procesos burocráticos, no tuvieron más alternativa que la de abandonar el país de las barras y estrellas sin ser aceptados.
¿Qué tiene esto que ver con Manon Lescaut? Absolutamente nada, más allá de que el director de escena, Davide Livermore, aprovecha que el Pisuerga pasa por Valladolid, puesto que, como a nadie escapa, los jóvenes amantes protagonistas de la ópera de Puccini, Manon y Renato Des Grieux, efectivamente llegan a América en barco desde su Francia natal. Ahora bien, en absoluto son inmigrantes, sino deportados, o dicho con mayor precisión, Manon es deportada como condena por su adulterio y su enamorado Des Grieux decide acompañarla. Así, los dos amantes terminan trágicamente sus días allende los mares, en un supuesto desierto de Louisiana que Puccini y sus libretistas inventaron como cronotopo de la desolación de los deportados. Sin embargo, Livermore se acoge a la circunstancialidad del periplo transoceánico de los dos protagonistas de la ópera de Puccini para trasladar la acción –según el libreto y la propia obra original del abate Prévost, ambientada en el siglo XVIII– hasta finales del siglo XIX. Al hilo de esta transposición temporal, el primer acto acontece en una estación de ferrocarril, en lugar de en la hostería indicada en el libreto, lo que propicia que Des Grieux y Manon no huyan en un coche de caballos, ni siquiera como pasajeros de un tren, sino al mando de una locomotora de vapor, en una escena de una inverosimilitud un tanto risible. Sin embargo, al margen de este detalle anecdótico, el traslado de época propuesto por Livermore conlleva, en términos más significativos, que Manon y Des Grieux no lleguen a Louisiana, sino a la mencionada aduana de Ellis Island. Mediante esta premisa, Livermore pretende enarbolar, en un supuesto alarde de perspicacia, una denuncia del drama social de las migraciones masivas, un drama que, ciertamente, persiste en nuestros días con una intensidad lacerante, para mayor oprobio de nuestros gobernantes y detentores de poder. Sin embargo, en este aspecto la aportación de Livermore a la ópera de Puccini es más bien nula, en la medida en que es completamente gratuita, aunque le permita, eso sí, presentarse como alguien “comprometido” con la realidad de su tiempo.
En resumidas cuentas, nunca la figura del intelectual comprometido social y políticamente que Émile Zola legó a la posteridad –y que, por cierto, a estas alturas ya ha sido objeto de numerosas revisiones– fue tan fatuamente invocada, tan descaradamente reducida a una mera impostura como lo es por parte de tantos directores de escena operísticos.
Recuperemos ahora a los dos hombres del principio, quienes entablan una breve conversación. Uno parece ser un empleado de la aduana. El otro es un hombre provecto de melena plateada, cuyo rostro semeja al de Jason Robards en alguno de sus espléndidos papeles de madurez. Este hombre, enfundado, por lo demás, en un traje blanco que remite sorprendentemente al aspecto acicalado de un terrateniente tejano, no es otro que Renato Des Grieux, quien ha vuelto a Ellis Island acaso para redimir el dolor por la muerte de Manon en sus brazos en ese mismo lugar. He ahí quizás el único hallazgo reconocible en la producción de Livermore: mediante este prólogo, el director de escena convierte toda la ópera en un flashback, y no solo eso, sino que ese Des Grieux anciano permanecerá en todo momento presente en escena, como espectador de los acontecimientos que tanto tiempo protagonizó, talmente como el profesor Isak Borg en el filme Fresas salvajes, de Ingmar Bergman. Así, justo es reconocer que este recurso escénico, pese a su gratuidad, no careció de efectividad, pues en el contexto de una función que musicalmente –como veremos a continuación– fue más bien tibia, aportó, gracias también al buen trabajo del actor Albert Muntanyola en la piel de este Des Grieux mayor, un estimable grado de sugestión dramática.
En una ópera como Manon Lescaut, el protagonismo es indiscutiblemente cosa de dos y, en consecuencia, el gran aliciente de la función liceísta del pasado jueves eran los dos cantantes encargados de dar vida a Manon y a Des Grieux, respectivamente, la soprano Liudmyla Monastyrska y el tenor Gregory Kunde. La soprano ucraniana, por su parte, volvía al Liceu tras su debut en el coliseo barcelonés en 2015, en una versión en concierto de la verdiana I due Foscari, al lado de Plácido Domingo. En aquella ocasión, Monastyrska presentó las credenciales de una voz enormemente caudalosa, de proyección incólume y no exenta de la ductilidad necesaria para los roles verdianos tempranos, tan herederos de las directrices belcantistas, si bien en términos interpretativos la soprano se mostró hierática. Algo, esto último, que en el contexto de un concierto puede incluso soslayarse, pero que en el marco de una representación se convierte en un defecto notable, y especialmente cuando se aborda un personaje como el de la Manon pucciniana, en cuya personalidad confluye un abanico de matices expresivos que van desde la coquetería mundana de la joven obnubilada por las joyas y la opulencia que Geronte le proporciona hasta la rebelión desesperada contra su trágico destino en el acto IV, y pasando por la sensualidad arrebatadora que cifra su amor por Des Grieux. Y es que Monastyrska no acertó a dar relieve a ninguno de estos atributos característicos de su rol, conformando una interpretación plana, anodina, ya no solo en el aspecto dramático, sino también en el vocal. Como en su debut liceísta, la soprano mostró una voz recia, de proyección imponente, si bien menos homogénea que en aquella ocasión y con un vibrato poco ortodoxo en ciertas ascensiones al agudo. El timbre, sin ser feo, no es particularmente bello, sino más bien algo tosco, lo cual no ayudó a hacer creíble el personaje, especialmente en el acto II, en el que su interpretación de “In quelle trine morbide” halló una reacción justamente fría por parte del público. Cierto es que tampoco la propia escenografía de este segundo acto ayudó a crear un aire de refinamiento, pues Livermore convirtió la casa del noble Geronte en algo que más bien parecía un lupanar decadente, en cuanto a aspecto y concurrencia.
Asimismo, y como era previsible, en los enardecidos dúos con Des Grieux, la soprano ucraniana adoleció de falta de calidez e implicación dramática, mientras que ya en el acto IV, su interpretación de “Sola, perduta, abbandonata” fue tan vocalmente contundente como carente de alma, lo que nos lleva a concluir que Monastyrska es una cantante con un instrumento privilegiado, pero desprovista de entidad dramática. Algo que los roles femeninos de Puccini no toleran.
Más esperado era, sin embargo, el desempeño de Gregory Kunde en el personaje de Des Grieux, un rol que, en opinión de quien escribe estas líneas, es todavía más privilegiado por la inspiración pucciniana que el de Manon. Las tres intervenciones solistas, los dúos con Manon y numerosas frases llenas de enjundia convierten este rol en una oportunidad como pocas para el absoluto lucimiento vocal y dramático de un tenor spinto, si bien a costa de asumir el reto de una dificultad nada desdeñable. Por su parte, cabe decir que el tenor norteamericano resolvió la papeleta con dignidad, pero quedó lejos de sacar verdadero provecho del rol. En primera instancia, no le ayudó el hecho de meterse en la piel de un joven estudiante con el aspecto de sus sesenta y cuatro años ya cumplidos, por bien que los lleve, aunque lo verdaderamente decisivo aquí es que esa edad más que respetable se deja notar en una voz que en los últimos años está perdiendo progresivamente su esmalte.
Si bien cabe aplaudir la audacia que Kunde ha mostrado al apostar el otoño de su carrera en asumir buena parte de los roles de tenor spinto e incluso dramático, es decir, situándose a las antípodas de aquel repertorio belcantista y rossiniano que había definido su carrera desde los inicios, lo cierto es que a estas alturas las consecuencias de esa apuesta arriesgada se hacen notar en una voz notablemente mermada. En consecuencia, Kunde mostró en el primer acto un instrumento poco timbrado, algo sordo en el registro central y grave, así como una proyección insuficiente. Poco lucidas fueron sus dos intervenciones solistas en este acto, “Tra voi Belle” y “Donna non vidi mai”, e incluso en la frase final de esta última, tras el agudo, se le rompió levemente la voz, en un accidente que, por otra parte, no revistió mayor importancia, pero que sí dio cuenta acaso de una voz un tanto fría aún. Ya en el segundo acto, el tenor norteamericano mejoró sus prestaciones con una emisión más sólida que contribuyó a exhibir un timbre notablemente más atractivo y una proyección claramente superior. Así, en el dúo con Manon ofreció Kunde sus mejores intervenciones, fruto de una entrega vocal siempre estimable, pues, efectivamente, al tenor de Illinois se le pueden achacar varias cosas, pero en ningún caso una actitud conservadora. Ya en el tercer acto, su interpretación del desesperado y comprometido “Guardate, pazzo son” fue correcta, pero no vibrante, merced a una voz que en esta parte evidenció nuevamente un cierto desgaste, con un timbre más mate y un agudo seguro pero falto, en este caso, de squillo.
En el aspecto teatral, justo es reconocer que Kunde mostró una implicación mucho mayor que la de su partenaire. Sin embargo, y debido en buena parte a la mencionada edad del cantante, esta implicación no fue suficiente para dar buena cuenta de la entusiasta e impetuosa juventud del personaje de Des Grieux. Y es que, pese a lo admirable de afrontar a esa edad un rol como este, lo cierto es que en la valoración final del desempeño de Kunde cabe preguntarse si es necesario que el tenor siga tensando la cuerda en papeles tan comprometidos que, más allá de algunas virtudes, no hacen sino evidenciar una declinación vocal.
El resto de los personajes de Manon Lescaut tienen una relevancia musical y dramática secundaria y cabe decir que, en términos generales, fueron interpretados con corrección. El barítono serbio David Bižić encarnó a Lescaut, el hermano de Manon, con una voz de timbre un tanto insulso y una proyección escasa. Por otro lado, fue un privilegio contar con Carlos Chausson para dar vida a Geronte. El bajo-barítono aragonés es siempre una garantía de profesionalidad y buen hacer. Pese a la longevidad de su trayectoria profesional, Chausson conserva en su voz la robustez, la rotundidad, la nobleza del timbre y la notable proyección que siempre le fueron características. Además, el cantante zaragozano es una personalidad escénica de primer orden, capaz siempre, como demostró el pasado jueves, de dar el máximo relieve a sus personajes, por secundarios que sean.
El tenor Mikeldi Atxalandabaso se hizo cargo del Edmondo, un rol breve, pero con cierta vistosidad que el cantante vasco no desaprovechó, mientras que dentro de los cauces de la corrección permaneció el desempeño de Marc Pujol, Carol García, José Manuel Zapata, Michael Borth, David Sánchez y Jordi Casanova para con los demás personajes comprimarios.
En el plano orquestal, el director francés Emmanuel Villaume, quien debutaba en el coliseo barcelonés, obtuvo una buena respuesta de la formación sinfónica del Liceu, firmando una lectura de la partitura de considerable relieve, atenta a los matices tímbricos y expresivos de la escritura pucciniana, lo cual ya es destacable, en la medida en que son tristemente acostumbradas las interpretaciones orquestalmente rutinarias de las óperas del compositor de Lucca. El buen trabajo del director y la orquesta halló su máxima expresión en una interpretación notablemente bella del célebre intermezzo, inexplicablemente ejecutado, por cierto, entre el acto III y el IV, en lugar de entre el II y el III.
En contraste con la labor orquestal, el coro del Gran Teatre del Liceu estuvo deslucido en las intervenciones notorias que le depara el primer acto de la ópera. La formación dirigida por Conxita Garcia no pasa por un buen momento y evidenció indiscretos problemas en el aspecto concertante.
El público reaccionó sin demasiado entusiasmo ante esta Manon Lescaut que, en general, discurrió sin suscitar verdadero interés, merced, sobre todo, a las mencionadas insuficiencias de distinta índole de la pareja protagonista, lo cual no hizo sino evidenciar nuevamente la actual orfandad de cantantes realmente dotados para hacer frente a este tipo de repertorio operístico. En fin, una nueva producción pucciniana que difícilmente hallará un lugar en la memoria.
Foto: A. Bofill