CODALARIO, la Revista de Música Clásica

Críticas 2018

Crítica: Daniel Oren dirige 'Lucia di Lammermoor' de Donizetti en el Teatro Real, con Javier Camarena y Lisette Oropesa

30 de junio de 2018

La Lucia de nunca acabar

   Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 28-VI-2018, Teatro Real. Lucia di Lammermoor (Gaetano Donizetti), Lisette Oropesa (Miss Lucia Ashton), Javier Camarena (Edgardo di Ravenswood), Artur Rucinski (Lord Enrico Ashton), Roberto Tagliavini (Raimondo Bidebent), Yijie Shi (Lord Arturo Bucklaw), Marina Pinchuk (Alisa), Alejandro del Cerro (Normanno). Orquesta y Coro titulares del Teatro Real. Dirección musical: Daniel Oren. Dirección de escena: David Alden.

   El destino quiso que ese monumento al melodrama romántico italiano que es Lucia di Lammermoor supusiera, asimismo, una especie de símbolo del reinado en solitario de Gaetano Donizetti en la ópera italiana de la época hasta su deterioro físico y posterior irrupción de Giuseppe Verdi. Después de la retidada de Rossini en 1829, Vincenzo Bellini fallecía en Puteaux, a las afueras de París, justo 3 días antes del triunfal estreno de Lucia en Nápoles el 26 de Septiembre de 1835. En opinión de quién suscribe ese reinado del bergamasco era justo, pues era el operista más sólido, el más capaz de asumir influencias manteniendo un sello propio, el que respetando el andamiaje, las estructuras formales de la ópera italiana, las adaptó, las retorció, sin nunca violentarlas en una búsqueda obsesiva de la mayor concisión y fuerza teatral, de la verdad dramática, convirtiéndose con ello en el más claro antecedente de los postulados verdianos. En esa línea encontramos el cada vez mayor control de los libretos -Donizetti exigía poder debatir con los libretistas y poder suscitar cambios, lo que era  casi inaudito en la época y él sólo lo pudo hacer cuando le llegó la consagración- o el hecho de imponerse a las exigencias de los cantantes. En Lucia impone, nada menos, que la ópera la acabe el tenor (Gilbert Duprez), quebrando con ello el “derecho” de la prima donna a terminar la ópera con una escena final a su cargo, lo que le supuso no pocos enfrentamientos con la soprano Fanny Tacchinardi-Persiani, primera intérprete del papel.

   Lucia di Lammermoor es una obra maestra absoluta, una creación redonda, en la que el ingenio de Donizetti y del gran libretista Salvatore Cammarano -entonces aún un semidesconocido, lejos del gran prestigio que adquiriría posteriormente y que realiza una magistral simplificación y condensación del texto de Walter Scott The bride of Lammermoor en que se basa la obra- se funden en una perfecta simbiosis dramático-musical de extraordinaria coherencia y unidad dramática, de deslumbrante fluidez. Una tragedia romántica que ha mantenido su hechizo desde su exitoso estreno y que ha sido la única ópera de Donizetti perenne en el repertorio más allá de los gustos de cada época (quizás, junto a Elisir d’amore y, en menor medida, La favorita, esta última gracias a la atracción que ha ejercido entre los grandes tenores), hasta el renacimiento Donizettiano acaecido a mediados del siglo XX.

   Volvía este pilar del repertorio al Teatro Real, ausente durante 17 años, los transcurridos desde que una de las mejores intérpretes de Lucia de la historia, la eximia Edita Gruberova, ofreciese su inolvidable creación al público madrileño en 2001, alternándose con la radiante soprano española María José Moreno. El que suscribe, que presenció 6 representaciones de aquella serie con la producción de Graham Vick, tampoco olvidará nunca, la Lucia que ofreció en el Teatro de la Zarzuela en 1994 la pareja Mariella Devia-Ramón Vargas.

   Considero a Daniel Oren un magnífico director de foso, gran conocedor del repertorio italiano y estupendo acompañante de voces. Cierto es que brilla especialmente en Verdi o Puccini, un repertorio en que le he visto trabajos con pulso incandescente, gran nervio y sentido teatral, incluso ha sido criticado por sus excesos en cuanto a contrastes e impulsividad; con ese gesto exaltado, saltos en el podio, gruñidos… Por ello me ha sorprendido sobremanera apreciar una dirección tan pesante y morosa, como si después de haber dirigido tanto tiempo la obra quisiera hacer “otra cosa” más analítica y reflexiva. El caso es que ofreció buenos momentos aquí y allá en el plano instrumental y de creación de atmósferas como la introducción a la cavatina de Lucia con el espléndido solo de arpa, impecablemente interpretado. Asimismo, concertó adecuadamente el mítico sexteto “Chi mi frena in tal momento”, una de las mayores genialidades de la historia de la ópera, así como la stretta posterior, pero esta última, con un tempo letárgico, resultó caída totalmente de tensión. Así las cosas, al ofrecerse la obra completa, -con todos los cortes abiertos (algo a valorar, sin duda)-, pero abordada de manera tan mortecina, destensionada y plúmbea, la función pareció inacabable, concluyendo a las ¡23.20 horas de la noche!. Pecado grave en un melodrama italiano y no digamos en esta inmortal creación de un compositor que exigía siempre vivacidad, que el melodrama captara de forma inalterable la atención del público y mantuviese constantes el interés y voltaje dramático. El coro mostró un sonido tocho, voluminoso, pero indomeñable.

   Lisette Oropesa cantó hace unas temporadas en el Teatro Real una notable Gilda que valoró como se merecía el que suscribe, sin embargo Lucia es otra cosa. Es un emblema del repertorio para soprano, un papel para una diva excepcional. La soprano estadounidense de origen cubano, demostró su gran control, un legato cosido, de buena factura,  la capacidad para regular el sonido, una esmerada musicalidad. Prodigó abudantes filados, a los que faltó un punto de timbre , sin embargo, el sonido es justo de caudal y encima la soprano resultó penalizada al tener que cantar su cavatina “regnava del silenzio” al fondo del escenario. Eso sí, la Oropesa domina la coloratura, espléndidos los trinos (¡¡¡una soprano actual que sabe trinar!!!) como pudo apreciarse en “E l’onda pria si limpida, di sangue rosseggiò” de la referida aria de salida. Asimismo las notas picadas, arpegios, escalas, roulades, fueron reproducidas de forma irreprochable por Oropesa, así como los sobreagudos, culminando en su legendaria escena de la locura (para la que se recuperó el acompañamiento originario con el armonico a bicchieri-glassarmonica o armónica de cristal) con los tradicionales mi bemoles, suficientes, aunque faltos de un punto de plenitud y expansión tímbrica.  Asimismo, hay que subrayar, que el timbre de la Oropesa carece de verdadera seducción, resulta genérico e impersonal, tanto como su faceta interpretativa, de corto vuelo expresivo e inane temperamento. Indudablemente, el canto y dominio de los resortes belcantistas son fundamentales e irrenunciables en este repertorio, pero están -cada vez más en un Donizetti en búsqueda de la más alta temperatura dramática-, dotados de fondo expresivo y no digamos después de la revolución Callas.  Una buena Lucia, en cualquier caso, pero me temo que no memorable.

   Gaetano Donizetti tenía claro, que las tribulaciones de Edgardo y su calado dramático (él, al igual que la protagonista, también es una víctima) sólo podían expresarse con una voz tenoril más robusta, que se alejara no solo de los tipos renoriles Rossinianos, sino también de la vocalidad encarnada por el mítico Rubini. De este modo, el material de Javier Camarena resulta insuficiente, falto de cuerpo y anchura en el centro, para el papel. Sin ir más lejos, Alejandro del Cerro, que cantó el Normanno, suena más robusto que él, pero el tenor mejicano, que debuta el papel en esta serie de funciones, siempre busca la variedad, los acentos y su fraseo, si no de especial clase, siempre es efusivo y comunicativo. Además, Camarena llevó un papel de tesitura mayormente central (de hecho, Francesco Tamagno mantuvo el papel en repertorio incluso después de estrenar Otello de Verdi) a su terreno e interpoló varios agudos, franja donde más brilla, lógicamente. Incluido el Do4 sobreagudo, un tanto afalsetado bien es verdad, en “Tu che a Dio spiegasti l’ali” de la escena final, consignado como optativo en la partitura y que prodigaba Enrico Tamberlick, otro mítico tenor di forza. También se incluyó el mi bemol sobreagudo para tenor y soprano que precede al final del duo del acto primero. Asimismo, Camarena ataviado como un rústico y arrebatado Braveheart en este montaje (frente a un Lord Arturo y su séquito retratados como atildados ingleses que toman té) y siempre desenvuelto sobre las tablas, interpretó el dúo con Enrico en las ruinas del castillo del Wolferag, que también cantó José Bros en las funciones del año 2001 y que solía suprimirse hace no muchos años.

   El barítono polaco Artur Rucinski comenzó mal, con una emisión dura y retrasada, pero fue a más y a despecho de un timbre gris y más bien pobre, lució, al menos, un canto correcto. Cierta presencia sonora no se le puede discutir al bajo italiano Roberto Tagliavini en su Raimondo, pero al llegar e la nota grave de “la tremenda maestà” se puso de manifiesto de manera diáfana su debilidad en esa franja inferior, fundamental para un bajo. Además, los agudos, más fáciles, quedaron más bien atrás y la línea canora resultó más bien plebeya. Yijie Shi, que completó un muy estimable Argirio de Tancredi en Valencia el pasado año, abordó un Lord Arturo (lo sposino), que puede considerarse casi un lujo.

   La producción es la típica de regista actual cuando se enfrenta al melodrama romántico. Como desprecian el mismo, lo visten de película de terror gótico, incluyen sanatorio de locos en el que unos burgueses se entretetienen con la exhibición de unos trastornados (en su pensamiento, el romanticismo exacerbado de esta tragedia sólo puede verse como cosa de locos hoy día). Es verdad que el montaje de David Alden con escenografía de Charles Edwards respeta la “tinta” de la ópera, esa atmósfera oscura, llena de presagios fatales, que conduce inexorable a una tragedia que se siente como inevitable, pero se acentúa innecesariamente todo ello, además de hurtarse los exteriores, fundamentales en el melodrama romántico. La inestabilidad mental de Lucia, que entronca con el mito romántico de la locura femenina como reacción al desengaño amoroso, está expresada desde el primer momento por la música y el canto, pues bien, el montaje la subraya de forma redundante y supérflua, presentando a la protagonista como una especie de muñequita oligofrénica e infantil con insinuaciones de relación incestuosa con el hermano, a la que está sometida, y sin importarle caer en momentos de mal gusto. De las óperas de gran repertorio ofrecidas este año en el Teatro Real, esta Lucia es la que más éxito ha cosechado, pero tampoco ha terminado, en opinión del que firma, de hacer justicia a tan gloriosa creación.

Foto: Javier del Real

Lucia di Lammermoor Javier Camarena Donizetti Lisette Oropesa Raúl Chamorro Mena Daniel Oren Teatro Real