Por Raúl Chamorro Mena
Barcelona. 13 y 14-X-2018. Gran Teatro del Liceo. I puritani (Vincenzo Bellini). María José Moreno/Pretty Yende (Elvira), Celso Albelo/Javier Camarena (Lord Arturo Talbot), Andrei Kymach/Mariusz Kwiecien (Sir Riccardo Forth), Nicola Ulivieri/Marko Mimica (Lord Giorgio), Lidia Vinyes-Curtis (Enrichetta di Francia), Gianfranco Montresor (Lord Gualtiero Valton), Enmanuel Faraldo (Sir Bruno Robertson). Coro y Orquesta del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: Christopher Franklin. Dirección de escena: Annilese Miskimmon
Un Vincenzo Bellini consolidado en Italia gracias a una serie de triunfos indiscutibles en importantes teatros de la península, que le permitieron escapar, en cierto modo, de las presiones y urgencias compositivas que sufrían la mayoría de sus colegas, se lanza a la búsqueda del triunfo en París, algo fundamental para un músico de la época. En un principio, el Théâtre Italien, en el que Gioacchino Rossini ejercía una gran influencia, resultaba más adecuado como trampolín para llegar a la meta de la ansiada Ópera de París. Nadie imaginaba la noche del 24 de enero de 1835 que I Puritani di Scozia, ópera con libreto de Carlo Pepoli, sería la última ópera del genial músico catanés que fallecería ocho meses después sin llegar a cumplir los 34 años de edad. Un triunfo clamoroso le permitió «ganar la batalla» a su compatriota Gaetano Donizetti, que en marzo del mismo año, se presentaba, asimismo, en la capital francesa con Marino Faliero, que obtuvo un recibimiento mucho más tibio.
En la senda iniciada con Il pirata (Milán, 1827), que puede considerarse la obra que abre el camino al melodrama romántico italiano, Vincenzo Bellini, en un marco de luchas religiosas ambientado en Inglaterra, se centra en las tribulaciones de la pasión amorosa de la pareja formada por Elvira y Arturo (cada uno perteneciente a una de las facciones enfrentadas) de forma cada vez más expresiva y realista, con un protagonismo absoluto del canto, que se sublima a cotas celestiales y una orquestación más rica y elaborada de lo que era habitual en su producción como consecuencia de las exigencias en ese ámbito de los teatros parisinos.
El inmenso éxito y popularidad de esta obra se ha mantenido perenne a pesar de las dificultades que presenta para los intérpretes, especialmente para el tenor, que debe afrontar una agudísima tesitura destinada al legendario Giovanni Battista Rubini, tenor talismán de Bellini y para el que escribió hasta un Fa 4 sobreagudo, aunque, como sabemos, los tenores de la época emitían las notas agudas –a partir de una determinada nota- y las sobreagudas en falsettone.
Las 108 representaciones de I puritani en la historia del Liceo son buen ejemplo de ese éxito y permanencia de la obra, como muestra son de la devoción por las voces del coliseo de la Rambla, los ilustres intérpretes de la misma que han desfilado por su escenario. La eximia Edita Gruberova protagonizó -junto a José Bros y Carlos Álvarez- la última aparición de Los puritanos en el Liceo en el año 2001, una de cuyas funciones presenció el que firma estas líneas.
La representación del sábado 13 de octubre de 2018 tuvo como protagonistas a dos cantantes españoles que formaron una compenetrada pareja. La Elvira de María José Moreno ha alcanzado, igual que su Lucia, un alto nivel de afianzamiento artístico. Mientras el timbre mantiene la frescura, lozanía y luminosidad de siempre (gracias a no haber forzado nunca, ni pretender falsear la emisión, abombarla u oscurecerla de manera espuria como ocurre en tantos casos), la agilidad y registro sobreagudo conservan la pasmosa facilidad habitual -espléndida la polacca del primer acto con impecable limpieza en las notas picadas y en la que introdujo unas estupendas variaciones de gran gusto y propiedad estilística-.
El fraseo de la Moreno resulta cada vez más trabajado y si la línea canora no es particularmente variada o fantasiosa, es innegable su musicalidad y refinamiento. Además de superar los escollos de «Vieni al tempio», la soprano granadino-madrileña cumplimentó muy entregada y creíble (¡esa mirada perdida mientras deambula transida por el escenario!) tanto vocal como dramáticamente su gran escena de locura del acto segundo «O rendetemi la speme». Bien es verdad, que el mi bemol sobreagudo conclusivo de la cabaletta «Vien diletto è in ciel la luna» quedó un tanto fijo. En el tercero, la Moreno, además de lucir un centro algo más consistente fruto de la evolución natural de la voz-, dió perfecta réplica al tenor, muy lanzado en un acto que es el suyo. Efectivamente, Celso Albelo demostró una vez más, que es el Arturo de Puritani su papel fetiche y, particularmente, completó un acto tercero de total respeto. Estamos ya ante un papel indiscutible de primo tenore romántico, en el que Bellini lleva más allá los postulados del Gualtiero de Il Pirata, que en su día fue ya toda una conmoción en el teatro lírico italiano. Albelo mostró el buen gusto y naturalidad de su canto, ya desde la sublime «A te o cara», aunque fue en el acto tercero donde su prestación alcanzó la mejor nota, pues el tenor tinerfeño exhibió buen sentido del legato, total propiedad estilística y un muy apreciable juego de medias voces, canto piano, smorzature y reguladores de sonido ya desde el recitativo «Son salvo, alfin son salvo!» siguiendo por el hermoso cantabile «A una fonte aflitto e solo» y culminando en ese espectacular dúo «Vieni fra queste braccia» en el que se encaramó a Re 4 sobreagudo por dos veces, una de ellas al unísono con la soprano.
En esta ocasión y a diferencia de otras veces (como en Madrid en 2016) Albelo no ascendió a plena voz al desmedido Fa 4 sobreagudo en «Credeasi misera» y emitió dos Re 4 de apreciable factura. Cierto es que Albelo ataca estas notas estratosféricas siempre abiertas, algo en principio dañino para la emisión y organización vocal, pero el tiempo demuestra que en su caso, de momento, no es así, pues lleva años de carrera afrontando no sólo el Arturo, si no un repertorio como el belcantista muy exigente en la zona alta. Espléndido, por su parte, el Arturo de Javier Camarena en la función del Domingo día 14, un papel con el que también triunfó en el Teatro Real hace un par de años. Cierto es, que el material del mejicano cuenta con menos volumen, cuerpo y resonancia que el de Celso Albelo, pero Camarena supera al canario en acentos («Non parlar di lei che adoro», «Sprezzo, o audace, il tuo furore, la mortal disfida accetto»), apasionados, vibrantes, encendidos, con ese fraseo siempre comunicativo, contrastando con ello adecuadamente respecto al embeleso y ensoñación de su salida con «A te o cara», todo ello en el primer acto. En el tercero hay que destacar como Camarena introdujo variaciones -¡bravo!- en la segunda estrofa de «Ah una fonte», es decir, «Corre a valle, corre a monte» y cantó a media voz la segunda de «Credeasi misera». La ensalada de sobreagudos estuvo apropiadamente servida por Camarena con notas con menos plenitud sonora que las de Albelo, pero con más punta y emitidas de forma más ortodoxa técnicamente. Alta calificación, por tanto, para el Arturo de Camarena al que le falta, de todos modos, cuerpo vocal y presencia sonora, especialmente en sala tan grande. Hay que subrayar que el Liceo ha logrado dos Arturos de nivel lo cual no es nada fácil, hoy día, en papel tan difícil y emblemático.
Acompañó al mejicano la Elvira de la soprano sudafricana Pretty Yende, que si hubiera llegado como una joven promesa con amplio margen de mejora sería otra cosa, pero al hacerlo con vitola de diva, las exigencias son mayores, lógicamente, y no se pueden pasar por alto las carencias técnicas que mostró en su interpretación. Empezando por una voz que no termina de estar bien colocada, ni apoyada adecuadamente sul fiato, una coloratura discreta (notas picadas lejos de la precisión en la polonesa, así como trinos extraños), desafinaciones (clamorosas en los muy expuestos ascensos de la repetición de «Vieni al tempio»), ataques bruscos, sonoridades ácidas … No se pueden negar algunos sonidos sueltos de calidad y un timbre no especificamente bello, pero sí, sombreadito y de cierto atractivo, pero en la línea de la impresión que obtuve en Pesaro el pasado mes de Agosto (Ricciardo e Zoraide), me parece que constituye, en mi opinión, un caso más de cantante actual en la que predomina la intuición sobre el control y sin el conveniente remate técnico, algo que tantas veces escuchamos actualmente. De ese supuesto carisma que cautiva al Metropolitan de Nueva York, tampoco pudo apreciarse gran cosa.
Un auténtico naufragio el cosechado por las voces graves de ambas distribuciones, aunque especialmente en la función del día 13. Una escena para barítono tan sumamente bella como la salida de Riccardo con el aria «Ah per sempre io ti perdei» y la cabaletta subsiguiente «Bel sogno beato», resultó irreconocible en la voz del ucraniano Andrey Kymach con todo el sonido empotrado en la gola, de canto descuidado, deshilvanado y rudo, incapaz de permitirse algo cercano al canto legato. En parecida línea, el Giorgio de Nicola Ulivieri, que mostró una emisión retrasada y calante, proyección nula, agudos imposibles… otra maravilla como el aria «Cinta di fiori» quedó reducida a un extraño y gris murmullo inaudible y engolado. Mejor, pero dentro de la decepción en el ámbito de las voces graves, fueron las cosas el día 14 con un Marcus Kweczien de timbre descolorido, desempastado y pobretón, así como un apretadísimo y taponado registro agudo, pero que, al menos, mostró un sentido de la línea y fraseo compuesto, pero no mucho más. Ni rastro de la expresión amorosa sublime y poética que contiene su gran escena de salida. Hay que señalar que quizás siga bajo los efectos de una reciente indisposición.
Sorprendente para el que suscribe resultó escuchar a un cantante interesante como el bajo Marko Mimica en tono tan vociferante y basto. Lástima que la corrección musical y buen desempeño escénico de Lidia Vinyes-Curtis como Reina Enrichetta, se vean empañados por una emisión vocal encajada y sin liberar, un sonido que se queda en el escenario.
Dirección musical pesante, plúmbea, morosa, mecánica, sin vuelo ni fantasía alguna la ofrecida por Christopher Franklin. Ni rastro del estro belliniano, de sus celestiales, aladas y sublimes melodías en un trabajo vulgar del que sólo cabe valorar, que si bien no estimuló el canto, al menos «dejó hacer» a los solistas y los acompañó dignamente. Inadmisible e incomprensible el corte perpetrado en el dúo de los protagonistas del acto tercero. Sea idea suya o de la dirección de escena, el responsable es el director musical del espectáculo que lo consiente. Discreto el coro, que ha conocido mejores días en el pasado reciente.
La producción de la irlandesa Annilese Miskimmon se basa en una idea: presentar un paralelo entre el sangriento conflicto religioso de protestantes y católicos de la Inglaterra de 1653 -fecha que marca el libreto- y la Irlanda del Norte de 1973. Esos «tres siglos» que a la mente alterada de Elvira (aquí desdoblada entre las dos épocas y consumidora de ansiolíticos de forma compulsiva) le han parecido su separación del amado Arturo abren la puerta a este planteamiento que, además posibilita dar un barniz más actual -y con el que el público de ahora pueda identificarse mejor- a esta pasión amorosa netamente romántica. Bien, en principio, no me parece mal ni la idea, ni la propuesta. Pero, ¿realmente es necesario que su desarrollo sea mediante una escenografía (a cargo de Leslie Travers, igual que el horrible vestuario-inenarrable la indumentaria de la Elvira de 1973) tan sumamente ingrata a la vista? Asimismo, una vez más y teniendo in mente el reciente Fausto del Teatro Real, uno tiene que preguntarse por qué razón el público ha de pasar las de Caín para ver algo en el escenario. ¿Ya no se iluminan los montajes o qué? ¿También es casposo? ¿Atentar contra la vista del espectador es uno de los artículos obligados del manual del regista moderno?
Foto: A. Bofill