Por Albert Ferrer Flamarich | @AlbertFFlamari1
La música en el siglo XIX. Walter Frisch. Ediciones Akal, Madrid, 2018. 329 págs. ISBN: 978-84-460-4648-6.
En los últimos meses Ediciones Akal ha lanzado la traducción de una nueva colección sobre historia de la música repartida en seis volúmenes que abarca hasta el siglo XXI. Lo hace con la calidad, elegancia y estilo idiosincráticos de esta editorial que tanto ha contribuido a dotar de una bibliografía musical útil al panorama musical español. Es decir, con cubiertas con solapas, papel satinado y un grafismo cómodo de leer e inclusión de ilustraciones y extractos de partituras. Su línea es claramente útil como complemento académico u obra de introducción a la materia, cuya profundidad reside más el detalle que en lo genérico, aunque ofrezca un contexto que pretende realzar las relaciones entre campos y disciplinas.
El dedicado al siglo XIX de Walter Frisch, traducido por Juan González-Castelao, se divide en trece capítulos rematados por un breve resumen u observación. Como en toda la serie, el lector encontrará un poco de todo lejos de la visión positivista tradicional y con una aplicación metodológica que mezcla el enfoque diacrónico –el basado en una continuidad cronológica- con el sincrónico –basado en el contexto-. En este sentido, integra referencias culturales, sociales, intelectuales e históricas a través de análisis formales, diseminación de repertorios, el papel de la tecnología, el rol de las mujeres, las relaciones entre música e identidad nacional o étnica, así como la recepción de las obras concibiendo el Romanticismo como una variada gama de creencias y prácticas. La síntesis de procesos históricos, incisos científicos e influencias filosóficas se encuentra entre lo más recomendable por su carácter pragmático.
Frisch toma el Congreso de Viena (1814-15) como punto de partida, aún reconociendo puntos de inflexión precedentes como la Heroica de Beethoven, y acaba con el Modernismo en la última década del siglo. Tampoco elige las obras como una mera decoración ni las comenta de un modo redundante. En su discurso destacan incisos infrecuentes y valiosos como el del editor Anton Diabelli, o el eje nodal del acorde de Tristán ya presente en Beethoven y diseminado en Debussy. Además evita recrearse en el conocido tercer periodo creativo de Beethoven como estilo, a la par que expone una estimulante oposición en Brahms y Bruckner a partir de las tensiones del liberalismo político vienés. Igualmente incide en la prensa y la crítica musical a través de Berlioz, Schumann e incluso las cartas de Liszt en París. No falta el capítulo obligado sobre Wagner, extendido con una explicación de su faceta ensayista.
Bastante sugerente resulta el capítulo sobre Estados Unidos con las primeras orquestas y sus sociedades musicales, la canción popular y la sorprendente mención a la Misa de Cataluña del misionero catalán Narcís Duran en California, así como el apartado en torno al idiosincrático pianista y compositor Louis Moreau Gottschalk. El volumen se cierra con un heterogéneo capítulo final sobre la tecnología y la música en el que el autor recorre algunos aspectos de la evolución física del sonido a través de la primeras grabaciones como los cilindros de Brahms al piano, la evolución de la construcción de pianos e instrumentos de viento-metal y la orquesta en general, así como el desarrollo de la técnica en la cuerda de tenor, concluyendo con el comentario de grabaciones con instrumentos de época.
Ausencias, errores y dudas
No obstante, hay distintos aspectos excesivamente escuetos o flojos como el de los virtuosos y el virtuosismo (páginas 61-65), que carecen de un marco teórico más desarrollado a la manera de Plantinga o Dahlhaus, por citar dos referentes traducidos por Akal. El primero, aunque más convencional en su enfoque positivista, resulta más sustancial en lo específicamente musical, mientras que Dahlhaus juega en una esfera muy superior de erudición, análisis musical y reflexión estética. Tampoco el poema sinfónico, ni las bandas de vientos, ni la música coral (ni la voluntad pedagógica de sus sociedades) reciben la presencia pertinente en esta monografía de Firsch. También se echa de menos un apartado sobre Louise Farrenc como compositora y profesora del Conservatorio de París, equiparable al dedicado a Fanny Mendelssohn, Clara Wieck y Amy Beach para cubrir mejor el cupo heredado de la musicología feminista. El olvido de la zarzuela en el capítulo dedicado a la opereta francesa de Offenbach, la vienesa de Strauss y la británica de Gilbert y Sullivan alarga la lista de deméritos.
Por otro lado, no es del todo cierto que con «la grand opéra francesa se marque un momento determinante en el siglo XIX, en el que la música empezó a participar en la cultura visual» como apunta Frisch en la página 80. De manera fehaciente el Barroco cultivó sus aspectos visuales a muchos niveles y en particular en lo vinculado a lo escénico en la combinación de espectáculos como las naumaquias, las ópera-torneo, el ballet y, por supuesto, la ópera. Las escenografías y su voluntad de representación a menudo se sirvieron de gravados como testimonian tratados de la época como el Traite des tournois, joustes, carrousels et autres spectacles publics de Claude-François Ménéstrier en 1669 y han estudiado recientemente Eduardo Blázquez Mateos y Esther Merino Peral –por citar algunos-, cuyos trabajos sobre retórica, simbolismo, perspectiva visual y el concepto «theatrum mundi» aplicados al marco escénico van más allá de la inherente noción como vías de proyección social y control político del arte por parte de las élites. Tampoco es muy preciso al definir a Iradier –sin nombrarlo- como un compositor de obras populares en los cabarets parisinos, de quien Bizet tomó muestra para su habanera como canción afrocubana como indica en la página 200. Fue un referente cuyas obras se publicaron y reeditaron en el viejo continente y en América y del que tomaron nota compositores como Lalo.
En otro punto, en la página 231, utiliza el término anfíbraco que no aparece en el glosario final mientras que en la siguiente, la 232, Frisch cita algunos pasajes de los diarios de Gottschalk publicados póstumamente en 1881 como Notas de un pianista. En uno de ellos recoge la valoración del pianista y compositor norteamericano sobre las sociedades corales europeas y cómo Gottschalk consideraba que la participación en estos grupos corales podía reducir los crímenes violentos y el alcoholismo. Tras ello Frisch dice “Es posible que Gottschalk fuese algo ingenuo al imaginar que el canto coral pudiese reducir el abuso del alcohol y de las armas de fuego, pero también es posible que no se diese cuenta de lo que había avanzado la misión civilizadora de Mason y de otras personas en Boston”. Lo sorprendente no es la supuesta ingenuidad de Gottschalk si no la de Frisch que parece obviar y cuestionar la labor social y política de infinidad de sociedades en Europa, entre las que cabe destacar las del catalán Josep Anselm Clavé (1824-1874), que fue el primero en introducir a Wagner en España en 1862, entre cuyos objetivos estaba la reducción del alcoholismo entre la clase obrera y su alfabetización. Basta con consultar publicaciones de la época para encontrar testimonios y alusiones a ello.