CODALARIO, la Revista de Música Clásica

Opinión

Opinión: «La fragilidad del ego». Por Juan José Silguero

7 de noviembre de 2018

La fragilidad del ego

   Por Juan José Silguero
     A cierto timonel le hicieron esta pregunta: «¿Cómo puede recordar en un largo trayecto todos los pormenores de la costa, con sus accidentes, golfos y salientes?»

     «Nada tengo que ver con ellos», contestó; «yo sigo el canal».

     K. Stanislavski

     El público no entiende nada.

     A. Povzun

   En 1885, el gran pianista Antón Rubinstein se encontraba realizando una extenuante gira de conciertos que abarcaría las más importantes capitales europeas y que, con el tiempo, se terminaría convirtiendo en histórica.

   Pues bien, uno de aquellos recitales resultó particularmente exitoso… y el público, enfervorecido, unánimemente puesto en pie, se dedicó en aquella memorable ocasión a reclamar la presencia del «viejo león» una y otra vez, en un más que merecido homenaje.

   Pero Rubinstein, impasible tras saludar con condescendencia apenas un par de veces, se retiraba a su camerino sin prisa, mientras el auditorio redoblaba su estruendoso homenaje y los músicos golpeaban sus atriles ruidosamente.

   Una vez dentro, y siempre indiferente ante el aparatoso fervor del público, que no cesaba, Rubinstein se detuvo a charlar tranquilamente con un conocido.

   Pero la concurrencia comenzaba a impacientarse.

   Hasta que un hombre joven, alto y delgado, en su calidad de «anfitrión» del artista, se acercó al gran hombre, con visible apuro y cara de circunstancias, a recordarle que su compromiso con el respetable aún no había concluido.

   Rubinstein dirigió una larga mirada a aquel joven… quien pareció encogerse por momentos. Y le espetó finalmente:

   «Los escucho perfectamente».

   Y aquel pobre hombre desapareció, casi se esfumó, admirado interiormente ante semejante despliegue de autoridad, de desdén y de grandeza.

   «Su calma leonina, su revuelta melena, la total ausencia de tensión, los movimientos perezosos, suaves, como los del rey de la selva, me abrumaban. A solas con él, en la pequeña habitación, yo sentía mi insignificancia y su grandeza…».

   Aquel joven se llamaba Konstantín Stanislavski, y, con el tiempo, se convertiría en el director del Teatro de arte de Moscú y el máximo exponente, el creador, de hecho, del conocido «Método» de interpretación escénica. Pero nunca olvidaría aquella patente muestra de superioridad y de indolencia de Rubinstein, ante un acontecimiento que, para cualquier otro, habría supuesto el momento más emocionante de su vida y de su carrera.

   ¿Es esto ego?

   No. Es simple indiferencia.

   El ego se comporta igual que un nudo gordiano: cuanta más adulación recibe, más se aprietan sus ligaduras imaginarias.

   Hace apenas un par de días un buen amigo me contaba que había acompañado en coche a casa a un reputado intérprete, cuyo nombre no desvelaré, tras un exitoso concierto, y que éste se había pasado todo el viaje «autoflagelándose» por lo que había sido, según él, un recital «espantoso».

   El criterio del artista y el del público rara vez coinciden.

   Ya no digamos con el de la crítica.

   Nada más natural, en realidad. Al artista, egoísta supremo, lo único que le interesa es su propio crecimiento. Mientras que el público solo se mueve por la mera necesidad de sus sentidos: la estólida satisfacción de su placer.

   La interpretación del público suele ser unívoca, por así decir; carece de dimensiones. Al fin y al cabo su estancia en ese mundo de ficción que el artista le propone no deja de ser pasajera, efímera. Pronto regresarán a sus «vidas normales», a su esfera natural, a sus comodidades burguesas…

   (Por cierto que siempre me ha parecido que ese fugaz «asomar la cabeza» del gran público al arte tiene mucho de osado, de cómico diletantismo…).

   Pero el artista, en cambio, sobre el escenario, se encuentra expuesto a un peligro muy diferente, el que experimenta aquel que se interpone entre el oyente y la milagrosa alquimia que el compositor ejerce.

   Un aura de soledad lo rodea… como si un precipicio lo circundase. Cualquier cosa que cae en ese abismo pasa enseguida al olvido.

   Hay ocasiones en las que el gran artista puede comportase con tanta impertinencia como los que mandan invitaciones a todo el mundo instándoles a que cliquen que les gusta su página. O bien, mostrarse tan encantador como un gentleman; o tan soso como un bocadillo de pan rallado…

   Lo mismo da. En cualquiera de los casos, lo único que rezuma de ellos es la más profunda indiferencia.

   Pues bien, no es el caso del artista mediocre.

   El artista del montón, el artista mediocre solo vive para agradar a los demás. No es que su objetivo sea malo, no se trata de eso. Sino que su aspiración es la misma que la de la quinceañera, poniendo morritos en sus selfies:

   Gustar a todos.

   Su falta de madurez resulta flagrante, lo que lo hace no aceptar una mala crítica, o indignarse ante su injusta falta de éxito.

   Yo no sé qué tiene el escenario, o la cámara de televisión, que es capaz de hacer sentir al ser más anodino una superestrella. Pero lo único cierto es que el que es mediocre en la vida real también suele serlo sobre un escenario. Y aquellos que representan un «doble papel», lo único de lo que dan cuenta es de su patente hipocresía.

   Sucede que es justo al revés: el artista inspirador, el artista realmente trascendente resulta irresistible en cada cosa que hace (a su pesar muchas veces), y es posible aprender de él hasta viéndole ir a comprar el pan. Pues todo aquello que guía sus pasos se encuentra revestido de un singular atractivo.

   Carisma, lo llaman.

   Y al revés: cuanto más pequeño es el artista, cuanto menor es su capacidad creadora y su influencia vital y artística, mayor es su celo por sostener esa imagen creada artificialmente (y de forma casual en muchas ocasiones), más críptico resulta en su acceso personal, y mayor es su empeño por mantener y alimentar su ridícula pose, al no tener nada mejor que alimentar en realidad.

   Aquí entran también las frivolidades habituales, ya sean los atuendos estrambóticos o los peluqueros epilépticos, capaces de comparecer ante un atónito público (cada día menos atónito) tan dignos como una gallina desplumada.

   Se dice, en cambio, que todos los grandes son humildes, y así suele ser, en efecto. Pero esto no es una actitud, ni mucho menos una decisión. Sino que, sencillamente, se encuentran promovidos por algo que se encuentra a bastante más altura que su superficial imagen: su rutilante devoción.

   El intérprete es un secundario por definición, que no se olvide nadie.

   Salvo en el caso del gran artista.

   «Y hay en algunas almas un águila de los Castkill que puede hundirse en los más negros desfiladeros para resurgir y desaparecer en las alturas soleadas. Y aunque siempre vuele en los abismos, esos abismos están en las montañas, de modo que aún en sus más hondos descensos el águila de la montaña está más alta que los pájaros de la llanura, por mucho que suban» (Melville).

   Lo más grande suele ser siempre lo más inaccesible, por una simple ley natural. Y, por el mismo motivo, también requiere de un público grande.

   Pero no es el caso de los tiempos que corren.

   No importa, dicen otros. Para el verdadero artista el público no significa nada, carece de toda relevancia…

  Concedido.

   Pero resulta que los que ponen la pasta y los hacen visibles, puede que por primera vez en la historia, carecen de toda preparación, de toda perspectiva y hasta de principios. Y así, el artista realmente grande cada vez trasciende menos, en una espiral descendente que terminará por hacerlo desaparecer algún día.

   Mis alumnos me dicen alguna vez que cuanto mejor lo están haciendo sobre el escenario más nerviosos se ponen, más les cuesta sostener sus propias expectativas…

   Su objetivo está mal enfocado, es solo eso. Se dirige hacia donde no es, se orienta hacia sí mismos…

   Pero mis alumnos son chavales.

   La preocupación surge cuando uno comprende que las aspiraciones de los artistas actuales no difiere gran cosa de las de estos chicos, y esto es precisamente lo que sucede con la inmensa mayoría de los artistas actuales; los mismos que se ofenderán al leer estas líneas, por los motivos que acabo de señalar.

   El gran artista no se ofende… entre otras cosas porque se encuentra ocupado en cosas bastante más importantes que leerme a mí.

   Pero humildad no es «apocamiento», y allí donde reside la permanente necesidad de adulación –tal y como sucede con la necesidad de poder– lo que suele habitar más bien es el complejo.

   No así para quien dirige su mirada hacia lo alto… allí donde habita ese deslumbrante águila de los Castkill que nada sabe de los miserables desfiladeros que sobrevolamos todos.

   Que así sea.

   En cada descenso, el oyente común seguirá experimentando ese estremecimiento, ese vértigo indefinible… con infinito agradecimiento. Es el mismo que le impele a exprimir hasta el último suspiro que el artista le brinda, a él y a todos, a esa doliente humanidad a la que tanto ama, sin tan siquiera saberlo.

Juan José Silguero Opinión