Por Beatriz Cancela / [@beacancela]
Santiago de Compostela. 22-XI-18. Auditorio de Galicia. Concierto de temporada. Real Filharmonía de Galicia (RFG). Dirección: Erik Nielsen. Obras de Haydn, Debussy y Copland.
Giraba, el concierto celebrado el día de Santa Cecilia, en torno a dos temas principales. El primero, aquel que vertebra la temática de esta temporada de la RFG y que no es otro que las islas británicas bajo el título «Arquipélago de sons» (Archipiélago de sonidos). Un vínculo que incide directamente en el grado de implicación de sus dos batutas británicos: tanto del director titular, Paul Daniel, como de Jonathan Webb, principal director invitado. Evidencia de este confeso compromiso es la programación de las sinfonías londinenses de Haydn interpretando, en esta ocasión, la primera de las doce.
Aparentemente cómodo y resuelto se presentaba Erik Nielsen a la orquesta y al público, y de este modo encaró la Sinfonía núm. 93 en re mayor (1791) con templanza y elegancia. Bajo un tempo calmado y controlando la intensidad ofreció un primer movimiento previsible en el que la orquesta se mostró afable y compacta. Algo que se extrapoló al Largo cantabile, donde la delicadeza del conductor y del conjunto se hizo más palpable, terminando la obra con el carácter inicial y rehuyendo de artificios banales.
De igual modo que el ingenioso Groucho Marx: «Me voy de Londres porque el tiempo es demasiado bueno. Odio Londres cuando no llueve», alcanzamos la primavera con Debussy y Copland.
Si la londinense de Haydn representa la eclosión de su vertiente sinfónica tras su periplo en la capital inglesa, otro viaje será el que incida en el modo de componer de Debussy después de su estancia en la Villa Medici y que se plasmará -entre otras- en Printemps (1887/1908), personalísima exégesis de La Primavera de Botticelli. En este punto y sobre todo partiendo de la intencionalidad del compositor de recrear la atmósfera de tan simbólico cuadro, echamos en falta una mayor sensibilidad, plasticidad y riesgo a la hora de ahondar en el discurso. Resultaron dos movimientos homogéneos en cuanto a su visión pero disgregados en cuanto a su ejecución; de diálogo comedido y por veces interrumpido por el énfasis que el batuta dio a los silencios. Sí se permitió, Nielsen, jugar con la intensidad tratando de alcanzar un clímax en el Modéré que sepultó a las cuerdas bajo unos potentes metales y percusión.
Diametralmente opuesto es el carácter de Appalachian Spring (1944) de Copland. Quizá por el importante bagaje que porta a sus espaldas el de Iowa como director de música escénica, el ballet funcionó acertadamente. Escrupuloso a la hora de enfatizar el carácter de cada sección, defendió una interpretación esmerada y enérgica, cuya intensidad no decayó de principio a fin. Esgrimió cada sección orquestal sacando todo su provecho destacando la nitidez y contundencia de los metales, la versatilidad de las maderas que potenciaron el carácter colorido y bucólico de la obra, una percusión incisiva y precisa con gran peso en la partitura y, cómo no, las cuerdas. En sí, toda una exhibición de versatilidad, exploración textural, precisión y resistencia. Un colofón que deshizo al auditorio, prácticamente lleno, en aplausos.