CODALARIO, la Revista de Música Clásica

Opinión

Opinión: «El precio de la cultura». Por Juan José Silguero

5 de febrero de 2019

El precio de la cultura

Por Juan José Silguero

   La cultura se transmite a través de la familia, y cuando esta institución deja de funcionar de manera adecuada el resultado es el deterioro de la cultura.

   M. Vargas Llosa

   Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes solo hablaban en el bar, después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad.

   Es la invasión de los necios.

   U. Eco

   Hace apenas un par de días me contaban un caso que me entristecía particularmente, sobre todo por su cotidianidad: madre soltera que trabaja por las tardes, con dos niños pequeños a su cargo y sin nadie que la ayude. Necesita tener entretenidos a sus hijos, y no se le ocurre mejor forma de hacerlo que darles «barra libre» a un juego on-line llamado Fortnite, que básicamente consiste en liquidar a todo el mundo, hasta quedar el último. En poco tiempo, los niños desarrollan claros síntomas de dependencia, que se traducen en lo de siempre: bajo rendimiento escolar, dispersión e irascibilidad, entre otras cosas. Por supuesto, en cuanto concluye el curso su dedicación al juego se hace extensiva a las mañanas, y al final del verano, la madre, que en realidad tenía cargo de conciencia por no haber podido llevar a sus hijos a ningún sitio de vacaciones, se queda de una pieza cuando éstos le confiesan haber pasado «el mejor verano de su vida» gracias al Fortnite (confesión con la que la culpabilidad de la madre se reduce bastante, por cierto, pues la perfidia de estos juegos alcanza también, o sobre todo, a sus progenitores, cuyo objetivo al final no es diferente al del resto de padres: hacer felices a sus hijos). Y, de este modo, todos contentos.

   Solo que la escuela, siempre al quite a la hora de cortar el rollo a sus clientes, recompensa a estos alumnos como mejor sabe, es decir, con suspensos, devolviéndolos así y sin consideración alguna a la fea realidad que todos frecuentamos en nuestro día a día, ese mundo gris y vacío, aburrido, sin duda, en comparación con los rutilantes encantos del Fortnite.

   Más llamativo aún me resultó el caso de aquella otra niña que se quedaba dormida en el aula a consecuencia del mismo juego, pasando noches en blanco en casa, abandonando sus clases favoritas de ballet y hasta meándose encima con tal de no dejar de jugar.

   A día de hoy, la criatura continúa con su tratamiento de rehabilitación para poder superar su adicción al juego, que compagina como puede con su ajetreada vida de nueve años.

   Estos yonquis tecnológicos no son raros en nuestros días. Los raros son los otros, los «margis», los que se quedan a uvas en las conversaciones del recreo, y hasta se dedican a leer libros de esos.

   Las consecuencias saltan a la vista de todo el mundo: cuanto más jóvenes más tarugos, más incultos, y más maleducados.

   No hay más que echar un vistazo a nuestro parlamento.

   Hoy en día, Larra, publicando desde que era un chaval, sería un personaje de ficción.

   Un amigo mío, programador de ordenadores, me decía un día: «Los padres están orgullosos de como manejan las tablets sus hijos; están convencidos de tener un portento… De lo que ninguno se da cuenta es de que el verdadero portento es el que las fabrica, que convierte a sus hijos en adictos en sus propias narices».

   Hasta no hace tanto, el piano, o el violín, eran la Play Station de cualquier niño (a menudo me gusta recordar a los alumnos que los pianos tenían cerradura para evitar que se excediesen en su estudio). Pero, a día de hoy, el escaso tiempo de ocio de los alumnos se invierte en las maquinitas, que aglutina la práctica totalidad del mal llamado «tiempo libre».

   Y eso tiene unas consecuencias.

   La diferencia entre una y otra opción, como todo el mundo sabe –y puede que eso sea lo más terrible de todo, que todo el mundo lo sabe–, es la riqueza que aporta la una o la otra, el esfuerzo que requieren, y el inevitable o nulo crecimiento que cada una de ellas conlleva.

   Pero hace ya tiempo que nadie quiere saber nada de esto. Prefieren ser entretenidos. Este planteamiento, curiosamente, guarda una rara similitud con ciertas épocas del pasado. Por ejemplo, hasta la llegada del Romanticismo no estaba nada claro que la cultura debiese contener necesariamente emociones, pensamientos profundos, cuestiones trascendentales. A las artes se les pedía entretenimiento, distracción, y poco más. Pero es que la gente se moría en las calles… Llegaba una epidemia, y se llevaba por delante a la mitad de la población. Bastante trascendencia tenían ya.

   En cambio ahora...

   Dudo mucho que la humanidad haya atravesado alguna vez una época tan frívola y banal como la que nos ocupa, y de la que, al fin y al cabo, todos somos más o menos responsables. Una época en la que las referencias de los chicos –y también las de muchos padres– son los «youtubers», los «gamers», los «influencers». Un mundo superficial y anodino, inmaduro, que se antoja por momentos tan caprichoso y desordenado como el coche de un músico.

   Un mundo entretenido…

   Un mundo peligroso.

   «Si puedes mirar, ve; si puedes ver, repara».

   Estas admirables palabras son de José Saramago, y resumen en el menor espacio posible la más importante responsabilidad de cualquier ser humano. Pues existe una obligación moral para aquellos que, ya sea por simple casualidad o por méritos propios, gozan de una mayor lucidez que los demás; una lucidez que no provendrá de los promotores de La voz, por cierto…

   Esa responsabilidad es tan inexcusable como las promesas que se hacen a los hijos.

   Y atañe especialmente a los artistas.

   La optimización del tiempo rige nuestras vidas. Pero resulta que la optimización del tiempo carece de sentido aplicado al arte…

   Estar siempre disponibles para los demás define nuestras relaciones sociales. Pero la deslumbrante apariencia del arte, en cambio, parece responder a un aparente egoísmo.

   Todo es imperioso, todo es urgente…

   Todo… menos el arte.

   A día de hoy, si a un adolescente no le gusta su vida (¿y a qué adolescente le gusta su vida?) no tiene más que meter la cabeza en su agujero virtual y montarse sus películas en las redes sociales.

   El problema es que con el culo al aire no desarrollará ni una sola de las herramientas que más necesitará en la vida.

   Por todo esto, y mucho más, se hace preciso declamarlo una vez más, las veces que haga falta: todo lo valioso, todo lo trascendente, todo aquello que modifica sustancialmente la vida de una persona no es gratis ni tampoco accesorio, ni lo será nunca, sino que proviene necesariamente del trabajo, del esfuerzo, un esfuerzo que resultará siempre directamente proporcional al tamaño de su objetivo. Y es en ese afán donde se ubica su mayor riqueza, por traducirse inevitablemente en el desarrollo de la sensibilidad, la necesidad de introspección… el deseo de ser mejor, en suma, el deseo de crecimiento. Y todos aquellos que no pagan ese peaje sencillamente dejan de crecer, se detienen, se estancan, para dedicarse a dar vueltas en torno al mismo círculo durante un tiempo indefinido.

   Que esto suceda con los adultos ya es malo. Pero al menos es justo.

   Que suceda con los niños…

   Es imperdonable.

   La nueva generación no está siendo entrenada para ese esfuerzo, sino solo distraída. Y la diferencia es enorme.

   Las consecuencias no pueden ser otras que la vulgaridad, el embotamiento y la brutalidad que nos asedia, en televisión, en las redes sociales, en las conversaciones diarias, en los gustos de la gente, en el discurso de los políticos, en todos lados y por un solo motivo: la devaluación de la escuela y de la educación solo puede desembocar en la denigración de la cultura, esto es, de su elemento más definitorio, de su sustrato más decisivo… aquel que determina el devenir de toda una civilización.

   Por eso precisamente es tan importante. Porque el nivel de civilización de una sociedad se mide en función de su cultura.

   Pero el modelo educativo que se nos impone es el empresarial, un modelo que solo toma en cuenta el resultado rápido, cortoplacista, y tan estéril y miope como aquellos que se dedican a esquilmar las selvas amazónicas en busca de un beneficio inmediato.

   Esa es la raíz del problema.

  La escuela no ha de ser «un reflejo de la sociedad», como tan a menudo se dice. Un reflejo de la sociedad –patético, por cierto– es nuestra deleznable televisión.

   La escuela ha de ser el modelo, el ideal común, el faro.

   En cambio, los libros han sido ya abiertamente sustituidos por las maquinitas; el «tiempo de ocio» pasa a ser dominio del Whatsapp, del Facebook…

   Y un terrible manto de vulgaridad se cierne en torno a todos nosotros.

   Alejado del esfuerzo, ese crecimiento, sencillamente, no tiene lugar.

   La aspiración de la cultura nunca ha sido ornamental –por mucho que su estética apariencia pueda inducir a creerlo así–, sino esencial, orgánica, y apela directamente a un propósito muy concreto, un objetivo que conlleva unas inevitables consecuencias para todos y que no es otro que el deseo de ser mejor persona. El imposible esfuerzo por abarcar la obra de arte desemboca en un mar vivo y profundo, en continuo crecimiento, y no en la ciénaga de los videojuegos o las redes sociales.

   Los satisfechos de sí mismos ni siquiera piensan en estas cosas. Y nada satisface tanto como Internet. Es como pretender que alguien se esfuerce por conseguir alimento con el estómago saciado. El ocio distraído y la barriga llena tienen mucho parecido: la misma indolencia banal y fofa, la misma laxitud, idéntica desgana…

   Pero la digestión de uno u otro menú tampoco es la misma.

   Y luego están los fans de los «sucedáneos», aquellos que gustan de consumir coca-colas y además pretenden su supremacía solo «porque les gusta»; los que acostumbran a comprar en rebajas y a engañarse a sí mismos sobre la calidad de lo que compran; los que visten su pereza con ropajes de fantasía. Los consumidores de Einaudis, Coelhos, Warhols… En realidad estos son los más burlados de todos, como esa calva traicionera que comienza en la coronilla y no muestra el espejo hasta que su desengañado portador descubre que está a punto de convertirse en un monje franciscano…

   No llaméis cultura a aquello que simplemente comparte un soporte. Es una tontería, como el perro que se dedica a morder una piedra. Los que escucháis a Yiruma no tenéis mayor cultura que la de la horterada, por mucho que su música sea para piano. Y lo único cierto es que para conocer la cultura de verdad no queda otra que currar, como pasa con todo en realidad. Solo a ese precio se muestra la muy estrecha.

   Es mejor llamarlo por su vergonzoso nombre: pereza.

   Y a todos aquellos que argumentan «llegar tan tarde a casa que lo último que les apetece es pensar» yo les diría que no necesitan pretexto alguno, entre otras cosas porque no le importa a nadie. Habéis decidido vivir de las rentas, las muchas o pocas que hayáis adquirido en vuestra juventud (generalmente pocas, pues quien se familiariza con la verdadera cultura pronto padece sus «efectos secundarios», esos que condenan a su portador a tener cada vez más sed… como el que bebe agua de mar), y esas rentas se os agotaron hace ya mucho tiempo.

   A día de hoy, el acceso a la cultura es insultantemente fácil, y aquellos que no se encuentran familiarizados con Shakespeare, Beethoven o Rembrandt sencillamente es porque han decidido mantenerse ignorantes. Y no tienen derecho alguno a lamentarse por ello.

   El resto no es más que autoengaño, y autocompadecimiento.

   Poco importa. Ese puñado de ilusos que todavía queda continuará dedicándose a trabajar en virtud de lo verdaderamente valioso. Demasiado angustiados por el fugaz paso del tiempo como para dedicarse a jugar a las consolitas; demasiado egoístas como para pensar siquiera en todos aquellos que llaman «cultura» a la estólida distracción de sus más básicos sentidos.

Opinión Juan José Silguero