CODALARIO, la Revista de Música Clásica

Críticas 2019

Crítica: Concerto 1700 y Ars Hispana recuperan un oratorio de Francisco Hernández Illana para el CNDM

19 de marzo de 2019

El conjunto español, que dirige el malagueño Daniel Pinteño, rescata del olvido un importante oratorio español de principios del XVIII, en un trabajo llevado a cabo por los especialistas de Ars Hispana, que vuelve a poner de manifiesto la gran calidad musical del Barroco español.

¿Hasta cuándo?

Por Mario Guada | @elcriticorn
León. 12-III-2019. Auditorio Ciudad de León. Centro Nacional de Difusión Musical y Ayuntamiento de León [XVI Ciclo de Músicas Históricas]. La Soberbia abatida por la humildad de san Miguel, de Francisco Hernández Illana. Aurora Peña [soprano], Adriana Mayer [mezzosoprano], Gabriel Díaz [contratenor], Diego Blázquez [tenor] • Concerto 1700 | Daniel Pinteño.

[…] que cuanto al sujeto a propósito para proveer la plaza estaban dichos señores muy informados de serlo el de Valencia, que había escrito e insinuado su inclinación por mano de el sochantre Ferrero, quien, como otros inteligentes, aseguraban ser de la primera habilidad.

Actas del Cabildo de Burgos [26-IX-1729].

   Son muchos estos días los programas que están conllevando trabajos de recuperación patrimonial importante de música española de los siglos XVII y XVIII, y sin embargo, sigue dando la sensación –porque lo es– de que se trata de empeños muy personales, que sin duda logran salir adelante más gracias al pundonor de musicólogos e intérpretes que por el apoyo de las instituciones. Está muy bien que el Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM] programe, entre sus centenares de conciertos cada temporada, patrimonio musical hispánico. Pero no es algo que haya que agradecer excepcionalmente, sino que debe ir en su ADN, como varias de las siglas del nombre de la institución así lo indican. Si no hay difusión musical nacional, ¿para qué sirve este centro? Por tanto, se agradece que el CNDM haya reparado en otro oratorio del XVIII español, por más que su existencia se supedite a ser puesta sobre los escenarios únicamente en dos ocasiones y en las periferias musicales del territorio, en las que –con suerte– puede ser escuchado por el mismo número de oyentes que en un solo concierto en la sala de cámara del Auditorio Nacional. ¿Estamos siendo justo con nuestro patrimonio? Antes, hoy, y temo que por muchos años, la respuesta es clara y rotundamente no.

   Sea como fuere, y teniendo que conformarse con acudir al Auditorio Ciudad de León –a pesar de que por allí pasan cada temporada artistas de notable calidad y de que los precios son evidentemente asequibles, sigue siendo el ciclo del CNDM con el menor porcentaje de asistencia– para escuchar al bueno de Francisco Hernández Illana (c. 1700-1780), creo que lo mejor se puede decir, a la postre, es que todo ello mereció la pena, en especial por el gran y loable esfuerzo llevado a cabo por los musicólogos Raúl Angulo y Antoni Pons, de Ars Hispana, que sin duda se siguen superando cada temporada con su impagable labor de recuperación e investigación en relación con nuestro patrimonio musical de los siglos XVII y XVIII. Si este fuera un país normal, con conciencia cultural, estos dos jóvenes tendrían un fuerte apoyo institucional para seguir llevando a cabo esta ardua labor, que ahora mismo realizan con un ingente esfuerzo económico y personal. También es necesario alabar la empresa de Concerto 1700, quien tiene en su director, el violinista histórico Daniel Pinteño, a uno de los mayores valedores del patrimonio musical español sobre los escenarios. Es un placer ver que quedan intérpretes verdaderamente comprometidos con nuestra cultura más allá de la galería y las palmaditas en la espalda.

   Ni que decir tiene que Hernández Illana es un desconocido, casi tanto para los especialistas como para el público general. Se tienen, no obstante, bastantes datos de su vida –estudiados convenientemente por Ars Hispana y accesibles en Musica de Hispania–, a excepción de su lugar de nacimiento, pues solo se tiene constancia de la procedencia de su familia [Lubiano, Álava], ya que, a partir de 1767, tanto él como su hermano, iniciaron un procedimiento de hidalguía con el fin de que se les reconociera como «descendientes del lugar de Lubiano». Se sabe que fue maestro de la capilla de la Catedral de Astorga, pero no cuanto tiempo ostentó este puesto, de dónde llegó ni en qué momento exacto, aunque se supone que sustituyó como maestro a Francisco Pascual tras su marcha en 1723. Precisamente a esta etapa astorgana corresponde el oratorio que protagonizó esta velada. Tras su etapa en la capital maragata, Hernández Illana se traslada a Valencia para ocupar el puesto de maestro de capilla del Colegio del Corpus Christi, al que ascendería en 1728 y en el que se mantuvo tan solo un año, pues al año siguiente se le sitúa ya como maestro de capilla en la Catedral de Burgos, sustituyendo a Manuel Egüés. Illana ocuparía el cargo el resto de su vida.

   Un dato relevante para comprender el estilo de este autor nos llega de su elección en el magisterio burgalés, al que llega especialmente avalado por diversos informes que le califican con «gran destreza en la música moderna», lo que sin duda se refiere al estilo italiano, más moderno y que difería notablemente del estilo tradicional hispánico, que sin embargo Illana supo fusionar, como otros muchos, aportando ese cariz tan particular e interesante a la producción musical española de este momento. Es curioso, además, comprobar, que esta música italiana no le llega de primera mano auditiva, sino a través de la copia de partituras de músicos italianos. Su Oratorio a san Miguel, cuyo título original en el libreto es La Soberbia abatida por la humildad de san Miguel, está provisto ya de esta fantástica mixtura entre ambos estilos, a pesar de que se trata de la obra más temprana que nos ha llegado de su mano. Según las hipótesis de Ars Hispana, la obra es probablemente un encargo de la Cofradía de San Felipe Neri de la ciudad de Astorga, en probable relación con la capilla de San Miguel de la catedral o quizá con la Iglesia de San Miguel –que actualmente no se ha conservado–. Sí se sabe que, al partir a Valencia, se llevó la obra consigo, pues se tiene constancia de que se interpretó en el oratorio de San Felipe Neri de la capital del Turia, como ha quedado atestiguado en algunos libretos que se han conservado. De aquí pasó a los oratorianos de la ciudad de Palma de Mallorca, donde se sabe fue interpretado al menos hasta 1741. Gracias a ello este oratorio ha llegado hasta nuestros días, conservado en el archivo de los oratorianos de Palma. Es un oratorio en dos partes, cada una de ellas iniciada por una peculiar sinfonía instrumental en dos movimientos, cuya tercera parte es ya el coro inicial –una particularidad realmente interesante–. Las partes conservadas corresponden a los cuatro los personajes cantados, a saber: Luzbel [tenor], el defensor del orden san Miguel [contralto], un Ángel [tiple primero] y un Demonio [tiple segundo]. Las partes instrumentales corresponden a dos violines y un oboe, además del acompañamiento para el bajo continuo. Para Angulo: «la música es una original y especialmente conseguida yuxtaposición de dos tradiciones diversas: la española de finales del siglo XVII, que es visible en los coros ‘a cuatro’, escritos en proporción menor, y la italiana de comienzos del siglo XVIII, que se aprecia en las brillantes arias da capo que jalonan la partitura».

   Para la interpretación, se escogió un plantel vocal de especialistas en el repertorio barroco y asiduos cantores de varios de los conjuntos españoles especializados en el mismo. Aurora Peña –soprano de cabecera del conjunto– encarnó el papel del Ángel con buenos resultados, en una línea vocal perdida que fue reconstruida con extraordinario resultado por los propios Ars Hispana. De timbre hermoso, buena proyección y una dicción realmente modélica, Peña tuvo alguno de los momentos álgidos de la velada, como el aria «Venza, venza Miguel», a pesar de que su gestión del vibrato resultó excesiva en ciertos momentos. Adriana Mayer, que encarnó al Demonio, estuvo correcta, pero sin alardes, con una vocalidad a veces muy forzada, de timbre excesivamente obscuro y con ciertas tensiones que provocaron una emisión desigual. Por su parte, el contratenor Gabriel Díaz aportó su habitual solvencia y su particular timbre para presentar un San Miguel expresivamente muy neutro, cuya vocalidad tan marcada no siempre ayudó a la hora de plasmar sobre el escenario la partitura, especialmente en pasajes rítmicamente más marcados y de mayor exigencia en la coloratura. Diego Blázquez soportó con arrojo el rol de Luzbel, en una línea que realmente no se adaptó bien a su registro, sufriendo notablemente en varios momentos por el registro excesivamente grave –un barítono con solvencia en el agudo hubiera resultado más adecuado para este papel–; aun con todo, su noble timbre y una expresividad inteligente y bien articulada lograron momentos de notable nivel. Los cuatro acometieron los coros y los «cuatros» con más empeño que buen resultado, en general bien afinados y bastante equilibrados –la línea de Mayer solía perderse de manera general en el global de las cuatro voces–, aunque con un trabajo excesivamente personalista, al que le hubiera hecho falta un trabajo de conjunto más detallado, que sacara a la luz las interesantes armonías, las inflexiones vocales y los magníficos pasajes contrapuntísticos concebidos por Illana.

   Por su parte, los instrumentistas de Concerto 1700 rindieron a un nivel realmente alto, comenzando por el excepcional trabajo de los violinistas Daniel Pinteño y Víctor Martínez, cuyo trabajo en el unísono es siempre un ejemplo de exquisitez y orfebrería, brillando por lo demás en sus partes independientes, con un cuidado sonido, gran afinación y un delicado trabajo dialógico entre sus partes. Jacobo Díaz afrontó con firmeza y un gran resultado sonoro la parte del oboe, que tiene un papel muy sustancial a lo largo de la obra, tanto en los pasajes doblando violines –realmente empastado y afinado con estos– como en sus partes independientes, en la que ofreció unas lecturas muy bien articuladas, con una afinación muy pulcra y un aporte tímbrico de gran belleza. Mención especial merece el continuo de la agrupación, formado para la ocasión por el violonchelo de Ester Domingo, el contrabajo de Ismael Campanero y el clave/órgano positivo de Asís Márquez. Pinteño concibió el acompañamiento como una especie de hilo sonoro/conductor que relacionara cada personaje con un timbre instrumental concreto, de forma en general muy sutil, pero efectiva –más evidente en el acompañamiento del contrabajo para los personajes «malévolos», por ejemplo–, o en el órgano que acompaña al Ángel en ciertos momentos. Tanto en esta labor como en el continuo general, el concurso de Domingo resultó fundamental y realmente bien resuelto por una intérprete que se encuentra ya entre las violonchelistas fundamentales del panorama de la música antigua española, merced a su calidad técnica, su excelencia en el sonido y su cuidado a la hora de acompañar, mimando cada inflexión vocal con la sutileza de su arco. Campañero está en todos lados, y siempre logra estar bien, poner el punto justo cuando se requiere, sin querer ser protagonista, siempre en segundo plano, pero siempre con excelencia –quizá el mejor de los halagos que se le puede hacer–. Por su parte, Márquez volvió a evidenciar que es un teclista de primera, pero sobre todo un continuista excepcional: imaginativo, equilibrado, inteligente, elegante, sutil y efectivo por doquier. Un verdadero lujo, que en su parte al clave y el órgano positivo ofreció toda una lección de cómo acompañar, con un resultado especialmente brillante en los coros y números de conjunto. Pinteño supo desplegar nítidos colores, presentar una versión contrastada, pero razonable, en la que la variedad dinámica y tímbrica fuera un efecto y no una obsesión, ayudando a que el texto –que en general fue bien dicho por los solistas [la ausencia en el programa de mano hubiera supuesto un descalabro de no ser así]– cobrara forma y ofreciendo una interpretación trabajada, reflexiva y con notable resultado. Únicamente el trabajo en los coros y «cuatros» requirió de una atención mayor en el tratamiento polifónico, con una visión menos solística y sí más conjunta. Creo que es necesario felicitar al violinista por su apuesta, por el esfuerzo y el por el trabajo notable aquí desplegado, del que puede sentirse bien orgulloso.

   En resumidas cuentas, música de gran calidad, que se convierte en justamente rescatada del «sueño de los justos» por unos investigadores cuya labor debe ser puesta, de una vez, en el lugar que merece. Las palabras de aliento a intérpretes e investigadores tras el concierto no dan sino la razón al repertorio y a la necesidad moral de que nuestras instituciones públicas se vuelquen, pero de verdad y con el apoyo merecido, con este tipo de autores y con aquellos que las recuperan para ser disfrutadas por el público del siglo XXI. El resultado interpretativo, aunque mejorable en ciertos aspectos, ayudó mucho a poner en valor una música que no tiene por qué seguir escondiéndose entre nuestros absurdos prejuicios. Debe ver la luz y ser juzgada junto a obras de autores europeos que hoy nadie duda en programar. ¿Hasta cuándo vamos a seguir dándole la espalda a aquello que nos representa? ¿Hasta cuándo vamos a fingir que le damos la importancia que merece? ¿Hasta cuándo vamos a permanecer impasibles hacia el ninguneo permanente en comparación con otras producciones musicales europeas? ¿Hasta cuándo vamos a dejar que estos proyectos sean fruto de empeños personales? ¿Hasta cuándo vamos a seguir siendo un país que no valora en su justa medida su patrimonio cultural? Cuando nos hagamos estas preguntas con honestidad y verdadero espíritu autocrítico podremos empezar a andar con firmeza esta senda. Solo así podremos crecer culturalmente como país y hacerlo con justicia. Lo demás, simplemente no vale nada.

Fotografía: Juan Luis García.

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