CODALARIO, la Revista de Música Clásica

Críticas 2019

Crítica: «La mujer sin sombra» [Die frau ohne shatten] de Strauss en la Ópera de Viena

4 de junio de 2019

Para la historia

Por Raúl Chamorro Mena
Viena, 30-V-2019. Staatsoper. Die frau ohne shatten-La mujer sin sombra, Op. 65 (Richard Strauss). Nina Stemme (La mujer del tintorero), Camilla Nylund (La emperatriz), Evelyn Herlitzius (La nodriza), Stephen Gould (El emperador), Wolfgang Koch (Barak, el tintorero), Sebastian Holecek (Mensajero del reino de los espíritus), Maria Nazarova (Voz del halcón), Benjamin Bruns (Voz de un joven hermoso). Coro y Orquesta de la Ópera Estatal de Viena. Dirección musical: Christian Thielemann. Dirección de escena: Vincent Huguet.

   La principal apuesta de la Ópera de Viena en esta temporada de su 150 aniversario era una nueva producción de Die frau ohne shatten (La mujer sin sombra), que este año cumple el centenario de su estreno en el mismo recinto, el día 10 de octubre de 1919 bajo la dirección del mítico Franz Schalk. Un año en el que, precisamente, Richard Strauss asumió el cargo de director de la Ópera de Viena, en el que permaneció hasta su dimisión en 1924 a causa -en sus propias palabras- de  «la resistencia administrativa» y «la ineficacia de la tradición».


   Esta cuarta colaboración entre Richard Strauss y el libretista Hugo von Hoffmansthal alcanza altísimas cotas de profundidad intelectual y pátina simbólico-filosófica con una fuerte carga mística, todo ello bajo la apariencia de cuento de hadas –el modelo de La flauta mágica de Mozart es claro-. Por su parte, el genial músico bávaro, aunque parecía que ello no era ya posible, es capaz de avanzar en su inmensa capacidad como orquestador, creando la que quizás sea la más fascinante orquestación de la historia de la ópera.

   La Ópera estatal de Viena puso toda la carne en el asador para que el evento fuera todo un éxito de rango histórico. La orquesta más ideal para la obra ya la tienen en su foso, la Filarmónica de Viena, en la que es «su ópera», a la que se enfrenta siempre motivada y demuestra toda su grandeza y altas calidades. El director, Christian Thielemann, cumbre actual en Wagner y Strauss. El reparto convocado es, también, de lo mejorcito que hoy día pueda reunirse y en el que se ha intentado que las tres cantantes femeninas protagonistas, Nina Stemme, Camilla Nylund y Evelyn Herlitzius, fueran dignas sucesoras de las legendarias Lotte Lehmann, Maria Jeritza y Lucie Weidt, que estrenaron la obra. La puesta en escena a cargo de un debutante en la casa, Vicent Huguet, pero que bebe de la caudalosa fuente del gran Patrice Chéreau.  


   Efectivamente, la suma de las tres protagonistas mencionadas (los dos masculinos estuvieron a menor nivel, pero sin desentonar, ni muchísimo menos) más la dirección de Thielemann y la deslumbrante prestación de la Orquesta Filarmónica de Viena lograron una representación inolvidable, de esas que, cuando se producen, colocan a la ópera en lo más alto de las manifestaciones artísticas humanas. La Filarmónica de Viena demostró que, motivada y, particularmente, en Strauss, es absolutamente insuperable. Además, La mujer sin sombra, es una especie de caballo de batalla de la agrupación, que la ha interpretado con Franz Schalk, Clemens Krauss, Karl Böhm, Herbert von Karajan, Georg Solti, Giuseppe Sinopoli… Desde los primeros acordes Thielemann y la orquesta escanciaron una especie de orgía sonora, que resaltó toda la magia y virtuosismo instrumental, así como la inmensa riqueza tímbrica de la orquestación. Si esplendoroso fue el interludio en el que la emperatriz y el ama viajan al mundo de los humanos, qué decir del embriagador tema del amor conyugal «cantado» por la orquesta de forma primorosa, por no hablar de los colores y sensualidad de la escena en que la nodriza y la emperatriz ofrecen a la tintorera vida suntuosa y jóvenes amantes a cambio de su sombra. Cierto es que en el primer acto, la orfebrería sonora primó sobre la tensión teatral. Sin embargo en segundo y tercero, la lujuria y opulencia orquestal fue aún a más acompañada de una alta temperatura dramático-teatral. Si Thielemann y la orquesta fueron capaces de exponer los arrebatos de gran vigor orquestal (impresionante, absolutamente abrumador, el final del acto segundo, en el que me vibró la butaca y mis piernas temblaron), también los pasajes camerísticos, la filigrana instrumental con fabulosas prestaciones del primer violín (primoroso el largo solo en la gran escena del último acto cuando la emperatriz renuncia a la sombra) y del violonchelo –memorable su introducción al aria del emperador en el segundo acto. Sobresaliente el nivel de maderas y metales, pero auténticamente excelso el de la cuerda, especialmente la grave.


   El fulgor orquestal auténticamente cegador, los inagotables  y deslumbrantes colores, el exquisito refinamiento tímbrico presidieron también el último acto, en el que uno se quedó de piedra, como el emperador, con el crescendo orquestal que precede su aparición convertido en piedra. Prodigioso fue, asimismo, el maravilloso cuarteto final y el coro de los niños no natos, que puso broche de oro a una fascinante prestación orquestal. Hace 17 años ya había disfrutado en la propia Staatsoper vienesa de una gran interpretación de la Filarmónica de Viena en esta ópera, pero esta vez fue algo deslumbrante. Notable el coro, incluido el de niños.

   Los tres papeles femeninos protagonistas son fabulosos como corresponde a Strauss y atesoran una enorme dificultad vocal e interpretativa. El papel de la emperatriz debe afrontar momentos de gran dramatismo, junto a pasajes de coloratura y ascensos tremendos a la zona alta, además, claro está, de superar la copiosa orquestación. Hija del rey de los espíritus proviene del reino sobrenatural, pero ansía convertirse en una mujer de carne y hueso. Herida por el emperador cuando adoptaba la forma de una gacela se ha metaforseado en una bella mujer que tras pasar doce noches de mutua pasión amorosa, ha perdido su sombra (símbolo de la fecundidad) y deberá encontrar una en tres días para evitar que el emperador se convierta en piedra. La nodriza le convence de que descienda al mundo de los humanos para conseguir una. En la humilde casa del tintorero, su esposa, insafistecha y que aún no ha tenido hijos, es la indicada para renunciar a su sombra y con ello a ser madre. Sin embargo, la emperatriz se hará humana, mediante la compasión que siente por el modesto matrimonio y su sufrimiento. La soprano finlandesa Camilla Nylund, ciertamente, es demasiado lírica para el papel. Le falta anchura y volumen, incluso sus agudos, desahogados y con punta (como pudo apreciarse en el escalofriante Do 5 con salto interválico de su gran escena del segundo acto), adolecen de cierta falta de plenitud. Pero hay que reindirse ante la emisión mórbida, el timbre homogéneo y esmaltado, así como la  gran clase de su fraseo.


   Además, como intérprete, la Nyllund sobria pero eficaz, culminó su desempeño en un estupendo acto tercero en el que la emperatriz, mediante un supremo acto de generosidad renuncia a conseguir su felicidad sobre la desdicha ajena y ofrece su vida, el autosacrificio, a cambio de la del emperador, lo que conmueve a su padre Keikobad y con ello recupera la sombra, símbolo de la maternidad y la grandeza del ser humano, al mismo tiempo que el emperador vuelve a la vida. Nyllund resolvió con incisividad el largo pasaje de parlato de ese último acto, en el que pudo faltar algo de garra, pero es que, en su caso, la intensidad interpretativa nunca compromete el empaque.

   Otro grandioso personaje femenino, la Tintorera, que también experimenta una fascinante evolución, tuvo en la soprano sueca Nina Stemme otra sobresaliente intérprete. Insatisfecha, frustrada, aún sin hijos y que ha de sufrir en su casa a los tres hermanos de su marido (uno tuerto, otro manco y el tercero, jorobado) que éste acoge en su inmensa generosidad y a los que ella odia. Expulsa a su marido de su cama y está a punto de ceder su sombra, pero no lo hace, pues se da cuenta de que lo ama profundamente, pues es un hombre de gran nobleza y bondad. La Stemme mantiene el atractivo de su timbre y completó un espléndido acto segundo (el acto de la Tintorera). Como único reparo, le pudo faltar algo de sensualidad, pero intensísima, entregada, con unos ascensos de gran impacto y esa clase y cuidado de la línea canora que siempre ha atesorado.

   Es verdad que a Evelyn Herlitzius le van graves muchos momentos de la escritura de la nodriza (un papel un tanto híbrido), pero no es menos cierto, que nadie mejor que ella, todo un animal escénico, para encarnar este personaje diabólico, que odia a los humanos y que lleva los hilos de la trama. No hay un segundo, no hay un solo momento en que la Herlitzius no sea un ama teatralmente irresistible. Ni hay detalle, ni matiz, ni gesto que la soprano alemana ahorre y no ponga al servicio de una impagable creación dramática de un personaje que, al final, es condenado a vivir entre los humanos a los que desprecia con todas sus fuerzas. Asimismo, en los pasajes más sopraniles del papel, lució sus habituales notas bien emitidas, siempre correctamente posicionadas y timbradísimas.


   El papel del emperador es todo un ejemplo de lo cruel que pudo llegar a ser Richard Strauss con los tenores. Un papel ingrato donde los haya, pues aunque logre superar una tesitura casi imposible y salir airoso, pasará igualmente desapercibido ante el intenso brillo de los personajes femeninos y el papel de Barak, el tintorero, que siempre llega al público. Como personaje el emperador es el menos interesante, aparece apenas una vez en cada acto y su escritura pide un tenor heroico wagneriano. Uno de los más perstigiosos de los últimos años es el americano Stephen Gould, tenor irregular, pero al que he visto notables actuaciones. En esta ocasión comenzó un tanto inseguro con la complicadísima (y de bellísima línea melódica) «Bleib und Wache» en la que demostró su telón de aquiles, un registro agudo sin terminar de resolver y que unas veces entra y la mayoría, no. Sin embargo, el centro de Gould es corposo y de atractivo timbre y su prestación subió en su gran escena del segundo acto «Falke mein falke», de temible escritura, pero que logró sacar adelante.

   El tintorero Barak, único de los cuatro personajes protagonistas con nombre propio es la personificación de la bondad, la generosidad y los buenos sentimientos. Wolfgang Koch, al que ya había visto el papel en Munich, completó una estupenda, humanísima, encarnación en el aspecto dramático. Eso sí en lo vocal, el nivel bajó enteros debido a un timbre opaco, agudos apretados, irregularidades de emisión y un canto más bien desaliñado. Solidísimo el veterano Sebastian Holecek como mensajero del reino de los espíritus.

   En 2002 presencié en la Opera de Viena la magnífica producción de La mujer sin sombra firmada por Robert Carsen, centrada en el mundo del psicoanálisis, en una función que protagonizaron Cheryl Studer y Luana de Vol. En esta ocasión el joven director de escena francés Vincent Huguet planteó una puesta en escena muy distinta, pero, asimismo, muy interesante apoyada en una atractiva escenografía de Aurélie Maestre (un pabellón sobre las nubes en el comienzo, formas rocosas, acantilados, que se transforman hábilmente en la casa de Barak) y estupendo vestuario de Clémence Pernaud. Con el sello de Patrice Chéreau y una impecable diferenciación del mundo sobrenatural y el terrenal, el montaje se centra en la caracterización de los personajes y un bien trabajado movimiento escénico que permite disfrutar de la obra en toda su grandeza, sin provocaciones gratuitas, ni delirios intelectualoides. Éxito apoteósico con 20 minutos de ovaciones e innumerables salidas a escena del elenco y es que la Ópera de Viena conmemoró de manera gloriosa el centenario de La mujer sin sombra, fascinante creación de la pareja Richard Strauss-Hugo von Hoffmansthal.

Foto: Wiener Staatsoper

 

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