CODALARIO, la Revista de Música Clásica

Opinión

Opinión: «Día de circo». Por Juan José Silguero

11 de junio de 2019

Día de circo

Por Juan José Silguero

   Toda pasión se ha perdido ya. El mundo es mediocre, flácido, sin fuerza. Y la locura y la desesperación son una fuerza.

     J. Conrad

   Nueve de cada diez de los que lloran a lágrima viva por esas cosas tan falsas de las películas en el fondo son unos desalmados.

     J. D. Salinger

   El público estaba allí mucho antes de la hora prevista.

   Las entradas se habían agotado hacía ya varios meses, y unos pocos trataban de conseguirlas a última hora en las inmediaciones del inmenso auditorio, sin éxito. Las vestimentas, las permanentes y las joyas daban testimonio del importante evento, y el ambiente general era de exaltación, casi festivo, con esa emoción contenida que se contagia siempre en la antesala de un acontecimiento extraordinario.

   Las cabezas de todos oscilaban a un lado y al otro en busca de rostros conocidos, vestidos repetidos o gente importante.

   Ya en el interior, la muchedumbre recorría sus galerías en un hormigueo incesante, con esa extraña electricidad que caracteriza a las grandes citas.

   No cabía un alfiler en el auditorio.

   Todos acudían a la convocatoria del gran hombre.

   Por fin, el centro de todo aquel ajetreo comparecía sobre el escenario. Su actitud también era la acostumbrada: andar receloso y envarado a un tiempo, como si la silla del camerino fuese un tanto incómoda; actitud indefiniblemente agitada, impaciente, y una extraña determinación brillando en los ojos.

   El inconfundible aire distraído y taciturno del artista.

   La estrella saluda afectadamente a su público… con esa humildad como un tanto asombrada, que parece siempre querer dar a entender:
«Pero amigos... ¿a qué se debe todo esto? Si yo no soy gran cosa. Soy casi como vosotros…».

   Y, durante un par de horas, las alegrías y los pesares de todos se trasladan a los hombros de tan sublime inconsciente, capaz de desnudarse con naturalidad ante los ojos de miles de desconocidos.

   Aunque solo fuera por eso, su éxito ya estaba asegurado.

   Esta escena, repetida una y otra vez hasta la saciedad, no parece perder con el tiempo ni un ápice de su singular atractivo.

   Más bien al revés.

   En principio parece difícil entender que alguien pueda preferir la aglomeración de la muchedumbre a la intimidad de su propia casa, los empujones al sofá de su salón, las cabezas de otros (siempre tan inoportunas, como los ciclistas en carretera) a los ojos cerrados; la agitación, las toses, los móviles, los caramelos, los efluvios ajenos… a la calidad de su equipo de música, la quietud y el silencio de su hogar.

   El circo, en definitiva, a la música.

   Hasta que uno comprende que lo que precisamente buscan allí es circo.

   La distracción perpetua se ha instalado definitivamente en todas las actividades humanas; también en los encuentros culturales, también en los conciertos de música clásica… Solo que, en este caso, la tontería se ha perfeccionado como en ningún otro lugar. La impostura, la hipocresía y la frivolidad campan aquí a sus anchas, en un evento en el que la música en sí ha terminado siendo lo de menos. Y ya no se trata del interés que pueda suscitar uno u otro artista, sino del modo en que se desarrolla la pantomima, la forma en la que se ha ido sofisticando la farsa por parte de todos los implicados, comenzando por su propio protagonista, quien, a pesar de su modesta sonrisa y su inclinación servil, en realidad se siente superior a todos ellos.

   De los directores de orquesta mejor ni hablamos. Aquí la impresión ya no es de superioridad, sino de franca conmiseración hacia el resto del mundo, incluida su propia orquesta. Su ego insaciable, su patológica necesidad de notoriedad se hace patente en cada gesto que hace sobre el escenario, y su odioso baño de gloria final solo resulta comparable con el grotesco momento en que se dedica a levantar, uno por uno, a todos los integrantes de su séquito, igual que si fuesen marionetas, en una abominable exhibición de poder.

   Los cantantes-divos no son muy diferentes, pero admito mi simpatía hacia ellos, por no ocultar en ningún momento su evidente sentimiento de superioridad hacia todo el mundo.

   También son soberbios, pero al menos no son hipócritas.

   Del otro lado el público, creyéndoselo todo, gozando con todo y representando su papel con un placer incomprensible, como si fueran niños. De hecho lo son, por un motivo sencillo: su formación musical se detuvo hace ya mucho tiempo, más o menos desde el día en que fue extirpada de las aulas para ser convertida en una actividad de lujo; una actividad denostada, arrinconada y finalmente vilipendiada sin piedad por unos medios de comunicación abominables.

   Ese público, en realidad, se aplaude a sí mismo, pues adora todo lo vulgar, y utiliza sin parar la palabra «delicioso».

   La comedia de vodevil alcanza su vergonzoso clímax en el inevitable momento de las propinas, cuando la imperiosa necesidad de la masa de mostrarse, incapaz de contenerse por más tiempo, «se hace carne» por así decir, con ese infalible instinto de rebaño que no la abandona nunca. Da enteramente igual cómo haya tocado el artista. Tienen derecho a su carnaza y la reclamarán, vaya si lo harán. En cuanto la estrella consienta, se sentarán formalitos, se callarán enseguida, complacidos, como hienas obedientes, y gozarán de ese tipo de placer mezquino y vulgar que tan similar resulta al que experimenta quien contempla una cola enorme detrás suya para acceder al sitio que sea: el placer miserable de los mediocres.

   Todo esto es espeluznante, digámoslo ya, y no guarda relación alguna con el verdadero arte. Dan ganas de tocar detrás de un maldito biombo, como proponía un tal Richter. ¿Por qué no puede ser suficiente la música? Por el mismo motivo que no lo es en los conciertos de rock: la gente necesita su ración de notoriedad.

   Psicológicamente, sus «¡bravo!» o sus vítores no son tan diferentes del albañil proclamando su aprobación a viva voz:

    «¡Moreeena!»

   Ovaciones, aspavientos… no aportan absolutamente nada a la música; como no aporta nada que el artista toque sin partitura, más que a su imponderable vanidad. La fe sincera no requiere de estas frivolidades, se basta a sí misma. De hecho, suele ser más bien al revés: el que encuentra algo valioso no se dedica a proclamarlo a los cuatro vientos, excepto allí donde habita el complejo (véase tantos «enamorados» en Facebook).

   Solo contemplación y silencio; y una íntima impresión de agradecimiento.

   Pero la naturaleza humana es así, necesita tener su influencia al precio que sea. Y allí donde no pueden ser oráculos, como decía Hugo, se convertirán en bufones. Son los mismos que lloran para que los demás vean que lloran, que se precipitan con sus toses en cuanto detectan el más mínimo silencio y que están a todo menos a la música.

   No deja de ser curioso que la música clásica haya quedado para la alta sociedad, cuando la inmensa mayoría de los grandes compositores del pasado fueron unos maleantes, unos borrachos y unos puteros. Las joyas y las pieles que frecuentan los grandes auditorios, junto con un buen número de instrumentistas y directores elitistas, presuntuosos y egocéntricos, a menudo parecen obviar con su distinguido aspecto las vidas que han existido detrás de todas esas obras sublimes: asiduos de las tabernas y los burdeles en su mayor parte, personalidades desequilibradas, viciosas y pendencieras, dueños de unas vidas tan desordenadas como estimulantes y urgentes.

   La música clásica, hábitat habitual de la alta sociedad, proviene en realidad de sus más bajos estratos.

   Bueno será recordarlo.

   Otra de las muchas leyendas absurdas que giran en torno a la música culta establece que, por pertenecer a la «élite», su acceso a los jóvenes está restringido, al menos económicamente.

   Pero resulta que las entradas de última hora para los chavales cuestan un euro… Y, aún así, las calvas en los auditorios no dejan de aumentar, tanto en sentido literal como figurado.

   La élite…

   Cualquier artista que se precie está familiarizado con los suburbios; cualquier músico de tres al cuarto tiene más calle que Don Gato. ¿Por qué? Porque al artista todo le es útil; lo tenebroso aún más. El mejor psicólogo es aquel que conoce todos los oscuros recovecos del alma humana, sus pasiones ocultas, sus temores secretos… todo aquello que acecha en la penumbra, y que tanto aterra mirar.

   Y el artista es un psicólogo sorprendente.

   Este es el motivo, entre otros, por el que los chinos no trascienden nunca a nivel musical. Ni lo harán. Porque no salen de su estudio desde que tienen dos años.

   El artista es capaz de identificar y poner a bailar lo que habita en la sombra…

   Porque lo conoce.

   Pero sus frívolos consumidores, con sus nutrias al cuello y sus copas de cava no entienden nada de todo esto, y parecen no haber salido del Barrio Salamanca en su vida.

   Entonces uno se pregunta: «¿Y dónde están los jóvenes?»

   En casa, jugando al Fortnite, con sus cascos con micrófono incorporado. E indignados con todo aquello que, en realidad, se han encontrado gratis.

   No hace tanto que un puñado de intelectuales sin medios, nacidos en un periodo entre guerras, intercedían y cambiaban el transcurso de nuestra más reciente historia apelando a la sola fuerza de su talento y de su voluntad –que, a menudo, no son sino una misma cosa–, y determinando finalmente el devenir de todos, y no solo a nivel artístico.

   La juventud es esencial, es el torrente vital de una sociedad. Pero resulta que los que ahora establecen las pautas sociales, políticas, educativas y hasta morales de los chicos son los «influencers», o los «youtubers», dedicados, como todo el mundo sabe, a temas absolutamente cruciales para el progreso de la humanidad, por ejemplo si las mujeres han de llevar largos o no los pelos del sobaco.

   La función más importante de la cultura, aquella que, de hecho, justifica que tantos grandes del pasado hayan dedicado sus vidas a ella, es la de trascender, y no simplemente «entretener» como tantos creen todavía.

   Extraño mundo… en el que los que los gamberretes, los agitadores y los vagos pretenden acceder al mismo lugar que los trabajadores, solo porque «se sienten indignados».

   No os indignéis tanto… y currad más.

   Todos lo necesitamos.

   Los estudios son importantes. Es lo que nos diferencia de las lentejas, y de las alcaldesas okupas. Pero el derecho a la educación, el derecho a no ser manipulados, el derecho, en definitiva, a ser libres no se cimenta en YouTube, ni en las redes sociales, ni haciendo el imbécil en cualquier otro lugar. Se cimenta en las aulas. Y resulta que la educación trascendente, aquella que es capaz de modificar prejuicios y decretos carece de atajos, entre otras cosas porque su mayor fuente de riqueza se ubica precisamente en ese rutilante itinerario: el del esfuerzo.

   Poco importa… Al final, todos estamos solos en nuestra butaca; unos sobándose, otros conformes, otros horrorizados… pero tan solos como cuando dormimos. La distinción entre espectáculo y arte se difumina ante la incansable demanda de la distracción y el ocio, lo cual es terrible, ya que lo primero es sencillamente estéril, y lo segundo determinante.

   La consecuencia es que el arte de verdad desaparece. O, aún peor: ahora todo es arte. Lo absurdo también.

   Nada decisivo sucede ya en los auditorios... Nadie se dirige ya cara a cara a un mundo sobrecogido, y anhelante. Sino que la vulgaridad de nuestra cotidiana vida se prolonga al escenario, haciendo sentir al espectador tan solo y extraviado como ese millar de almas que lo rodean, y que, de algún modo, también saben que cada vez tiene menos sentido estar allí.

   El guía ya no comparece… y a pocos parece importarle.

   El artista se extingue.

   El concierto público toca a su fin.

Opinión Juan José Silguero